La irreconocible España que deja la crisis climática

El país se seca. La sucesión de olas de calor es un síntoma evidente de un calentamiento global que afecta al territorio que conocemos. Por eso urge gestionar esta costosa herencia

Un equipo de bomberos forestales trabaja en la extinción de un incendio declarado en julio del año pasado en La Palma (Canarias).Andres Gutierrez (Anadolu Agency/Getty Images)

Unas imágenes en el telediario de un día de junio de 2023 me provocaron un enorme impacto. Eran de una playa soleada atiborrada de familias inglesas cogiendo ese característico color rosa barbacoa. No me sobresaltaron porque se estuvieran achicharrando al sol de Gandía. Era porque las instantáneas provenían de Brighton, una ciudad costera del sur del país. Creo que la estampa se hizo viral, pero no es nueva. En los últimos años, el número de británicos que no abandonan la isla en favor de destinos turísticos como Benidorm, Marbella o el sur de Tenerife no ha dejado de crecer. ...

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Unas imágenes en el telediario de un día de junio de 2023 me provocaron un enorme impacto. Eran de una playa soleada atiborrada de familias inglesas cogiendo ese característico color rosa barbacoa. No me sobresaltaron porque se estuvieran achicharrando al sol de Gandía. Era porque las instantáneas provenían de Brighton, una ciudad costera del sur del país. Creo que la estampa se hizo viral, pero no es nueva. En los últimos años, el número de británicos que no abandonan la isla en favor de destinos turísticos como Benidorm, Marbella o el sur de Tenerife no ha dejado de crecer. ¿Qué ocurrirá con el turismo en el contexto de la actual crisis climática? Para España, para los españoles, es una pregunta obligada. No en vano, el turismo es el motor que mueve este país. En 2023, el sector aportó a la economía nacional el 12,8 % del producto interior bruto (PIB), según datos de Exceltur. Y ese mismo año, más de tres millones de personas trabajaron de camareros, recepcionistas, vendedores de recuerdos, masajistas en la playa, animadores, repartidores, azafatos… Los turismofóbicos han olvidado que España es, en buena medida, el resultado de su turismo. En los sesenta y setenta del siglo pasado, las hordas rosadas del norte fueron carcomiendo el régimen sociocultural franquista. Incluso en las dos décadas posteriores, siguieron siendo una fuerza modernizadora. Su impacto podrá ser menor ahora, pero no hay sociedad inmune a la llegada anual de 85 millones de personas. Antes de que acabe este siglo, el cambio climático, y no la turismofobia, habrá cambiado para siempre el turismo que viene hasta nosotros. De lo que se haga de aquí hasta entonces, dependerá en qué medida lo habitual serán aquellas imágenes de familias inglesas tostando al sol de Brighton o que logremos tener una relación más racional con el fenómeno turístico, que la hay.

El turismo es uno de los elementos que definen a este país. Pero no es el único, ni siquiera es el más definitorio. Cada español, cada habitante de esta tierra, tendrá varias imágenes, ideas de lo que es España. No es tanto el concepto político, es el emocional, esa serie de paisajes que guarda de su pasado. Es lo que veía cuando se asomaba de niño a la ventana, la calle de su pueblo, los campos en los que se aventuraba (o esos otros barrios, si uno era de ciudad) o la urbanidad que conoció cuando se fue a estudiar. Los trenes van demasiado deprisa ahora, pero hubo un tiempo en el que eran acomodadores para conocer las tierras ibéricas, sus mesetas, sus montañas, sus bosques, sus campos, sus dehesas, sus suburbios. Esos paisajes están cambiando y ya no volverán a ser lo que fueron. La flora y la fauna ibéricas están viviendo una serie de impactos provocados por la nueva realidad climática. La agricultura, el costado humano más cercano a la naturaleza, no se ha visto en otra como esta.

Fernando Maestre fue durante años director del Laboratorio de Ecología de Zonas Áridas y Cambio Global de la Universidad de Alicante y es experto en eso, en la aridez. Hace unos meses que se llevó su saber a un sitio muy apropiado, a la Universidad de Ciencia y Tecnología Rey Abdalá, en Arabia Saudí. Creo que fue él quien me introdujo un concepto que hay que leer muy rápido o no sale: mediterraneización. Es una versión más local de un proceso global de aridificación que se está produciendo en el planeta a medida que se calienta. En España, lo que está pasando es que las condiciones climáticas, variables como temperatura, humedad, precipitaciones… propias del sureste español, se están trasladando cada vez más al norte. Y con la mediterraneización del clima, vendrá la del paisaje, ya sea natural o rural. “Las ganadoras van a ser las plantas mejor adaptadas a la sequía. Un ejemplo paradigmático va a ser el esparto, una especie muy bien preparada para la aridez”, decía Maestre. Esta gramínea de usos milenarios, base de una rústica industria de pasta de papel durante el franquismo, es propia de las tierras más secas de este país, las de Alicante, Murcia o la Almería del Campos de Níjar de Juan Goytisolo. Sin embargo, se está extendiendo hacia el noroeste.

