¿Hay que aislar a la ultraderecha?
Las encuestas apuntan que Vox podría obtener en torno al 10% de los votos el 4-M. La posibilidad de un Gobierno de coalición con el PP reaviva el debate sobre los cordones sanitarios ante la extrema derecha. ¿Es eficaz una medida tan radical como esa o puede llegar a ser contraproducente? ¿Cómo ha sido la experiencia en otros países de Europa?
Cuando lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer, aparecen libros fascinantes como El gatopardo —aquel “que todo cambie para que todo siga igual”—, pero en ese interregno que solemos llamar crisis afloran también una gran variedad de “síntomas mórbidos”, por decirlo a la manera de Antonio Gramsci. En todos los ámbitos. Cuando el muro de Berlín se derribó había 16 vallas fronterizas en todo el planeta; hoy son unas 80, a pesar de que los muros son una medida más propia de la Edad Media que de...
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Cuando lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer, aparecen libros fascinantes como El gatopardo —aquel “que todo cambie para que todo siga igual”—, pero en ese interregno que solemos llamar crisis afloran también una gran variedad de “síntomas mórbidos”, por decirlo a la manera de Antonio Gramsci. En todos los ámbitos. Cuando el muro de Berlín se derribó había 16 vallas fronterizas en todo el planeta; hoy son unas 80, a pesar de que los muros son una medida más propia de la Edad Media que de sociedades capaces de volar drones en Marte. En economía es increíblemente difícil espigar uno solo de esos síntomas, pero allá va: el nivel de desigualdad en Occidente está por las nubes; en España hay 20 personas más ricas que el 30% más pobre, según los datos de Oxfam. Pero tal vez es en la política donde los síntomas mórbidos están más a flor de piel, en un estado del malestar que se traduce en un crescendo de la extrema derecha y los populismos, en un clima de polarización, en una fractura de la relación gobernante-gobernado que deja muy tocadas las democracias liberales. Madrid es la próxima parada de ese tren. Si hay que fiarse de las encuestas, Vox se hará con un 10% de los votos el 4-M: eso supone más o menos repetir resultado, pero abre la puerta a la posibilidad de gobernar en coalición con el PP de Isabel Díaz Ayuso. El partido de Santiago Abascal, fundado en 2013 por exdirigentes del PP, penetró en las instituciones en las elecciones andaluzas de 2018 y se convirtió en la tercera fuerza en el Congreso en las últimas generales (aunque también pinchó en Galicia y País Vasco). Ahora puede dar un salto espectacular y gobernar en coalición. ¿Es lícito tratar de aislar a los partidos ultras con cordones sanitarios? ¿Qué dice la literatura comparada, qué ha ido pasando en Europa en los últimos tiempos? Y aún más: ¿funciona esa medida o puede llegar a ser contraproducente?
“Lo más seguro es que quién sabe”, dice un proverbio caribeño, pero una decena de politólogos y sociólogos tratan de responder a esas cuestiones en esta pieza. La respuesta corta es sí: el cordón sanitario es lícito; para gobernar hay que forjar alianzas, y dejar a un partido fuera de las coaliciones no supone traspasar ninguna línea roja. Pero la verdad, si es que existe ese bicho, es que la respuesta larga es más matizada: hay varios casos que atestiguan que esa medida tan radical puede acabar condenando a la irrelevancia a los ultras; pero también hay ejemplos que demuestran que ese invento tan francés del cordon sanitaire puede acabar teniendo efectos nocivos.
El politólogo Cas Mudde ofrece un sí salpicado de peros. “No creo que sea posible aislar completamente a la extrema derecha, porque sus ideas están ya en el corazón de muchas sociedades. Bélgica, Francia y Alemania lo han conseguido en distintas fases, pero no han podido evitar que esas ideas calen hondo. Los partidos mayoritarios deben esforzarse en combatir las propuestas ultras, pero en función del contexto político las alianzas también son posibles”. El PP, dice Mudde, está más cerca de Vox que del PSOE en muchos asuntos; si no hay cordón, Díaz Ayuso “debería establecer límites muy claros en esa coalición”.
