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Tribuna
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Votos o balas

Se está votando en medio de un insostenible modelo de ventajismo oficial, que además no permite la observación internacional

Las democracias suelen depender de las derrotas. Hugo Chávez se jactaba de haber ganado más de una docena de elecciones. De hecho, convirtió su popularidad en una nueva forma de tiranía. Pero la única vez que perdió, en el referendo constitucional de 2007, apareció desencajado en la pantalla de la televisión. Estaba vestido de verde oliva y evidentemente rabioso. Miró a cámara y bramó, diciéndole a la oposición que se trataba de un triunfo “pírrico”, de una victoria “de mierda”. De esa manera entendía el caudillo la voluntad del pueblo.

El chavismo concibe la alternancia como un delito. Que otros se atrevan a desear el poder les parece, ya de entrada, una conspiración. Desde esa idea ha hablado durante todos estos meses Nicolás Maduro. Siempre amenazante. El presidente asegura que respetará los resultados pero, de paso, señala que está preparado para asumir “militarmente” una derrota.

También ha anunciado que, de ganar la oposición, él mismo se iría a la calle “a luchar”. Como si quienes votan en las urnas son distintos a los que están en la calle. Como si la mayoría fuera tan solo un espejismo. Como si la democracia fuera tan solo un accidente.

El chavismo concibe la alternancia como un delito

Por primera vez, hoy, casi todas las encuestas apuntan a la posibilidad de una victoria contundente de la oposición. Ya en las elecciones parlamentarias pasadas, el resultado fue muy ajustado y la ingeniería electoral le permitió al Gobierno obtener más diputados con menos votos. Hoy, sin el líder máximo y en medio de una enorme crisis económica, un resultado adverso al chavismo parece mucho más probable. Después de dos años dilapidando la popularidad que les heredó Chávez, se encuentran de pronto ante el riesgo de una gran derrota. De su reacción depende, en buena parte, el futuro del país.

Las elecciones son de una importancia trascendental. Incluso más allá del juego político, de las oportunidades que se abren si la oposición obtuviera el control de la mayor parte de la Asamblea, hoy el país también pone a prueba su institucionalidad. Se está votando en medio de un insostenible modelo de ventajismo oficial, que además no permite la observación internacional y domina en buena parte el espectro comunicacional en todo el territorio. Se está votando aun con dudas y cuestionamientos ante el proceso. Se está votando, también, entonces, a favor o en contra de un Estado, secuestrado por una parcialidad. Hoy más que en cualquier otra elección de los últimos 15 años, el chavismo y las instituciones que controla son más vulnerables, se enfrentan a un dilema crucial: entender que dejaron de ser mayoría. Que la alternancia es posible. Que la revolución no es eterna. Estas son, en rigor, las primeras elecciones sin Chávez. Maduro ganó la presidencia en un proceso oscuro y confuso, muy ajustado. Su campaña se centró en Chávez. Era lo único que tenía que ofrecer. Pero ya ha pasado el tiempo y aprovechar al líder muerto resulta cada vez más poco eficaz. Maduro es un presidente fallido. Su tarea, también, es ingrata. No puede culpar al Gobierno anterior. No puede traicionar la narrativa oficial. Está ahí para proteger la posteridad del líder. Está ahí para hacerse cargo del fracaso.

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Quizás hoy le toque comenzar a procesar y elaborar la derrota. Dejar las amenazas, empezar a desactivar la violencia en el lenguaje. Renunciar a su discurso y reconocer la existencia de los otros. Aceptar que los votos son más legítimos que las balas.

Alberto Barrera, escritor venezolano, ganó el premio Tusquets por Patria o muerte.

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