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“Y entre los árboles van a empezar a entrar especies africanas como el argán o algunas acacias, que están muy bien adaptadas a la sequía. Irán relegando a especies que antes ocupaban este espacio hacia lugares más al norte. Los robles que todavía encontramos en muchas zonas mediterráneas, las encinas que reemplazarán a los pinos y estos a las hayas, que necesitan más agua, irán desapareciendo”, me contaba Maestre. Es un fenómeno global que se viene observando desde inicios de siglo: la vida emigra al norte. Un número creciente de especies está abandonando sus nichos tradicionales para recuperar en otro lugar las condiciones en las que siempre vivieron. Lo están haciendo infinidad de especies marinas, que están migrando a aguas más frías. La traslación tiene una variante en altitud. Hay peces que se están yendo al fondo del mar, como muchas especies de mariposas ibéricas que cada vez suben más montaña arriba. Los árboles no son ents, los pastores de árboles de El Señor de los Anillos. No van a recoger sus raíces e irse más al norte, más arriba. Pero en los eventos de reemplazo, generalmente protagonizados por un incendio, en la tierra quemada ya no crecerán los de siempre, sino otros mejor adaptados a la nueva realidad climática.

Estado de la zona malagueña de Sierra Bermeja el pasado octubre, dos años después del gran incendio que asoló más de 7.000 hectáreas.Garcia-Santos

Los incendios se están convirtiendo en ingenieros de la transición climática en curso. Desde los sesenta, desde que hay estadísticas más o menos fiables, el número de fuegos y hectáreas quemadas no dejó de subir hasta inicios de este siglo (de la última década del XX en el caso de la superficie quemada). Tras una significativa mejora en las dos primeras décadas de este siglo, el infierno se desató en 2022: se quemaron 115.195 hectáreas de árboles, el triple y hasta el cuádruple de lo que venía ardiendo. ¿Qué sucedió? Sucedieron muchas cosas. Una, y no menor, es que el abandono de lo rural, la España vaciada, también está dejando de la mano de Dios los bosques. La foresta está recuperando las tierras que tiempo atrás los humanos le arrebatamos para pastos y cultivos. Y lo está haciendo de forma descontrolada, generando ingentes cantidades de, como lo llaman los forestales, combustible. Y en estas llega una ola de calor. Si trastocan nuestra vida, llevándose a muchos por delante, ¿cómo no ver que también alteran el equilibrio, las condiciones en el entorno natural?

Las plantas no son ents, los pastores de árboles de El señor de los anillos. No vana recoger sus raíces e irse más al norte

Aquel verano de 2022, entre junio, julio y agosto, la media térmica diaria, con sus días y con sus noches, fue de 24°. Nunca antes el mercurio había permanecido tan alto durante tres meses en toda España (a escala mundial, julio de 2023 y 2024 han sido aún más cálidos). Se vivieron tres olas de calor, todas especiales: la primera, a mediados de junio, fue de las más tempraneras de la historia. La segunda, una megaola, llegó en julio y duró 18 días (la segunda más prolongada en los últimos 60 años). Fue la más extensa, afectando a 43 provincias, máximo histórico, y la más intensa desde que hay registros (1961). Sumando todos los días, España estuvo bajo ola de calor 42 jornadas, es decir, la mitad del estío. Y sucedió que se quemó buena parte de la sierra de la Culebra, en Zamora, dos veces, una a mediados de junio y otra al mes siguiente. Entre ambos eventos, ardieron más de 50.000 hectáreas, más que el total de la mayoría de años precedentes en este siglo. Y no fueron los únicos fuegos de grandes dimensiones. Hubo otros seis que se llevaron por delante 70.000 hectáreas de vida. El drama alcanza su verdadera dimensión cuando se los pone sobre el calendario: todos estos grandes incendios se desataron ya avanzada una ola de calor o en los días inmediatamente posteriores. Un informe del Ministerio para la Transición Ecológica sobre aquel año lo deja claro: “Durante los periodos de ola de calor se produjeron el 82% de los incendios que afectaron al 88% de la superficie afectada”. El silogismo es algo tramposo, pero si los más graves incendios se producen en lo peor de las olas de calor y la crisis climática está provocando que sean cuádruplemente peores (cada vez más frecuentes, cada vez más largas, cada vez más intensas y cada vez más tempranas), ¿cómo serán los incendios en los próximos años?

