Subrogados todos

Podríamos hablar de cómo cambiarlo, pero antes hay que asumir la realidad: el mundo es un supermercado para ricos

Un sintecho y dos hombres bien vestidos en la calle Oxford, en Londres.Richard Baker (getty Images)

El diputado Íñigo Errejón, socialdemócrata esclarecido, dijo el otro día algo conmovedoramente ingenuo: “Los ricos se creen que el mundo es un supermercado”. Caramba, señor Errejón. No es que lo crean, es que es así. Recurriendo a aquello de Karl Marx, podríamos hablar de cómo cambiar el mundo, pero antes hay que asumir la realidad. El mundo es un supermercado para los ricos.

Estarán ustedes al tanto, señor Errejón e hipotéticos le...

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El diputado Íñigo Errejón, socialdemócrata esclarecido, dijo el otro día algo conmovedoramente ingenuo: “Los ricos se creen que el mundo es un supermercado”. Caramba, señor Errejón. No es que lo crean, es que es así. Recurriendo a aquello de Karl Marx, podríamos hablar de cómo cambiar el mundo, pero antes hay que asumir la realidad. El mundo es un supermercado para los ricos.

Estarán ustedes al tanto, señor Errejón e hipotéticos lectores, de que en las últimas décadas los ricos se han hecho más ricos, y los pobres, más pobres. Hoy por hoy, ese es el hecho más relevante en el planeta. Más relevante que el cambio climático, más que la guerra en Ucrania. Más que cualquier cosa que podamos imaginar. Porque el rico tiene capacidad de compra y el pobre necesita ofrecer lo poco que posee: su trabajo, más y más devaluado, y su cuerpo, que puede valer algo en el mercado.

El mercado suele asociarse a la palabra “libre”. “Libre mercado”. Ah, la libertad. Las prostitutas no esclavizadas (y los prostitutos en situación parecida) suelen, con todo el derecho, invocar la libertad para alquilar su piel y sus genitales. También es libre quien vende uno de sus riñones para obtener un dinerillo. Cada uno es dueño de su cuerpo.

Pero ¿qué pasaría si la persona que se prostituye o la que vende un riñón ingresaran en el consejo de, pongamos, Iberdrola? Yo creo que cambiarían su política comercial. Respaldo mi opinión con un hecho empírico: no se sabe de ningún consejero de Iberdrola que vaya por ahí prostituyéndose (en sentido físico) o vendiendo riñones.

O sea, que todo depende de los recursos y deseos del comprador y de las necesidades y miserias del vendedor. Ricos y pobres, lo de siempre.

Dudo que la moralidad tenga que ver con esto. La moralidad (no confundir con la ética) es un constructo con el que nos explicamos colectivamente y propiciamos la convivencia. El constructo varía con las épocas. En su momento los espíritus más nobles y sabios, desde Aristóteles hasta Voltaire, defendieron la esclavitud como algo perfectamente moral. Ahora la esclavitud no está bien vista. Hoy la vida se enmarca en el mercado: contratamos, subcontratamos, compramos, vendemos, alquilamos. Ahora subrogamos. Esa es la palabra.

Subrogar consiste en “sustituir o poner a alguien o algo en lugar de otra persona o cosa”, según el Diccionario de la RAE. Cuando contrato a alguien para que limpie mi retrete estoy subrogando y, albricias, creando un puesto de trabajo. Si yo dispusiera de muchos recursos y la persona contratada para el retrete sufriera espantosas necesidades, estaría mal visto que obligara a esa persona a hacerlo con la lengua. Sin embargo, según van las cosas en cuanto a distribución de renta y de salarios, lo de la lengua no tardará en formar parte de la moral mayoritaria. Oigan, será un trabajo. Y, como se decía en el portalón de Auschwitz, “el trabajo os hará libres”. De vivir lo suficiente, no descarto aportar mi propia lengua para dar brillo a un inodoro.

Mientras algunos puedan comprar lo que quieran y otros necesiten vender lo que puedan, sólo vale la pena discutir sobre cómo acabar con esto.

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