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Rompiendo el estigma clasista del patinete eléctrico: “Habrá que renegociar cómo nos movemos por la ciudad”

Surgieron como una forma rápida y económica de moverse, pasaron a ser signos molestos de trabajos precarios y hoy son reivindicados por el ‘trap’ y analizados como elemento renovador de las ciudades

En la puerta de un McDonald’s, Luis, de 26 años, apenas tiene tiempo para charlar. Está esperando a que le entreguen un pedido y, en cuanto lo guarde en su mochila de Glovo, se alejará velozmente en su patinete eléctrico, primero, a través de un enorme aparcamiento, después, de un carril bici, y, cuando alcance zonas más céntricas, saltará entre la calzada y la acera, según le convenga. “El patinete es más cómodo que cualquier otro vehículo para meterlo en un portal o para subirlo por la escalera”, cuenta este joven que lleva tres años trabajando como repartidor o, más exactamente, rider. Él intenta no separarse nunca de su vehículo: “Es mi medio de trabajo y vale más de mil euros, no podría quedarme sin él. Lo malo es que en muchos edificios públicos exigen dejarlo fuera”.

Con muchas horas de exposición diaria al tráfico, otra de las cosas que más le preocupan es la falta de empatía que los conductores de automóviles suelen mostrar hacia los otros vehículos: “Los hay hostiles, que te pasan rozando o ignoran las situaciones en las que tú tienes preferencia. Y casi ninguno piensa que, con dos ruedas pequeñas, no podemos frenar tan bien como ellos”, lamenta. Pensando en su día a día, otros riders se quejan de que, aunque en algunas franquicias sí que pueden esperar sentados, hay restaurantes donde no se les permite la entrada y los pedidos son entregados a través de una trampilla. En general, les faltan espacios para descansar o para recargar sus VMP (vehículos de movilidad personal, ya sean patinetes o bicicletas eléctricas).

Pero los patinetes no son solo cosa de riders, y la escasez de infraestructuras urbanas proyectadas para ellos afecta cada día a millones de personas. Por ejemplo, a Jesús, de 30 años, un marinero que los usa para moverse entre los pantalanes de los puertos y que nunca tiene claro por dónde podrá circular en las ciudades en las que desembarca; a Sara, de 48, empleada de hogar que se desplaza en uno desde la pedanía de Murcia en la que vive hasta las casas céntricas en las que trabaja y que depende de sus enchufes para poder regresar; o a Andrea, una periodista de 38 años que tuvo que cambiar su patinete por un vehículo de combustión cuando en Barcelona (como en Madrid) dejó de estar permitido subir con ellos al transporte público.

A pesar de todos estos obstáculos cotidianos, la prensa solo suele hablar de VMP para referirse, por este orden, a accidentes y lesiones, regulaciones confusas y a problemas de convivencia con los peatones. Y es que, aunque el uso del patinete no deja de aumentar (se calcula que un 15% de las familias disponen de uno y que ya hay más de cinco millones en España) su prestigio y la percepción que quienes no los usan tienen de ellos empeora por momentos. Quizá sea un caso de clasismo: los patinetes, que comenzaron asociándose a ejecutivos que se movían por los distritos financieros de las grandes capitales, hoy son el primer vehículo al que acceden personas de colectivos marginalizados como los migrantes sin carnet de conducir o los jóvenes en paro y empiezan a cargar con los estigmas que también arrastran quienes dependen de ellos para su movilidad.

Todavía un pequeño escándalo

A pesar de que están muy extendidos en los barrios sobre los que cantan, solo unos pocos artistas de drill (ese género urbano que va un paso más allá del trap en cuanto a violencia y descaro) como Beny Jr. y Bobe incluyen patinetes en sus videoclips. Los patinetes eléctricos son demasiado baratos como para que se pueda frontear con ellos como con un Lambo y, por otro lado, tampoco forman parte de los códigos de la clase media. En su ensayo El espacio público como ideología (Catarata, 2011), el antropólogo Manuel Delgado explica que la ciudad impone a sus habitantes “cierta desatención cortés o indiferencia que funda un orden social basado en el extrañamiento mutuo”. Como el automóvil sigue siendo el vehículo preferido por las “clases medias” (una etiqueta complicada, pero todavía funcional), el uso de cualquier otro vehículo, produce reacciones que se alejan en mayor o menor medida de la citada indiferencia.

