Vincent Cassel: “Una película política envejece muy rápido, los panfletos revolucionarios al cabo de un año nos dan igual”
El actor, que saltó a la fama con películas duras como ‘El odio’, habla de la fama, la rabia, la calma, el cine y su nuevo proyecto: una colección de moda junto a The Kooples
Son solo unos minutos, entre el “acción” y el “corten”, cuando la cámara se pone a rodar, los focos se encienden y el actor se queda solo ante su personaje en un equilibrio precario y sublime en el que todo es nuevo y todo puede suceder. Es el juego. Antes y después de estos instantes mágicos, explica el actor Vincent Cassel (París, 1966), lo que él hace es otra cosa. Las horas de espera. El laborioso montaje posterior. Los viajes. Las entrevistas. La promoción. Es, en resumen, el trabajo. Cuando a finales de noviembre no...
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Son solo unos minutos, entre el “acción” y el “corten”, cuando la cámara se pone a rodar, los focos se encienden y el actor se queda solo ante su personaje en un equilibrio precario y sublime en el que todo es nuevo y todo puede suceder. Es el juego. Antes y después de estos instantes mágicos, explica el actor Vincent Cassel (París, 1966), lo que él hace es otra cosa. Las horas de espera. El laborioso montaje posterior. Los viajes. Las entrevistas. La promoción. Es, en resumen, el trabajo. Cuando a finales de noviembre nos recibe en un apartamento habilitado como estudio fotográfico en la rive droite de París, se encuentra no en el momento del “juego” sino en el del “trabajo”, el de la promoción.
Este hombre que no deja de sonreír en todo momento, que sabe responder con frases inteligentes, que sabe dar la impresión incluso en algún momento de que revelará algo privado, en realidad está trabajando, y lo recuerda varias veces durante la conversación, porque este trabajo —una “mascarada útil”, dirá— es lo que menos le gusta de su vida de actor, aunque lo haga con la profesionalidad de los veteranos.
Cassel es uno de los tres o cuatro actores que han marcado el cine francés desde principios de los años noventa y uno de sus representantes más internacionales con películas como El odio, Enemigo público número 1, Ocean 13, Cisne negro o la más reciente Especiales. Ahora no promociona ninguna película. Los meses de pandemia y confinamiento han dejado a medio gas la industria cinematográfica, aunque él no ha dejado de leer guiones y preparar proyectos. Un nuevo Astérix, una serie para Apple TV, Los tres mosqueteros... Lo que promociona es una campaña junto a su mujer y madre de su hija pequeña, la modelo Tina Kunakey, para la firma de ropa The Kooples. La actriz Monica Bellucci es la madre de sus dos hijas mayores.
“No soy un fashionista”, declara de entrada. Quiere decir que no se identifica como un especialista en moda o un aficionado a las marcas exclusivas y al lujo, ni tampoco es original a la hora de vestir. Explica que le gusta la ropa “que puede llevarse en cualquier ocasión... la que podría llevar en Río”, añade. A Brasil lleva viajando periódicamente desde los 20 años y allí ha residido buena parte de la última década. Es un lugar donde ha podido sentirse extranjero, una posición en la que se siente cómodo, con distancia respecto al país de donde viene y el país donde vive.
Una de las particularidades de The Kooples es que, en sus campañas, pone en escena a parejas. En este caso, es Kunakey quien, inspirándose en el armario de Cassel, ha creado un vestuario compartido para hombres y mujeres. La experiencia saca al actor de su terreno habitual y, al mismo tiempo, pone en escena a un matrimonio real. “Ya lo hacíamos antes. Por medio de Tina he descubierto las redes sociales. Antes no las usaba”, dice. “Para una persona pública, es una manera de divulgar lo que te apetece divulgar. Uno se convierte en su propio medio, en cierta manera. Se ofrece una imagen que hace soñar, sin exponer los ups and downs [los altibajos], sino más bien los ups”, explica.
