Una por una, las personas saben más o menos lo mismo que sus tatarabuelos

Generación tras generación unos saberes reemplazan a otros. Aunque la humanidad, en su conjunto, nunca ha sabido más que hoy, escribe el historiador británico Peter Burke

Una pancarta (‘Ignorancia durante 40 años. ¿Cuándo actuarán?’) durante una protesta contra el cambio climático, en Berlín, en septiembre de 2021.JOHN MACDOUGALL ( AFP / GETTY IMAGES )

Desde los años noventa del siglo pasado está floreciendo un nuevo tipo de historia, la historia del conocimiento; o, mejor dicho, la historia de los distintos tipos de conocimiento, de los saberes en plural. Entre mis aportaciones a este campo se encuentran un estudio sobre los polímatas y un libro sobre la peculiar contribución al conocimiento ...

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Desde los años noventa del siglo pasado está floreciendo un nuevo tipo de historia, la historia del conocimiento; o, mejor dicho, la historia de los distintos tipos de conocimiento, de los saberes en plural. Entre mis aportaciones a este campo se encuentran un estudio sobre los polímatas y un libro sobre la peculiar contribución al conocimiento de los sabios exiliados. Dar por completo la vuelta a un tema suele ser una buena manera de mirarlo con otros ojos, así que, después del libro sobre los polímatas, los “monstruos de la erudición”, decidí estudiar la ignorancia. Como sucede tantas veces, al principio creí que era el único al que se le había ocurrido, pero enseguida descubrí que un pequeño grupo de estudiosos habían tenido la misma idea.

La definición de ignorancia suele ser la ausencia de conocimiento; y poner por escrito la historia de una ausencia plantea problemas evidentes. Como señaló uno de mis colegas, ¿qué fuentes hay para la historia de lo que no existe? Una forma posible de responder a esta pregunta es emplear un enfoque retrospectivo: cada nuevo descubrimiento revela algo que no sabíamos antes. Por ejemplo, en 1492 Colón mostró un nuevo mundo que los europeos desconocían hasta entonces.

Un segundo método es fijarse en las consecuencias de la ignorancia, muchas veces desastrosas, como dejan muy claro la historia económica, la política y la militar o la de las epidemias como la de covid-19. La covid no es más que el ejemplo más reciente de una serie de epidemias entre las que estuvieron la peste bubónica, el cólera y la llamada “gripe española”. En todos los casos, cuando estalló la epidemia, nadie sabía de dónde venía, cómo se propagaba ni cómo luchar contra ella y eso hizo que se perdieran muchas vidas.

En el caso de la economía y la política, ha habido muchos ejemplos de ignorancia, tanto entre los responsables de la toma de decisiones —¡basta recordar a los presidentes Trump y Bolsonaro!— como entre las personas corrientes cuando ejercen de votantes, consumidores o inversores. Los gobernantes, ya sean democráticos o autocráticos, no suelen tener la formación necesaria para el puesto. La mayoría de ellos tienen escasos conocimientos de finanzas, como el rey Felipe II, por ejemplo, tuvo la sinceridad de reconocer. Pero la ignorancia no es solo individual. La ignorancia de las organizaciones ha sido siempre una fuerza histórica muy poderosa y, a medida que las organizaciones son más grandes, ese poder aumenta. En una organización grande y jerarquizada, la información no circula con facilidad. Los dirigentes saben cosas que sus subordinados ignoran, pero los trabajadores también saben cosas que los jefes desconocen. Y el sistema jerárquico es un gran obstáculo para que haya comunicación entre ellos. La historia está llena de ejemplos de encargados o funcionarios reacios a decir a sus jefes lo que estos necesitan, pero no quieren saber. Imaginemos decir a Stalin que el Plan Quinquenal no funcionaba. También sufren esa ignorancia organizativa otras instituciones como el ejército y la Iglesia, pero, que yo sepa, ningún historiador ni sociólogo ha estudiado todavía este fenómeno.

La historia militar proporciona ejemplos especialmente claros de las consecuencias de la ignorancia. En medio de la llamada “niebla de guerra”, es muy probable que los líderes de ambos bandos no tengan en cuenta el tamaño, la posición ni los recursos del ejército enemigo. El que es menos ignorante es el que gana. La combinación de ignorancia y arrogancia tiene consecuencias fatales. Es frecuente que los soldados profesionales minusvaloren al enemigo cuando este está compuesto sobre todo por aficionados, por guerrilleros, y ese sentimiento de superioridad ha desembocado muchas veces en una derrota: así les ocurrió a los franceses en Indochina en los años cincuenta y los estadounidenses en Vietnam en los sesenta.

Estas derrotas concretas, desde luego, no fueron consecuencia solo de la falta de conocimientos, aunque ese fue un factor. Se podría decir también que los generales franceses y estadounidenses negaban la realidad, que no querían saber que el enemigo estaba bien entrenado, tenía la moral alta y conocía el terreno mucho mejor que los invasores, una situación que se repite hoy en Ucrania. Más en general, el deseo de no saber algo —el calentamiento global, por ejemplo— suele llevar a la falta de preparación y, por tanto, al desastre.

Hay muchos tipos de ignorancia: el simple desconocimiento, la conciencia de no saber (como Sócrates), la voluntad de no saber y el deseo de que los demás no sepan. Muchos tipos de ignorancia tienen consecuencias negativas, pero no siempre. Es positivo que un examinador no sepa quién ha escrito el trabajo que está corrigiendo, que los miembros de un jurado se mantengan alejados de las noticias sobre el juicio en el que participan y que ninguno de nosotros sepa cuándo morirá. Montaigne se preguntaba si los campesinos analfabetos no tenían una vida más feliz que los caballeros cultos como él.

En mi trabajo como historiador del conocimiento, y ahora también de la ignorancia, me han preguntado con frecuencia si sabemos más o menos que nuestros antepasados. Mi respuesta tiene dos partes. Si hablamos de la humanidad en su conjunto, nunca se ha sabido más que hoy. Ahora bien, las personas, una por una, saben más o menos lo mismo que sus antepasados. En general conocen cosas nuevas, por ejemplo los ordenadores, pero a costa de no saber muchas cosas que sus antepasados daban por sentadas: sobre la Biblia, sobre Grecia y Roma en la Antigüedad, y así sucesivamente. Si hay algo que extraer de esta disciplina, es una lección de humildad. Como dijo un humorista estadounidense: “Todos somos ignorantes, salvo que de distintas cosas diferentes”.

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