“Las ciudades están transformándose, y el patinete es uno de los objetos que nos permiten pensar que ya no estamos solos en un tipo de ciudad, que pronto el actor dominante a lo mejor ya no lo será, y que por lo tanto hay que renegociar la manera en la que estamos juntos”
Carlos Diz

Carlos Diz, profesor de sociología en la Universidad de Coruña, confirma que “la movilidad urbana no es algo neutral” sino “un campo de poder” que deja entrever las diferencias y desigualdades inherentes a la sociedad. “Por tanto, un patinete nunca es solo un patinete, ni un coche o una bici son solo un coche o una bici: hay vehículos que tienen más prestigio que otros. Hablar de movilidad es hablar de la experiencia de quienes se mueven por la ciudad: con qué sentidos, qué significados y bajo qué condiciones. Algo tan aparentemente banal como salir de casa y moverse dice mucho: de tu estatus, de tu poder adquisitivo, de dónde vives y dónde trabajas… Está emitiendo constantemente significados.”, explica el profesor. Entonces, ¿qué significados emitía y cuáles emite ahora un patinete?

“Ha habido una transición que puede ser equiparable a cómo las plataformas vendían el reparto de comida a domicilio casi como un hobby, una aventura o deporte con chicos blancos en los anuncios sonriendo y cómo se ha transformado en que son los migrantes quienes nos traen la hamburguesa a casa mientras están sin papeles, en condiciones de explotación laboral y sin tiempo para sí mismos” responde Diz. “En el caso del patinete, también la representación pública dominante era de gente moderna, vinculada al ideal de progreso y aceleración de la modernidad y se ha visto un cambio importante cuando muchos trabajadores y trabajadoras se han vuelto usuarios”, añade.

Como para cualquier medio de transporte, una de las claves del éxito del patinete eléctrico es la velocidad. O, más bien —son dispositivos mucho más lentos que un automóvil o un scooter a gasolina—, su capacidad para adaptarse a la aceleración de los trabajos contemporáneos que exigen llegar pronto a destinos muy cambiantes. “Hay un elemento que podría pasar desapercibido que tiene que ver con cómo el tiempo estructura nuestra sociedad y nuestros comportamientos diarios. Hay gente que puede tomarse la vida con más tranquilidad y gente que no; hay gente que vive aceleradamente, desplazándose por la ciudad entre distintos minitrabajos y hay gente que puede comprar tiempo, por ejemplo, subcontratando tareas reproductivas o de cuidados. Es muy evidente, por ejemplo, para los riders, que viven en un régimen de inmediatez y experimentan la precariedad como una falta de tiempo y de control sobre el tiempo”, expone Diz.

Pandillas de adolescentes surcan la ciudad

Si durante algunos años el Ford Fiesta y el Volkswagen Golf fueron un símbolo de estatus y el ciclomotor, un sueño asequible para muchos jóvenes de la periferia y el medio rural (también causó algunos conflictos), ahora que los jóvenes han perdido interés en los automóviles, parece que el patinete eléctrico es su vehículo favorito o, al menos, el que se pueden permitir sin demasiados problemas. “El auge de los vehículos VMP supone un aumento de la influencia y visibilidad de la vida adolescente y juvenil de la ciudad. Para nosotros es muy significativo el espectáculo de una pandilla de adolescentes en bici o patinete por las calles. Son imágenes que la gente que no tuvo aldea solo pudo ver en películas y ahora vuelven. No parecía que fuéramos a llegar hasta aquí, teniendo en cuenta el último medio siglo de motorización de las ciudades y la última década y media de digitalización de las relaciones sociales”, celebra el urbanista y arquitecto Iago Carro, que realiza proyectos de investigación y participación en la ciudad a través de la cooperativa Ergosfera.