Cuando se le pregunta qué tienen en común el mundo de la moda y el cine, responde: “La representación y el narcisismo”. ¿Es él narcisista? “No es que me guste serlo, pero imagino que si no lo fuese un poco, no estaría ahora sentado en un sofá de cuero de color crema contando mi vida”, dice. “Es muy raro, porque hay contradicciones en este oficio. Está el aspecto narcisista y, al mismo tiempo, sucede que a mí no me gusta verme. Ya no me interesa”. Vincent Cassel no mira sus propias películas si puede evitarlo. No es que sufra viéndolas. No le interesan, y punto.
“Con el tiempo, me he dado cuenta de que lo que es interesante en mi oficio, y no me refiero a la moda, no es hablar de ello, sino el momento de hacerlo”, argumenta. “En la palabra ‘actor’ hay algo que se refiere al instante, entre ‘acción’ y ‘corten’. Esto es lo interesante. Es un proceso orgánico que todavía hoy me apasiona. El resto –el antes y el después– es trabajo”.
La magia del rodaje la descubrió de pequeño, con su padre, el actor de comedias Jean-Pierre Cassel, de quien seguramente aprendió el oficio “por mimetismo”. Pero de él también aprendió que, en este oficio, no hay reglas, y quienes dicen que las hay mienten. “El actor”, sostiene, “es un animal obligado a adaptarse a todo: al director, la historia, el personaje, los otros actores, al decorado, a las condiciones del rodaje”. Y añade: “Otra cosa que me gusta en este oficio es que nunca sabes qué ocurrirá. De repente me encuentro a la salida del confinamiento haciendo publicidad de ropa con mi mujer”.
Cassel pasó el primer confinamiento, el que en primavera del pasado año paró en seco la economía y también la cultura de más de medio mundo, en una casa del suroeste de Francia. Acababa de regresar de Brasil y dedicó aquellas semanas a leer guiones y ver películas del director italiano Paolo Sorrentino, a quien tiene en un pedestal.
“El confinamiento fue bastante difícil”, recuerda, “porque acostumbro a moverme bastante y a huir de lo que me aburre o molesta. Encontrarme de golpe encerrado me llevó a hacerme muchas preguntas. Sin entrar en detalles personales, me hizo afrontar cosas respecto a mí mismo y a las personas que me rodean. Me pareció bastante doloroso, angustioso. Me dije que, más allá del virus, quizá fuese un momento en que, a fin de cuentas, uno está obligado a mirar algunas cosas cara a cara. Y finalmente prefiero tomarlo como un tiempo ganado en vez de perdido. Enfrentarme a las cosas y actuar me hubiera podido llevar años, y de repente me vi obligado a hacerlo en dos meses. No es fácil, pero creo que es positivo”.
A Cassel no le gusta revelar mucho de su vida privada. Es tan cauto que se hace difícil saber a qué alude exactamente. Pero, ¿qué es lo que durante estos meses miró cara a cara? ¿A qué se vio confrontado? “Le diría: a las responsabilidades, al lugar de cada uno en una familia”, responde. “Decir más sería demasiado preciso. Estar encerrado con un grupo de personas, sean quienes sean, acaba volviéndose complicado. Dos meses sin salir de una casa es largo. Y yo me encontraba en una casa estupenda. Pero imagino a cuatro o cinco personas en un apartamento en París... Yo no sé cómo lo habría vivido”.
Vincent Cassel ha trabajado en Francia y en Estados Unidos. En películas independientes y no aptas para todos los públicos. “No me apetece demasiado que mis hijas vean Irreversible”, dice sobre un filme con escenas de torturas y violación que para nadie, tampoco los adultos, resulta fácil de ver. En Hollywood ha encarnado al personaje tópico del francés sofisticado y seductor, y a veces perverso y poco de fiar. Pero siempre se le identificará con El odio, la película de 1995 dirigida por Mathieu Kassovitz que narraba una jornada particular de tres muchachos de la banlieue: un árabe, un negro y un judío. Cassel interpretaba a este último, Vinz. El odio es más que una película, es un icono de la cultura francesa contemporánea. Mostró, a los franceses y al resto del mundo, una Francia urbana que raramente salía en la gran pantalla. Su mundo cotidiano, sus pequeñas vidas atrapadas en un torbellino incontrolable.