Aclarar los límites del PP madrileño no parece tarea fácil. “Pactar con Vox no sería el fin del mundo”, ha repetido Díaz Ayuso durante la campaña. Y puede que el fin del mundo esté lejos, pero la democracia “está en peligro cuando la clase política no aísla a los extremistas”, afirma Camino Mortera, del Centro para la Reforma Europea. “España llegó tarde a la fiesta del populismo, pero parece que nos hemos sacudido de golpe los complejos políticos equivocados”, remacha, para recordar que los cordones sanitarios pueden funcionar, tal vez, “en países menos propensos al drama”. El profesor Ignacio Sánchez-Cuenca es partidario de acordonar a la extrema derecha sin miramientos. “Hay que debatir con ellos, en televisión y en el Parlamento: sería una perversión política hacerles el vacío cuando tienen miles de votos. Pero no hay que permitir que entren en gobiernos y socaven las instituciones”. “En España eso se ve como un tabú democrático, pero con nuestro sistema ser el primer partido no implica gobernar: hay que formar alianzas, y ahí es preferible que no estén los ultras. Si son irrelevantes en la formación de gobierno es más fácil que pierdan pie”. Sánchez-Cuenca cree que eso implica que la izquierda permita gobernar a Ayuso con sus votos. “Pero me temo que el dilema no está en la izquierda, sino en la derecha”, prosigue. “El centroderecha puede hacer como Angela Merkel en Alemania, rechazar a los ultras porque son una bomba nuclear, o como parece tener la tentación de hacer el PP en Madrid, decir que son unos chicos un poco gamberros pero que no es para tanto”, critica.
Steven Levitsky, profesor en Harvard, ironiza: “Si los politólogos tuviéramos una respuesta cristalina a esa pregunta, tendríamos trabajos mucho mejor pagados: me temo que Europa no ha encontrado aún la salida a ese laberinto de cómo aislar a los ultras”. Ken Roberts, profesor de Cornell, ve ventajas en los cordones “sobre todo si se hacen a partidos que no respetan las reglas del juego y pueden acabar destrozando la democracia desde un gobierno”. Pero nada es sencillo en las procelosas aguas de la política. Nicolas Sarkozy rechazaba las coaliciones con esos partidos y descartaba cualquier concesión a sus demandas, pero al mismo tiempo copiaba sus políticas de inmigración y convirtió a su propio partido en un Frente Nacional light. Hay todavía un segundo efecto nocivo: “Al aislarlos se convierten en única alternativa al establishment, se alimenta esa pulsión antisistema que les da tantos votos”, afirma Roberts. El partido abiertamente racista Vlaams Belang, tan hospitalario con el expresident Carles Puigdemont en la Bélgica flamenca, resumía esa cartelización de la política con un lema: “Uno contra todos y todos contra uno”.
¿Y si hubiera soluciones más sutiles pero a la larga mejores? Jean-Yves Camus, investigador de la Fundación Jean Jaurès, apunta que la estrategia más eficaz es doble: “Los conservadores deben abstenerse de usar el lenguaje y las ideas de los ultras, y la izquierda tiene que esforzarse por dar respuestas precisas y argumentadas a los temas que plantean sobre identidad nacional, inmigración, globalización… Esas respuestas de los partidos mayoritarios no pueden ser una copia al carboncillo de las de los populistas”. La cobardía del ejemplo suele ayudar en estos casos: el cartel supuestamente publicitario de Vox (“un mena [menor no acompañado], 4.700 euros al mes; tu abuela, 426 euros”) es absolutamente falso. Pero no basta con demostrarlo con datos: los partidos deberían recordar a los electores que las propuestas de Vox pasan por privatizar el sistema de pensiones. Más allá de las moralinas y de llevarse las manos a la cabeza, casi nadie ha hecho eso en Madrid.
Guillermo Fernández, investigador de la Complutense, lleva años estudiando el caso francés. Y subraya el error que supone atacar a los ultras desde un punto de vista moral: “Los partidos tradicionales responden a las barbaridades que proponen los extremistas desde claves morales. Demonizarlos no ayuda: los populistas le dan la vuelta al argumento y atacan la supuesta superioridad moral de los partidos tradicionales. Lo que hay que hacer es ir a los debates y preguntarles por sus posiciones políticas, por su gestión cuando la ha habido. Cuando eso sucede dejan de parecer iluminados”. Desafortunadamente, Abascal y compañía ponen el capote de la hipérbole y los partidos de izquierda y centroderecha meten la testuz. Fernández sí es partidario del cordón sanitario. “Pero sería más interesante que el PP no comprara ese marco del nacionalismo español, que ha salido del armario como respuesta a los excesos del procés y que acaba blanqueando a Vox”. También Sánchez-Cuenca, autor de un libro al respecto (La confusión nacional), cree que Vox es “básicamente, un partido nacionalista español, neoliberal en lo económico y ultraconservador en lo demás” que surge como reacción a los años duros del desafío independentista. “El PP logró mantener dentro a la extrema derecha durante años. Pero cuando el desafío catalán fue a más, los más radicales explotaron con habilidad —aquello de la derechita cobarde— el enorme cabreo en varias capas del partido con Mariano Rajoy, que a su juicio estaba siendo demasiado blando”, señala.
