¿Por qué guardaba Kant los quesos bajo llave? Historia de los filósofos y la comida
En la historia de las ideas, la comida parece un tema secundario. Apenas se menciona en ‘El banquete’ de Platón, por ejemplo. Pero afecta a nuestra forma de entender la comunidad y los vínculos sociales
He aquí un misterio que atraviesa la esencia de todas y cada una de las personas que han habitado el planeta, un enigma de esos que hay que rumiar, si es posible masticando algo suculento. Brillat-Savarin ya lo escribió en su obra Fisiología del gusto (1825): el universo no es nada sin la vida, y todo cuanto vive se alimenta. La comida lo es casi todo: cultura, política, economía, ecología, biología, química, y también un asombroso placer diario. Pero durante mucho tiempo solo fue una ...
He aquí un misterio que atraviesa la esencia de todas y cada una de las personas que han habitado el planeta, un enigma de esos que hay que rumiar, si es posible masticando algo suculento. Brillat-Savarin ya lo escribió en su obra Fisiología del gusto (1825): el universo no es nada sin la vida, y todo cuanto vive se alimenta. La comida lo es casi todo: cultura, política, economía, ecología, biología, química, y también un asombroso placer diario. Pero durante mucho tiempo solo fue una nota al pie en los libros de filosofía occidental (comparado con los volúmenes que han ocupado asuntos como el alma o el ser).
A lo largo de la historia, gran parte del pensamiento occidental se ha caracterizado por dividir al humano en dos, en separar la mente del organismo, en subrayar “el gobierno del alma sobre el cuerpo, un presupuesto que más tarde recogería la religión y lo llevaría a límites estratosféricos”, explica al teléfono Valeria Campos, autora de Pensar/comer (Herder, 2024). Tal vez por eso la filosofía ha evitado “lo que Platón habría llamado el mundo de las cosas que vienen a ser y pasan. O lo que Descartes habría llamado lo corporal”, dice Lisa Heldke, autora, junto con Raymond Boisvert, de Philosophers at Table: On Food and Being Human (los filósofos en la mesa: sobre la comida y el ser humano, sin edición en español, Reaktion Books, 2016). Esa división entre pensamiento y acción, entre teoría y práctica, entre naturaleza y cultura, es la que ha mantenido durante tantos siglos a la comida encerrada en la cocina.
Hay más motivos. En Occidente se da una jerarquización de los sentidos. Están los que actúan de manera más directa en la producción de conocimiento, como la vista y el oído —sentidos menos corpóreos, los que recogen lo que viene de fuera, ligados a la distancia y la objetividad—, y los menos valorados, como son el tacto, olfato, gusto —que afectan directamente al cuerpo—. Simplificando, está el conocimiento activo (masculino), frente al sentido pasivo (femenino), según apunta Campos.
También se da otro tipo de jerarquía —esta vez social y laboral— en el complejo y largo proceso que conlleva traer un plato caliente a la mesa. En ese sentido, en conversación por correo electrónico, Heldke recuerda que la agricultura, el cuidado, la preparación, la limpieza, la cocción y el servicio de lo cocinado han sido tradicionalmente trabajos de personas marginadas en la sociedad: cosas de esclavos, trabajadores manuales y, bueno, mujeres en general.
Así, durante siglos, lo relacionado con el comer quedó relegado a segunda división, aunque de forma implícita o abiertamente, captó la atención de algunos filósofos. Por ejemplo, para el mismo Platón, autor de El banquete (en el que apenas aparece nada digno de comer, por cierto), la misión de la cocina es mantener el cuerpo en buen estado, de manera que no moleste en las cosas del pensar. Eso sí, al filósofo ateniense le volvían locos los higos, según leemos en Gastrosofía, de Cristina Macía y Eduardo Infante (Rosamerón, 2022).