“Está claro que existe una disputa o conflicto por la calzada, que ahora tiene más pretendientes que el automóvil, y también por la acera, que tiene más pretendientes que el peatón; pero esto habla de la necesidad de un cambio en el diseño de las calles, incluyendo, por ejemplo, carriles segregados para bicis y patinetes. Estas formas de movilidad son un complemento al transporte público. La gran transformación desde el vehículo privado motorizado a un nuevo modelo de movilidad, pasa por estos nuevos medios de transporte y por el transporte público, y ambos son muy complementarios, como se ve en nodos como las estaciones de tren, donde las bicis públicas son un complemento perfecto”, continúa el arquitecto.

El uso del automóvil extendió las ciudades y dio lugar tanto a los grandes suburbios residenciales como a unas avenidas pensadas para su circulación que hoy generan problemas de ruido, congestiones, contaminación y disolución de los espacios públicos. En este sentido, si la popularidad del patinete sigue aumentando, es de esperar que influya también en la morfología de las ciudades: “Claro que el patinete trastoca ese tablero que es la ciudad, pero lo mismo hicieron la bicicleta, el coche, las motocicletas, los tranvías... Esa idea de reordenar el espacio urbano tiene que ver con la de reordenar constantemente la sociedad”, confirma Diz.

¿Y qué nuevas relaciones y formas urbanas pueden surgir gracias a los patinetes? Es complicado saberlo todavía, pero la observación de cómo se están usando ahora mismo, puede dar algunas pistas. “Hace un año y medio, en Carabanchel, estudiamos eso que teóricos como Solà-Morales llaman ‘distancias interesantes de la periferia’ y vimos que ahora son surcadas por las bicis y los patinetes. De repente, caminos por descampados o pasarelas sobre autopistas son cruzados de madrugada por grupos de adolescentes que van de Orcasitas al Burger King de Carabanchel”, recuerda Carro. “Va a haber más mezcla y más posibilidades de relación entre periferias. Los territorios periféricos siempre fueron sitios en los que, aunque las cosas estuvieran muy cerca, había una gran separación entre las cosas: porque estaban separadas por grandes infraestructuras, o por descampados… Estos vehículos hacen más viables las relaciones entre periferias y habrá que estar atento a los efectos que tiene esto. Seguro que ayudan a enriquecer estos territorios”, predice.

Un informe anual de la Fundación Mapfre recoge datos de siniestralidad sobre patinetes y otros VMP. Aunque algunos son preocupantes (se registró un aumento de los accidentes del 23% de 2023 a 2024 y los VMP son los únicos vehículos cuya tasa de siniestralidad asciende durante los últimos años), los expertos consideran que mediante la difusión de buenas prácticas y el ajuste de las normativas, estas cifras mejorarán, como lo hicieron las referidas a automóviles. “Al final las ciudades están transformándose, y el patinete es uno de los objetos que nos permiten pensar que ya no estamos solos en un tipo de ciudad, que pronto el actor dominante a lo mejor ya no lo será, y que por lo tanto hay que renegociar la manera en la que estamos juntos”, concluye Diz.

El patinete se sigue considerando, en el mejor de los casos, un símbolo de la cruel economía de plataformas, y, en el peor, el vehículo con el que los adolescentes irresponsables molestan al resto de vecinos. Pero puede tener otros valores, no solo como medio de transporte sostenible, sino como una explosión de posibilidades que enriquece los paisajes urbanos y llena algunos espacios públicos que parecían condenados a vaciarse. Los patinetes ya forman parte del fascinante espectáculo urbano en el que vivimos desde hace un par de siglos.

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