El 99% de los manuales firmados por politólogos hasta hace un lustro explicaban estupendamente las razones de por qué en España era impensable un partido de ultraderecha. Por el sistema electoral. Por el talento del PP para aglutinar a todas las derechas. Por la falta de espacio: con los ejes derecha-izquierda y centro-periferia no parecía haber sitio para la dicotomía nacionalismo xenófobo-sociedad abierta y multicultural. Todo eso saltó por los aires cuando Vox irrumpió en el Parlamento andaluz. El diplomático José María Ridao va más atrás en el tiempo para dar una explicación a ese fenómeno: “El PSOE gana las elecciones en 1982 con un programa socialdemócrata, y con el capital político de haber sido decisivo en la Transición; el PP ganará en 1996 más por el desgaste del PSOE que por sus aportaciones al orden constitucional. El PSOE había renunciado al marxismo; el PP nunca rompió del todo con el pasado, y jamás ha contribuido a forjar el imaginario constitucional. Mientras está en el poder, le basta con el independentismo y ETA para mantener dentro del partido a las distintas corrientes. Pero cuando pierde el poder el PP termina rompiéndose: de ahí sale Vox, al que le basta con sacar la bandera del nacionalismo español”. Ese origen hace que al PP le sea tremendamente difícil aceptar un cordón sanitario para Vox, concluye Ridao: “El único factor de estabilidad es, una vez más, Europa. Mientras los ultras sigan sin ganar en Alemania y Francia, no hay forma de que esa fórmula prospere: los líderes ultras de Europa del este son muy marginales y la victoria de Joe Biden puede achicar ese espacio”.
¿Trae Biden la posibilidad de un momento pospopulista? “En absoluto”, dispara Alain de Benoist, pope intelectual de la llamada nueva derecha. “Los experimentos populistas terminarán bien o mal, pero no van a desaparecer. La razón es simple: las causas del populismo (descrédito de la clase política, crisis de la democracia liberal, precarización, patologías sociales relacionadas con la inmigración) están hoy más presentes que nunca en la cabeza de los europeos”, subraya. La fotografía actual del populismo de extrema derecha presenta claroscuros: mientras en algunos países va claramente a la baja (AfD en Alemania, Liga en Italia), en otros se mantiene o crece: la covid no ha provocado la sacudida en el tablero que muchos predecían. Madrid es la prueba. Y Europa mirará hacia aquí el próximo martes: “Es curioso, Abascal es aún más radical que Le Pen en lo relativo a valores culturales. Hace unos años partidos como Fuerza Nueva no tenían ninguna oportunidad: Vox demuestra que la extrema derecha puede revivir incluso cuando parece una reliquia de un pasado lejano”, cierra Jean-Yves Camus desde París.
Francia: un éxito que pierde fuelle
El principal instrumento para aislar a la extrema derecha en Francia es el llamado frente republicano: la unión de todos los partidos contra el Reagrupamiento Nacional, el antiguo Frente Nacional, que funciona en parte gracias al sistema electoral francés, mayoritario a dos vueltas. En 2002, Jean-Marie Le Pen se clasificó por primera vez para la segunda vuelta de las presidenciales. El otro clasificado era el entonces presidente, Jacques Chirac, líder de la derecha. El frente republicano se formó entonces, desde la extrema izquierda a la derecha, y Chirac sacó un 80% de votos; Le Pen, un 20%. En 2017, el cordón fue más tibio: Emmanuel Macron sacó el 66% y Marine Le Pen, el 34%. Ese frente se reproduce, con contadas excepciones, en todas las elecciones. Como resultado, Le Pen, pese a cosechar más de 10 millones de votos en las últimas presidenciales y pese a ganar las europeas de 2019, no toca poder en Francia. Apenas gobierna una decena de municipios (de 36.000) y no tiene grupo parlamentario en la Asamblea Nacional. Pero el cordón empieza a sufrir desgaste: en el fondo Le Pen no ha dejado de subir desde que irrumpió en los ochenta. Los sondeos coinciden en que, si Macron y Le Pen se enfrentan en la segunda vuelta de 2022, la distancia se recortará respecto a 2017.
Alemania: el nein de Merkel
Desde que el partido de ultraderecha Alternativa para Alemania (AfD) entró en el Parlamento en septiembre de 2017, con el 12,6% de los votos, el resto de formaciones mantienen un cordón sanitario con los ultras. Hasta ahora AfD no ha figurado en ninguna coalición para formar gobierno en un Estado federado; tampoco se han usado sus votos para facilitar uno. La única brecha se produjo el año pasado y causó una formidable tormenta política que acarreó dimisiones. Tras las elecciones en Turingia, el candidato liberal fue elegido con los votos de la CDU, el partido de Angela Merkel, y los de AfD. La canciller rechazó esa posibilidad y el escándalo fue de tal calibre que el acuerdo duró apenas 24 horas.