El británico David Hume reflexionó sobre el hecho de comer como una experiencia estética (admirando una bella mesa bien preparada por alguien, en compás de espera, con todo a punto para disfrutar de una cena cocinada por otros y con una copita de jerez en la mano servida por otra persona más). Immanuel Kant fue un individuo que trataba de controlar sus apetitos, pero, a su vez, muy humano en su forma de comer y beber. El pensador de Königsberg se compró una vez un queso holandés tan delicioso que fue incapaz de dejar de darle varios tientos hasta llegar a una indigestión salvaje. Tomando nota mental del desaguisado, el filósofo le pidió a su mayordomo que guardara los quesos bajo llave, y le administrara trocitos solo de vez en cuando.
El perspicaz Jean-Jacques Rousseau fue uno de los primeros en asociar la forma de comer con la forma de ser al comentar una vez ante unos invitados británicos: “Ustedes los ingleses, grandes comedores de carne, mantienen en sus inflexibles virtudes algo de duro y de bárbaro”. Nietzsche ahondó en ese camino. No dudó en afirmar que la cultura alemana estaba repleta de “carnes demasiado cocidas, las verduras grasas y harinosas; ¡la degeneración de los postres hasta parecer pisapapeles!”, para deducir después que “el espíritu alemán es una indigestión que no llega a dar término a nada”, una consciencia estreñida que no deja espacio para incorporar nuevas ideas. El autor de Así habló Zaratustra fue uno de los filósofos que se interesaron verdaderamente en las cosas del comer, mostrando la relación entre ingerir y transformarse, entre la necesidad de evacuar y la necesidad de olvidar, entre la filosofía y la gastronomía.
La comida tiene cada vez más presencia en los estudios de filosofía. En Food Philosophy: An Introduction (Columbia University Press, 2019, sin edición en español), David M. Kaplan recuerda que el papel de la filosofía es abrirse paso entre la maraña de hechos contingentes y la confusión conceptual, y que es tiempo de abordar cuestiones como qué es exactamente comer o qué significa en realidad una buena comida. Pensar cómo queremos vivir es entonces, también, pensar qué y cómo comemos.
“Cada generación reinventa la alimentación”, destaca por correo electrónico Gilles Fumey, autor de Geopolítica de la alimentación (Herder, 2024). Fumey, fundador de la Especialización de Alimentos y Culturas Alimentarias en la Universidad París-Sorbona, invita a pensar cómo vivimos, y subraya que las sociedades urbanizadas llevan a un estilo de vida separado del hogar (donde se puede cocinar) y centrado en lugares de trabajo y ocio, lo que lleva al auge del picoteo, la generalización de envases y de consumo de alimentos industriales.
Esto tiene un impacto medioambiental muy negativo, porque la producción, la transformación y el transporte contribuyen a la destrucción de la biodiversidad y a la contaminación. Ante ello, cada vez más jóvenes toman conciencia de esta forma insostenible de (sobre)consumir, lo que los impulsa a plantar sus alimentos, a exigir productos locales y, sobre todo, a comer menos pero mejor. De momento “son una minoría, pero son los adultos del mañana, que se preparan para la crisis climática que no ha hecho más que empezar”, reflexiona Fumey.
El futuro no es propiedad de nadie y es de todos. Un asunto comunitario. A la hora de pensar en los años por venir, va bien recordar que no hay forma de vínculo social y afectivo más fuerte y decisivo que el vínculo alrededor de un puchero y un poco de vino y pan. Es el fuego y el alimento como imbatible dúo aglutinador, “un proceso cotidiano y radical que une a los diversos”, destaca la pensadora chilena Valeria Campos en conversación por WhatsApp. Desde esa perspectiva, comer juntos —aún más que ser del mismo padre o la misma madre— es la dinámica fundacional del nosotros. “Los inicios de la política de lo común no fue la familia, sino la administración doméstica y específicamente alimentaria de un grupo que comen juntos”, apunta Campos. Es el puñado de personas que se alimenta mano a mano la que acaba generando vínculos familiares, y no al revés. Es la cálida comensalidad la que construye la comunidad. Comamos y brindemos por ello.