Negacionismo

En los 20 años que llevo escribiendo de cambio climático, he llegado a cansarme de este. Cada nuevo dato, cada nuevo estudio que creyera que merecía ser convertirdo en noticia, debía ser, como en el circo, más espectacular que el anterior. El hastío es una de las emociones que está provocando la acumulación de datos y evidencias científicas. Debe ir en la condición humana. Pero hay desidias y desidias. Una es antropológica. Siempre habrá terraplanistas que vayan a la contra del poder establecido, en este caso el saber científico. Otros son negacionista de base racional. Lo explica muy bien el profesor de la Universidad de Duke (Estados Unidos) Jedediah Purdy en su libro After Nature: A Politics for the Anthropocene (Después de la naturaleza: una política para el Antropoceno, no traducido al español) cuando escribe sobre la responsabilidad y la disposición a hacer algo. Él habla de su país, pero se puede extrapolar al nuestro: “Para una nación como Estados Unidos, con poco menos del 5% de la población mundial, asumir el costo de reestructurar la economía nacional para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero tendría la lógica fiscal de la ayuda exterior: el 95% de los beneficios iría a los no estadounidenses”. Peor aún: “La mayoría de los beneficios iría a parar a los no estadounidenses que ni siquiera han nacido todavía. Entendido en términos estrictos de interés propio, siempre puede parecer racional que los vivos vendan a sus descendientes”, escribe Purdy. Es una lógica demoledora.

Hay un tercer grupo de negacionistas. Son los verdaderos perdedores del cambio climático. En España serán todos aquellos que tengan una relación directa con las aristas más cortantes de los cambios en marcha. “Está claro: los sectores menos urbanizados, los más rurales, en general, van a estar entre los perdedores”, explica durante una conversación Lluís Orriols, politólogo de la Universidad Carlos III. Y será por partida doble. Por un lado, debido al impacto directo en su medio de vida (la agricultura) y en su entorno (incendios). Por el otro, porque algunas de las medidas para adaptarse a la nueva realidad les pueden hacer daño. Orriols dice: “En todos esos territorios donde ahora vemos expresiones de la España vacía, veremos cómo el cambio climático provocará una interacción entre despoblación, falta de servicios e incapacidad de los Estados para amortiguar los costes que los ciudadanos van a sufrir del cambio climático. Por lo tanto, sí, va a haber perdedores específicos y esos perdedores van a expresarse políticamente”.

El abandono de lo rural, la conocida como España vaciada, también está dejando los bosques de la mano de Dios

Quería volver al turismo. Mi trabajo acumula tanta cantidad de datos que, releídos, puede alimentar aquel hastío que pretende combatir y cortocircuitar la llamada a la acción, a la urgente reducción de las emisiones y al diseño de planes de adaptación climática. El verano pasado, un informe realizado por el Centro Conjunto de Investigación, dependiente de la Comisión Europea, pintaba un panorama muy negro para el sector turístico español. Como ya están haciendo los animales, buena parte de los turistas se quedarán en el norte, como las familias inglesas de Brighton del principio. Pero se puede evitar lo peor aspirando a un círculo virtuoso del turismo. Para lograrlo hay otra palabra que hay que leer deprisa para que salga: desestacionalización. Si, como sucede con Egipto o Túnez, nadie en su sano juicio vendrá a las playas de Andalucía o Levante en julio y en agosto en unas décadas, ¿por qué no lograr que vengan en mayo o en octubre? Ya lo han logrado en Canarias. La desestacionalización, que también podría ser geográfica, con el norte del país recuperando los tiempos de la belle époque, resolvería tres de los problemas que alimentan la turismofobia: con una duración de más de seis meses (por eso de la Semana Santa y la Navidad), la temporalidad laboral de aquellos tres millones de españoles sería algo del pasado gracias, qué cosas, al cambio climático. Lo mismo se puede decir de los servicios y prestaciones en las zonas turísticas, infrautilizadas en invierno y sobrepasadas en verano. Debería bajar la presión sobre el sector inmobiliario y, no menos importante, el impacto en cualquier parque nacional, en cualquier entorno natural, no es el mismo si sus visitantes se concentran en los meses de verano que si se distribuyen a lo largo de todo el año.

Desconozco si para la flora, para la fauna, para nuestro campo, para nuestra vida en las ciudades, para la economía y hasta para la política, hay soluciones tan evidentes ante la crisis climática como las que existen para el turismo. Pero será cuestión de buscarlas.

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