No le grites tanto al niño: la neurociencia nos muestra cómo educar en el siglo XXI

Los avances científicos de los últimos 20 años están alumbrando una revolución educativa. Castigos y amenazas, cuando son habituales, dañan el cerebro de los menores

Ana Galvañ

Hay una mujer en Francia que está preocupada por la salud mental de los más pequeños y que tiene un mensaje con el que va a todos lados: necesitamos una revolución educativa, cambiar el trato que les damos a los niños. Los recientes avances neurocientíficos señalan que los castigos, los gritos, las amenazas no solo no funcionan, sino que acaban afectando al cerebro de los menores y causando cambios permanentes que, a la larga, les provocan prob...

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Hay una mujer en Francia que está preocupada por la salud mental de los más pequeños y que tiene un mensaje con el que va a todos lados: necesitamos una revolución educativa, cambiar el trato que les damos a los niños. Los recientes avances neurocientíficos señalan que los castigos, los gritos, las amenazas no solo no funcionan, sino que acaban afectando al cerebro de los menores y causando cambios permanentes que, a la larga, les provocan problemas como depresión o ansiedad. Urge que muchos modifiquemos nuestra relación con los menores.

La idea de que hay que redefinir nuestra relación con los pequeños está muy extendida. Abundan las opiniones sobre este asunto, todo el mundo tiene la suya. Aunque los adoremos, a veces es complicado que no se escape un grito. La contención no es cosa fácil. En redes sociales, millones siguen a los gurús de la llamada “educación positiva”, aunque algunos no saben que este sector está viviendo un auge científico.

La mujer francesa con un mensaje es Catherine Gueguen (1950, Caen, Normandía), pediatra durante 28 años del hospital franco-británico Levallois-Perret, a un paseo del Arco del Triunfo de París. Cuando habla, Gueguen también aporta datos globales de Unicef: cuatro de cada cinco niños son sometidos a una educación violenta verbal o físicamente. El 80% de ellos recibe azotes o tortazos u otros castigos corporales. Y aporta los resultados de una reciente encuesta (octubre de 2022) en Francia: el 79% de 1.314 cabezas de familia reconocía usar violencia psicológica al educar a sus hijos. “Puedes pensar que la violencia no está muy extendida, pero créeme, lo está”, dice. “Como pediatra he oído a muchos padres contarme que cuando pierden los nervios castigan, amenazan o incluso golpean a sus hijos”.

Gueguen tenía 44 años cuando se publicó un libro que dio un vuelco al conocimiento de que disponíamos sobre nuestra mente: El error de Descartes: la emoción, la razón y el cerebro humano, de 1994, del neurólogo de origen portugués Antonio Damasio, premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica de 2005. En él, el neuroinvestigador otorgó a nuestras emociones y sentimientos el papel que merecen en nuestro comportamiento. “No le dábamos importancia, lo considerábamos algo secundario”, dice Damasio por teléfono. “Y sin embargo, las emociones son esenciales. Quise darles el papel que les corresponde; son las que nos hacen humanos”.

El mensaje del libro es que Descartes se equivocó al afirmar aquello de “pienso, luego existo”. En opinión de Damasio, lo que deberíamos afirmar es “existo, luego pienso”. Para ello, describió el funcionamiento de la corteza prefrontal, una zona de materia gris de varios milímetros de espesor que está encima de las órbitas oculares, que conecta distintas zonas del cerebro con otras que determinan nuestra respuesta motora y psíquica. Demostró que las emociones y los sentimientos desempeñan un papel clave en nuestra racionalidad. Para poder llegar a esta conclusión, midió los campos magnéticos que producen las corrientes eléctricas que atraviesan nuestra mente.

Un adulto juega con dos niños en una playa de Royan, Francia, en 1982. Jean Gaumy ( Magnum Photos / ContactoPhoto)

Antes, este tipo de investigaciones solo eran posibles abriendo el cráneo con bisturí. Pero en las últimas dos décadas, los avances en el material que ayuda a estudiar este órgano crucial han disparado la información de que disponemos. Desde distintos puntos —Estados Unidos, Canadá, norte de Europa, Australia y China...—, semanalmente se publican estudios neurocientíficos sobre algún aspecto de la plasticidad de nuestro cerebro. Aquí nos centraremos en los que tratan sobre los efectos en el cerebro infantil de la llamada “educación negativa”, en la que los menores son víctimas repetidamente de algún tipo de traición en la confianza que estos depositan en sus cuidadores. Para entendernos: hablamos de maltrato, y por este se entiende agresiones verbales que buscan humillar, denigrar o causar miedo al niño, o abusos emocionales que causan en el menor vergüenza o culpa, además de otras formas de maltrato físico como los golpes.

