Vuelta al cole con la meritocracia en la mochila: ¿hay demasiada o demasiado poca?
Es posible premiar el esfuerzo y el talento y al mismo tiempo reforzar la igualdad de oportunidades
Uno de cada tres alumnos españoles ha empezado el nuevo curso en un centro privado o concertado. Ellos no lo saben —bueno, quizá algunos sí—, pero en muchos casos la decisión de sus padres de llevarlos a ese colegio les proporcionará notas más altas, contactos útiles y otros intangibles que mejorarán sus expectativas laborales. En su mayoría, son niños de clase media y alta que difícilmente descenderán peldaños en la escalera social. Hay quienes identifican esta falta de movilidad social con ...
Uno de cada tres alumnos españoles ha empezado el nuevo curso en un centro privado o concertado. Ellos no lo saben —bueno, quizá algunos sí—, pero en muchos casos la decisión de sus padres de llevarlos a ese colegio les proporcionará notas más altas, contactos útiles y otros intangibles que mejorarán sus expectativas laborales. En su mayoría, son niños de clase media y alta que difícilmente descenderán peldaños en la escalera social. Hay quienes identifican esta falta de movilidad social con la meritocracia: cuando la preparación de los individuos refleja la disposición a pagar de sus padres, la apelación al mérito acaba consolidando desigualdades de clase. Otros, en cambio, sostienen que si hubiese más meritocracia habría más movilidad y los niños de familia bien poco esforzados y con escaso talento acabarían desclasados.
Es confuso, ciertamente. Si uno se asoma al debate público, tiene la sensación de que con la meritocracia pasa un poco como con los huevos o el café: no sabemos si nos conviene o no, si nos pasamos o nos quedamos cortos. El PP invoca la meritocracia para renegar de la última reforma educativa, pero Ayuso se olvida de este ideal cuando amplía el presupuesto de la concertada, agrandando la brecha de oportunidades entre los niños. La izquierda tampoco está libre de contradicciones. En su programa para las últimas generales, el PSOE defendía la exigencia meritocrática de “que los niños y niñas que crecen en entornos desfavorables puedan desarrollar sus talentos”, al tiempo que se comprometía con “derribar las creencias, corrosivas y falaces, que justifican la meritocracia como forma justa de distribuir recursos”. Y aunque no muchos se acordarán, antes de que Lilith Verstrynge culpase a la meritocracia de causar una “epidemia de ansiedad, (…) pluriempleo, presión y cardiopatías”, Podemos llegó a reivindicar el mérito o la meritocracia hasta 11 veces en su programa de 2016.
Parte del enredo en torno a la meritocracia se debe a que en el discurso público circulan varios sentidos de esta idea. El primero, el de meritocracia débil, alude a un criterio para resolver procesos de selección que exige tener en cuenta únicamente la preparación de los candidatos para ocupar el puesto en cuestión. Los sobornos de padres potentados a universidades de élite para que admitan a sus hijos, tan habituales durante años en Harvard y Stanford, o los amaños de plazas de profesorado universitario para favorecer al candidato interno son violaciones de la meritocracia débil. Apartarse del criterio del candidato mejor preparado requiere una justificación sólida y no es fácil encontrarla. Al fin y al cabo, somos los primeros interesados en que el médico o la profesora que tenemos enfrente sea el más capaz y no alguien que resulta tener vínculos de sangre, amistad o vecindad con la persona adecuada.
Pero a veces se invoca la meritocracia no para denunciar cómo se resuelven los procesos de selección, sino más bien cómo empiezan. En España, más del 50% de los niños cuyos padres solo alcanzaron la educación primaria tienen también escasos estudios. Algunos de estos niños poseen talento de sobra para convertirse en candidatos bien preparados, pero no llegarán a serlo por causas que poco tienen que ver con su capacidad y mucho con su origen humilde: por ejemplo, el escaso valor que se da a la educación en su entorno familiar, la presión por obtener ingresos y la concentración de alumnos desfavorecidos en colegios gueto. Quienes ven aquí un problema de meritocracia utilizan una concepción robusta de este ideal que completa el criterio del candidato mejor preparado con la exigencia de que todos tengamos una oportunidad genuina de convertirnos en un candidato tan preparado como nuestros talentos y esfuerzo nos permitan, sin trabas.
Las leyes que impedían estudiar a las mujeres o a los negros son violaciones graves de la meritocracia robusta. Y también lo es un sistema de educación pública infradotada y segregada en la que los niños pobres no llegan a desarrollar su potencial. Ninguno de los dos problemas nos es ajeno. Nuestro gasto educativo por alumno es un 34,2 % inferior al de la media europea y somos el tercer país de la OCDE con mayor segregación escolar, solo por detrás de Lituania y Turquía.
Si la meritocracia nos permite denunciar injusticias graves como el nepotismo, el enchufismo, la discriminación laboral, el patriarcado y la debilidad de la educación pública, ¿por qué algunos la ven como un dique a derribar? Una primera explicación es que, muchas veces, lo que se critica es que el criterio del candidato mejor preparado no impide que todos los candidatos mejor preparados provengan de un determinado grupo social: por ejemplo, hombres blancos de familia acomodada. Esto corrobora que la meritocracia débil es opaca a todo lo que sucede antes de que los mejores candidatos lleguen a serlo. Una buena razón para preferir la versión robusta.
Pero hay una segunda explicación y es que, otras veces, el blanco de las críticas es una tercera idea asociada a la meritocracia, llamémosla retributiva, según la cual los candidatos mejor preparados merecen lo que los demás estén dispuestos a pagarles por explotar sus talentos. Para entendernos: un niño de origen humilde con el talento de Messi no solo debe poder llegar a ser el nuevo Messi, sino que, además, debe cobrar un salario varios miles de veces superior al medio. El problema de esta idea, señalan críticos como el filósofo político Michael Sandel, es que blanquea desigualdades económicas alarmantes. Y es cierto. No obstante, defender la meritocracia como un criterio para regular la asignación de puestos socialmente deseables y las oportunidades para acceder a ellos no nos compromete con adoptar el mérito o, mejor dicho, su precio de mercado, como estándar retributivo. La meritocracia robusta no dice nada acerca de cuánto debemos cobrar. Es un principio que regula las oportunidades, no los sueldos. Y como tal, ha de combinarse con criterios salariales y fiscales que pueden exigir desviarse del mercado atendiendo a consideraciones de justicia distributiva.
La meritocracia robusta no es incompatible con un salario mínimo superior al salario de mercado. Tampoco exige que un arquitecto cobre 20 veces más que una cajera porque así lo quiere el mercado. Si acaso, lo contrario. La evidencia muestra que en las sociedades más igualitarias hay más movilidad social y, por tanto, más probabilidades de que la hija de la cajera pueda llegar a ser arquitecta. La inversión en educación pública es una de las claves para que esto sea así. Sin ella se vuelve cierto aquello que cantaba Leonard Cohen: “The poor stay poor, the rich get rich”.
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