Puso el dedo en la llaga de una fractura que este país no ha sabido resolver y que incluso se ha agravado. A la discriminación, los guetos urbanos, la violencia policial, se ha sumado en las primeras décadas del siglo XXI el islamismo, inexistente en el filme y, en cambio, ya presente en Los miserables, la película de Ladj Ly que fue candidata a los Oscar en 2020 y que es una especie de actualización de El odio un cuarto de siglo después. “Lo que gustaba es que ahí estaba todo: era formalmente sublime, había un fondo social fuerte, pero sin dogmatismo, era casi una comedia, divertida, triste. Lo tenía todo. No nos acordamos de las pelis por razones sociales, sino porque capturan algo de la época y lo superan artísticamente. Una peli política envejece muy rápido: los panfletos revolucionarios al cabo de un año nos dan igual. Una película debe ser una historia, una fábula que funcione más allá del aspecto social”.
El Vinz de El odio se identificó durante mucho tiempo con los personajes típicos de Cassel: cólericos, incontrolables, violentos, hombres que arrastraban una herida que acababa supurando, y el espectáculo no era bonito. Así fue en las dos películas sobre la vida del criminal Jacques Mesrine, y también en Irreversible. “Debía tener en mí esa parte de cólera para poder representar este papel”, dice al hablar de El odio. “Pero yo no vengo de ninguna barriada. No he sufrido esos problemas. Tengo una educación más bien artística en un ambiente burgués”.
Hoy resulta curioso ver seguidas El odio y Especiales, de Olivier Nakache y Éric Toledano, una de las últimas películas protagonizadas por Vincent Cassel, estrenada en 2019. Porque, si podemos decir que Los miserables es la actualización de El odio, Especiales podría ser su secuela. Cassel vuelve a interpretar a un judío de la banlieue, Bruno, pero no se trata de un adolescente excitado sino de un cincuentón humano y sabio que trabaja con niños autistas. “Quizá, si Vinz no hubiese muerto y hubiese aprendido algo, podría haber acabado como el tipo de Especiales”, dice.
¿Y Cassel? ¿Ha madurado como este Vinz- Bruno imaginario? “Sin duda hay cosas en los que me he calmado, he entendido. Relativizas”. Esta evolución también puede interpretarse como un cambio en cierto modelo masculino: un universo separa a ambos personajes, aunque como dice Cassel podrían ser el mismo. “No vivimos como nuestros padres, y para mí eso tiene un lado positivo”, afirma. “Espero que mis hijas me conozcan mejor de lo que yo conocí a mi padre, aunque él era un tipo magnífico. Pero en aquellos años el padre representaba la autoridad y al hacerlo te pierdes parte de la dulzura de la relación con los hijos”.
A Cassel siempre le recuerdan a su padre, que era un actor famoso, pero menos a su madre, Sabine Cassel-Lanfranchi, que fue periodista en la revista Elle. “La seguí un poco durante un tiempo: le hacía de asistente de fotografía. Lo que estoy haciendo ahora aquí ya lo había hecho estando al otro lado. Sé cómo funciona. Esto me ayuda a desmitificar un poco este universo. Hacemos algo y hay que darle visibilidad.
Cuando paso una hora hablando con alguien a quien no conozco, me doy cuenta de que es útil porque, como es ahora el caso, hablamos de una cápsula [la línea de ropa en The Kooples] y hay que hablar de ello, porque se trata de un producto que llega al mercado. Pero no tengo más autoridad para dar mi opinión que cualquier otra persona. Lo hago porque estoy obligado a hacerlo”.
–Es trabajo –le decimos.
–Sí –confirma.
–¿Pero también actúa, cuando, como ahora, estamos hablando?
–Es una mezcla. Soy sincero, pero diría que presento mi mejor faceta.
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