La fisura del cordón en Bélgica
Bélgica es uno de los socios de la UE con una corriente más longeva y potente de ultraderecha, con un cordón sanitario establecido por el resto de formaciones desde 1991. El éxito de partidos como Vlaams Belang es fruto de la simbiosis entre la xenofobia alimentada por algunos líderes políticos en un país con un 17,5% de población nacida en el extranjero y las aspiraciones independentistas de una parte de los votantes de Flandes, la región más poblada de las tres que componen el Estado belga. El cordón sanitario, defendido sobre todo por la democracia cristiana y los socialdemócratas, se ha resquebrajado en los últimos años tras el éxito de la Nueva Alianza Flamenca (NVA), una formación menos extremista y más pragmática que VB. El hoy presidente del Consejo Europeo, el liberal Charles Michel, rompió el tabú y aceptó en 2014 formar un gobierno de coalición con la hasta entonces proscrita NVA. Michel comprobó después el riesgo de echarse en brazos de los ultras: la NVA dejó caer a su Gobierno cuando sus votantes buscaron posiciones más radicales frente a la inmigración y por la división del país. Desde entonces la fisura del cordón sanitario se ha ampliado y la NVA amaga de manera repetida con apoyarse en VB para gobernar en el ámbito local o regional.
Farage en Bruselas y Johnson en Downing Street
El momento más dulce de la ultraderecha populista del Reino Unido lo vivió con el UKIP de Nigel Farage en 2014, cuando llegó a ser el partido británico más votado en unas elecciones al Parlamento Europeo, con más de 4,3 millones de votos. Un año después, sin embargo, una cifra similar de votos apenas le dio un diputado en la Cámara de los Comunes. El verdadero cordón sanitario impuesto a un partido claramente xenófobo, racista y homófobo es el sistema electoral mayoritario del Reino Unido: el ganador de cada circunscripción se lleva el escaño, y el resto de votos acaban en la basura. Eso, y la usurpación sin complejos del discurso de Farage por parte del Partido Conservador de Boris Johnson, con un rostro más amable y supuestamente más liberal. Johnson sacó al Reino Unido de la UE, ha impuesto un nuevo sistema de inmigración mucho más duro que el anterior, y en el conflicto cultural que enfrenta a izquierdas y derechas, no tiene ningún problema en defender que las estatuas de antiguos esclavistas sigan en pie y niega cualquier tipo de racismo en el país. Existe una ultraderecha nacionalista inglesa que convenientemente agitada puede derivar en tragedia, como ocurrió con el asesinato de la laborista Jo Cox durante el referéndum de 2016, pero el votante harto de la globalización y temeroso de una hipotética invasión de inmigrantes se siente hoy a gusto con Johnson en Downing Street.
Holanda: Wilders, acordonado
El Partido para la Libertad (PVV) del líder holandés de ultraderecha, Geert Wilders, es hoy la tercera fuerza del país: tiene 17 escaños de un Parlamento de 150, y solo le superan los liberales de derecha (VVD) que suman 34 diputados, y los liberales de izquierda (D66) con 24. Pero nadie quiere alianzas con él: lo más cerca que ha estado del poder Wilders fue entre 2010 y 2012, durante el primero de los cuatro mandatos consecutivos de Mark Rutte, liberal conservador y actual primer ministro en funciones. Wilders apoyó desde el Parlamento a un Ejecutivo en minoría, formado por el partido del propio Rutte y la democracia cristiana, y después lo dejó caer porque no estaba de acuerdo con la magnitud del ajuste calculado para afrontar la crisis financiera. De todos modos, algunas de sus propuestas sí han tenido gran eco. La más llamativa es la moción de censura presentada este abril contra Rutte, al que acusó de haber mentido durante las negociaciones para formar una nueva coalición tras las pasadas elecciones del 17 de marzo. En una tensa jornada, Rutte sobrevivió por los pelos. Después de ese día, que podría calificarse de éxito personal del líder de ultraderecha, la situación volvió a la casilla de salida: está fuera del poder y anclado en la oposición. Lo mismo le ocurre a su principal rival en el bando de la ultraderecha, Thierry Baudet, cabeza de lista de Foro para la Democracia (FvD). Tiene ocho escaños, pero nadie se le acerca para gobernar.
Con información de Marc Bassets, Rafa de Miguel, Elena G. Sevillano e Isabel Ferrer.