¿A quién pertenecen los frisos del Partenón? Dos siglos de debates, vistos por Mary Beard
Los admirados mármoles atenienses pintan una Grecia campesina incapaz de proteger un tesoro nacional y a un Reino Unido colonial aferrado a su botín. Es lo que dice la investigadora británica en un libro que ahora se edita en español y del que ‘Ideas’ adelanta un extracto
La diáspora de los mármoles del Partenón, y en particular de la colección de Elgin [el diplomático que, con el permiso del Imperio Otomano, se llevó entre 1801 y 1805 más de la mitad de las estatuas], ...
La diáspora de los mármoles del Partenón, y en particular de la colección de Elgin [el diplomático que, con el permiso del Imperio Otomano, se llevó entre 1801 y 1805 más de la mitad de las estatuas], hoy en el Museo Británico, proporciona un importante giro a la historia moderna del Partenón. Desde el preciso instante en que se exhibió el primer envío a unos pocos privilegiados en 1807 (en un cobertizo de la casa de Elgin en la esquina de Park Lane en Londres), los mármoles suscitaron tanta atención como el propio Partenón, si no más. (…) Como era de esperar, la señora Siddons, la célebre actriz del momento, derramó una lágrima (histriónicamente) cuando vio por primera vez las figuras procedentes de los frontones del templo en el cobertizo de Park Lane. John Keats plasmó sobre el papel su embeleso, en forma de soneto titulado Al ver los Mármoles de Elgin, cuando visitó las esculturas en 1817, poco después de su traslado al Museo Británico, y supuestamente incorporó algunas viñetas tomadas directamente del friso en su todavía más famosa Oda a una urna griega.
Por otra parte, Goethe celebró la decisión del gobierno británico de comprarle la colección a Elgin como “el comienzo de una nueva era para las grandes obras de arte”. Una de las reacciones más mencionadas llegó de la mano del escultor Antonio Canova, que rechazó el codiciado trabajo de restaurar los mármoles que le ofrecía Elgin con el argumento de que “sería un sacrilegio por su parte o de cualquier hombre pretender tocarlos con un cincel”. No obstante, no se suele señalar que urdió esta elegante y halagadora negativa a su sin duda apremiante cliente unos años antes de que viera la colección con sus propios ojos. (…)
Los Mármoles de Elgin fueron los primeros ejemplos de escultura de lo que se creía que era la Edad de Oro del Arte que la mayoría de los británicos pudo contemplar con sus propios ojos. Si algunos críticos estaban entusiasmados, a otros no les gustaba demasiado lo que veían. Pensaban que muchas de las figuras estaban decepcionantemente maltrechas; unas pocas (sobre todo los paneles de las metopas) parecían de mala calidad y casi ninguna alcanzaba el nivel de “sublimidad” esperado. (…)
Muchos visitantes sintieron que las esculturas simplemente estaban “mal” en el Museo Británico. Esto se debía en parte a la sensación de que las obras de arte creadas para el radiante sol ateniense quedaban inevitablemente atenuadas al ser expuestas en el entorno sombrío de Bloomsbury: el clima inglés en el exterior y el tono susurrante que adoptaban las tropas de diligentes visitantes en el interior. Por su parte, Virginia Woolf prefería los “cuerpos peludos y rubicundos” de la tragedia griega a aquellos que delicadamente “posaban sobre pedestales de granito en los tenues pasillos del Museo Británico”, mientras que Thomas Hardy ponía en boca de los propios mármoles la queja de haber “sido trasladados a la penumbra / de esta sala oscura” en su poema Navidad en la sala Elgin. No obstante, estas cuestiones relacionadas con la exposición han terminado diluyéndose a menudo en lo que se convertiría en la polémica cultural más prolongada del mundo: ¿fue correcto que Elgin extrajera los mármoles de su ubicación original?, ¿fue correcto que se enviaran a Gran Bretaña? y ¿exige la justicia que sean devueltos a “casa”? En pocas palabras, ¿estaba Byron [que criticó duramente el expolio de las esculturas griegas] en lo cierto?
Hace doscientos años que duran estos debates. Se han intercambiado insultos y derramado abundantes lágrimas, sobre todo, por parte de la formidable ministra griega de Cultura Melina Mercouri, que lloró ante la cámara con ocasión de su visita a los mármoles en el Museo Británico en 1983. Desde ambos bandos se han lanzado argumentos malintencionados. Gran Bretaña ha sido parodiada como una potencia colonial recalcitrante, desesperada por aferrarse a su botín cultural en sustitución de su imperio perdido; Grecia como una advenediza república balcánica, un estado campesino al que no se le puede confiar la custodia de un tesoro internacional.
Los políticos se han subido y apeado del carro. Los sucesivos gobiernos griegos han encontrado en la pérdida de las esculturas del Partenón un oportuno símbolo de unidad nacional y en las peticiones de devolución una campaña de bajo coste y relativamente libre de riesgos. Tras largas demoras, se construyó un nuevo museo en Atenas con un espacio reservado para su regreso. Con igual diligencia, los sucesivos gobiernos laboristas británicos han olvidado las apresuradas promesas, hechas desde la oposición, de devolver los mármoles a Atenas tan pronto como accedieran al poder.
Entretanto, en el fuego cruzado, han surgido todo tipo de cuestiones cruciales relativas al patrimonio cultural: ¿a quién pertenecen el Partenón y los demás monumentos de primer orden?, ¿deberían repatriarse todos los tesoros culturales o deberían enorgullecerse los museos de sus posesiones internacionales?, ¿es el Partenón un caso especial? y, si lo es, ¿por qué? Cualesquiera que sean los aciertos y los errores de esta disputa (y son más difíciles de juzgar de lo que los partidarios de uno y otro bando quieren hacernos creer), la inagotable polémica ha tenido un efecto evidente. Ha contribuido a mantener el Partenón en lo más alto de nuestra agenda cultural. No sin ayuda, claro está.
El Partenón pertenece, como ya hemos visto, a este selecto grupo de monumentos cuya importancia histórica está revestida por la fama de “ser famoso”. Cuando lo visitamos en Atenas o en el Museo Británico, no solo buscamos una obra de arte de la Grecia clásica; después de todo, existe un buen número de templos clásicos más grandes y mejor conservados que este y que nunca han atraído tanta atención. También estamos siguiendo los pasos de todos aquellos que lo visitaron antes (por eso queremos hacer allí nuestras propias fotos...) y rindiendo homenaje a un símbolo que se ha inscrito en nuestra propia historia cultural, desde Keats, pasando por Freud, hasta Nashville.
Pero, en el caso del Partenón, hay todavía otra dimensión. Estamos frente a un monumento por el que se ha peleado durante generaciones, que inflama pasiones y provoca la intervención de los gobiernos. En otras palabras, tiene el mérito adicional de ser algo sobre lo que vale la pena discutir. Es difícil resistirse a la incómoda conclusión: si no hubiera sido desmembrado, el Partenón nunca habría sido ni la mitad de famoso.