Durante sus primeros años, la neurociencia estudiaba los casos más graves, de niños huérfanos o de víctimas de maltrato severo. “Pero poco a poco nos hemos ido acercando a las familias más comunes”, afirma la neuroinvestigadora holandesa Sandra Thijssen, experta en desarrollo infantil del Instituto de Ciencias del Comportamiento, de la Universidad de Radboud.

En 2018, la Academia Estadounidense de Pediatría publicó una lista de recomendaciones advirtiendo de los peligros de la educación dura. En el país hay una red de universidades que elaboran este tipo de investigaciones y comparten sus resultados para aumentar el conocimiento. Martin Teicher, profesor de Psiquiatría en la Universidad de Harvard y director del Programa de Investigación en Biopsiquiatría del Desarrollo en el Hospital McLean (Boston), es uno de los pioneros que participa en esta red. Dice por correo electrónico que en su opinión, el aprendizaje de cómo debemos tratar a los niños y adolescentes debería incluirse en el currículum escolar de secundaria para que los jóvenes ya adquieran nociones de los riesgos reales para los menores.

Los estudios neurocientíficos señalan que cuando los menores víctimas con frecuencia de maltrato verbal alcanzan la adolescencia, “son menos creativos, curiosos, tienen menos capacidad de adquirir conocimientos nuevos y más predisposición a la tristeza y a la depresión”, dice David Bueno i Torrens (Barcelona, 58 años), biólogo especialista en genética y neurociencia y director de la primera cátedra de España en Neuroeducación (en la Universidad de Barcelona), pues en nuestro país esta especialidad está dando sus primeros pasos. Se activan las mismas zonas del cerebro, dice el biólogo, lo que cambia es la relación entre sus distintas zonas. “Con una educación negativa la amígdala cerebral se vuelve más reactiva a las emociones negativas, y la zona que gestiona las emociones, la prefrontal, tiene menos capacidad de gestionar la ansiedad, el estrés”, continúa. A esos menores, más apáticos, les cuesta más motivarse. Pueden caer en el consumo de drogas en su búsqueda de estímulos.

Para poder extraer conclusiones, los expertos necesitan un número muy amplio de voluntarios y a través de tests deducen el estilo educativo de los cabezas de familia. Según Bueno, en España la parentalidad negativa es más habitual en hogares de nivel sociocultural muy alto o muy bajo. ¿Qué vemos en la aristocracia española? “Muchas juergas. Y eso es por una falta de apoyo parental. Exigen mucho y no dan nada a cambio emocionalmente hablando. O dejan que otro se implique por ellos. No hacen su papel de progenitores. Y las familias pobres a veces delegan en las calles o en el sistema educativo. No cumplen con la necesidad emocional que tienen sus hijos de que estén presentes para ellos”.

Sarah Whittle, psiquiatra y psicóloga australiana del Centro de Neuropsiquiatría de Melbourne, comprobó que crecer en un barrio pobre o desfavorecido provoca cambios en la función cognitiva y en la salud mental de los niños. Encuestó a 7.500 menores de distintas clases sociales y sugirió que sería útil que tanto los padres como los profesores de estos menores recibieran apoyo para entender que sonreír con frecuencia a los pequeños y hacerles sentir queridos cuando estén enfadados o enrabietados puede compensar otros aspectos negativos de su entorno vital.

¿Qué sucede cuando castigamos?

Cuando castigamos a un menor, ¿qué es lo que pasa en su cerebro? Como ha escrito el psicólogo y doctor en educación Rafa Guerrero (autor de Educar en el vínculo, de 2020), al niño se le activan las zonas inferiores del cerebro, las encargadas de la supervivencia. Se liberan grandes dosis de adrenalina y cortisol, lo que incita a la acción e impide pensar. El castigo invita ciegamente a la venganza. “Al estar hiperactivada la parte del sótano cerebral (instintos y emociones), difícilmente se puede conectar con el ático cerebral (pensamiento crítico, razonamiento, funciones ejecutivas, etcétera). No podemos ser conscientes ni pensar sobre lo ocurrido y solo obedecemos a nuestra parte más instintiva y emocional”. No existe un aprendizaje real. Para ello es imprescindible el amor, el respeto, la paciencia y los buenos tratos.

Y si no podemos castigar a nuestros hijos, ¿de qué forma podemos hacer que entiendan las normas que intentamos transmitirles? “Ese es el quid de la cuestión”, dice Guerrero. No faltan voces que sostienen que un azote, o encerrar a un niño de dos años en una habitación ayuda a que mejore su comportamiento, como dice la psicoanalista francesa Caroline Godman. Pero la neurociencia apunta en otra dirección. “En España se diría que solo hay dos tipos de padres”, dice el neuropsicólogo experto en educación Álvaro Bilbao: “Los padres superpermisivos que no ponen límites y los padres tradicionales de mano dura”. Pero hay, destaca, un nutrido grupo intermedio que pone límites con firmeza, o por lo menos lo intenta, ayudando a los menores a tener confianza y seguridad en sí mismos.

Durante el confinamiento de 2020, cuando aumentaron los conflictos internos en las familias, se incrementaron las peticiones de cursos de gestión de las emociones para los padres. Mari Carmen Morillas, presidenta de la Federación de Padres y Madres del Alumnado de la Comunidad de Madrid Giner de los Ríos, cuenta que han pedido al Gobierno regional que añada la figura del psicólogo en los centros educativos, donde también existe la educación negativa, para que haga una labor trasversal con los menores y también con educadores y padres.

Gueguen, siempre emocionada con el avance científico que se está dando en los últimos años, tardó en enterarse de la publicación del libro de Damasio, pero, una vez lo leyó, entendió que ante la evidencia de que los humanos nos vemos influenciados por nuestros sentimientos, urgía que se tomaran medidas para que muchos padres tuvieran una relación más saludable con sus propios hijos. Le preocupa lo que llama “la fidelidad incondicional de los hijos hacia sus padres”. Es decir, que aquellos padres que han sido a su vez educados de una forma dura o con signos de maltrato replican a menudo ese modelo. “Puede ser muy doloroso poner en duda a los propios padres”, afirma Gueguen. “Muchos hacen propias frases como ‘así aprenderás’, ‘así progresarás’, mientras los castigan”.

Desde hace cinco años, la pediatra forma a profesionales de la infancia como médicos, psicólogos, educadores o matronas y dirige una diplomatura de la Sorbona de acompañamiento en la crianza. En 2018 publicó Feliz de aprender en la escuela. Cómo las neurociencias afectivas y sociales pueden cambiar la educación (Grijalbo). Gueguen resume lo que se espera de un padre que intenta educar a un hijo de la forma correcta: se trata de una persona ante todo empática y benevolente consigo misma, conectada con sus propias emociones, que sabe expresarlas y habla de ellas con su hijo. “Sabe que criar a un hijo es una fuente de felicidad, pero también puede ser extremadamente difícil, que cometerá errores y que ver a tus padres reconocerlos y disculparse es muy educativo para el niño”. Cuando el progenitor ha desarrollado esta benevolencia hacia sí mismo, sabe cómo transmitirla a su hijo y este, a su vez, “florece”, asegura.

Un llamamiento

Gueguen era una de las expertas que tenían los oídos bien abiertos cuando la Organización Mundial de la Salud y Unicef publicaron un llamamiento a los gobiernos pidiendo la puesta en marcha de un mínimo de cinco sesiones de acompañamiento en crianza para padres o tutores de menores. Por desgracia, el llamamiento se publicó en plena ola poscovid, y no tuvo la difusión esperada. Se basaban “en más de 200 ensayos” publicados en los últimos 20 años. Sostienen que asistir educativamente a los padres cuando vayan a ponerle las vacunas al menor tendría efectos enormemente positivos para la salud mental de los pequeños. “Lo creemos porque se ha comprobado”, afirma Benjamin Perks, representante adjunto de Unicef. “Tenemos los datos delante de nuestras narices. Es el momento de poner en marcha estos programas de apoyo, el daño que causan estas prácticas está muy extendido y los datos demuestran que es posible prevenirlo. En EE UU y Europa se gasta alrededor de 1,2 billones de euros para paliar este problema. Por una fracción lograríamos que la situación mejorara infinitamente”, termina Perks.

“Es preciso que los padres y los educadores sean acompañados a lo largo de sus vidas y profesiones”, insiste Gueguen. Necesitan, dice, ser comprendidos, no culpabilizados y que sepan que ocuparse de un menor puede ser muy difícil, altamente exigente y que se equivocarán a menudo y necesitarán apoyo.

Para el neurólogo Antonio Damasio, el hombre que nos quitó la venda de los ojos, ¿cuál debería ser el siguiente paso en la investigación? “La consciencia de nosotros mismos y de los demás está muy relacionada con nuestras emociones, no con nuestro intelecto”, afirma. “Y creo que lo que deberíamos empezar a investigar qué papel juega realmente: ¿qué rol tiene la consciencia en nuestro cerebro?”.

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