‘Queen Mary’: La triste historia del ‘Titanic’ que luchó contra los nazis y que hoy se pudre en un puerto en California
El buque más rápido del mundo entre 1938 y 1952 fue un emblema del transporte de viajeros entre continentes, incluso en la Segunda Guerra Mundial, pero hoy languidece esperando una restauración
Hace 88 años, en 1934, cuando fue botado en el río Clyde, en Escocia, la criatura estaba llamada a regir los océanos. Los transatlánticos habían vivido una edad de oro entre finales del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial, entre otras causas por la emigración e...
Hace 88 años, en 1934, cuando fue botado en el río Clyde, en Escocia, la criatura estaba llamada a regir los océanos. Los transatlánticos habían vivido una edad de oro entre finales del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial, entre otras causas por la emigración europea a América, pero hasta el periodo de entreguerras la competición entre navieras por exhibir músculo marítimo no iba a alcanzar su cenit. Por eso, la construcción del RMS Queen Mary, así nombrado en honor de la reina María, abuela de la actual soberana británica, Isabel II, había suscitado tanta atención.
Tenía el mayor casco conocido hasta la fecha, que superaba con los 300 metros de longitud, 12 cubiertas y capacidad para 2.139 pasajeros y 1.101 tripulantes, además de una imponente presencia que llevó a un locutor de la BBC, George Blake, a equiparar su primera navegación con la de un “gran acantilado blanco, descomunal y apabullante”. Cunard, su operadora, quiso abandonar su habitual clasicismo y consagrar al art déco su diseño interior. Pero lo que verdaderamente alentaba el lanzamiento del buque era lograr que fuera el más rápido del mundo y, ante todo, superior a su rival francés, el SS Normandie, en una lucha que traslucía un prurito nacional.
El Queen Mary contaba con piscinas, canchas de tenis, bibliotecas y guarderías, entre otros servicios. Una abundancia que en la época compartían un puñado de navíos, y que le permitió expedir pasajes a políticos de primera fila e iconos de Hollywood como Audrey Hepburn, Greta Garbo, Clark Gable, Elisabeth Taylor, Judy Garland, Buster Keaton o Fred Astaire. A ellos se sumaban, en las dos clases inferiores, pasajeros acomodados que podían permitirse un descanso de un par de semanas en Europa, viajeros que querían respirar aire fresco en el nuevo mundo y emigrantes que partían hacia América buscando una nueva vida.
La lucha por el cetro marítimo tenía en la conexión entre la costa británica y la estadounidense el capítulo de mayor prestigio para las navieras. Por esa razón, desde su viaje inaugural, en mayo de 1936, el objetivo del buque británico era la Blue Riband (banda azul), una condecoración no oficial otorgada al barco que cruzara más rápido el Atlántico, entonces en poder del SS Normandie. El Queen Mary, que, como el Titanic, unía Southampton y Nueva York, no tuvo que esperar mucho para hacerse con ella. La consiguió en agosto de ese mismo año con una travesía oeste-este en la que sus 16 turbinas de vapor, que en conjunto disponían de una potencia de 160.000 caballos, alcanzaron una velocidad media superior a los 30 nudos (57 kilómetros por hora). El viaje se completó en cuatro días y 27 minutos. Un año después, el francés recuperó la distinción, pero en 1938 volvió a Queen Mary, que la conservó hasta 1952, gracias a un trayecto que rebajó los cuatro días en dos horas y 12 minutos.
Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, el buque hubo de abandonar el lujo y abordar un cometido de enorme relevancia. Tras ser pintados el casco y algunas estructuras más de color gris marino —lo que hizo que el seco humor británico lo bautizara como grey ghost (el fantasma gris)— sirvió como medio de transporte de soldados australianos y neozelandeses a Reino Unido. Llegó a subir a bordo a 15.000 hombres en un solo viaje y durante la contienda fue uno de los barcos que, por su gran velocidad, más fácilmente escapaba a los submarinos enemigos. Los nazis, de hecho, pusieron precio a su cabeza. Fue el medio elegido para desplazar al primer ministro, Winston Churchill, escondido en la lista de pasajeros con apodos como Colonel Warden (coronel guardián).
Paradójicamente, fue la obligación de no detener el curso para evitar ataques procedentes del agua lo que le evitó salvar unas cuantas vidas en una de las mayores tragedias en la retaguardia británica. En 1942, frente a la costa de Derry (Irlanda del Norte), los mandos del crucero ligero de la Marina Real HMS Curacoa no se comunicaron correctamente con los del Queen Mary, las trayectorias de ambos acabaron coincidiendo y este último embistió y partió en dos al primero. Quienes estaban a bordo vieron ahogarse a más de 300 compañeros, en un evento que se mantuvo secreto hasta el fin de la guerra.
Los últimos cuarenta fueron también los años en los que los transatlánticos, lentamente, comenzaban a cerrar su época dorada. El desarrollo de la aviación a reacción se había acelerado por motivos militares durante la guerra, y en 1952, ciudades tan alejadas entre sí como Londres y Johannesburgo (a más de 9.000 kilómetros una de la otra), habían sido conectadas por el aire (aunque el primer vuelo entre ambas urbes precisó de 24 horas y cinco escalas). Hitos como este apuntalaban el declive de los transatlánticos. El glamur, que en las décadas previas había creado una nueva mitología en torno a los transatlánticos, también se lo llevaron los aviones.
En 1965, toda la flota de Cunard cerró con pérdidas. Esto hizo que dos años después, tras descartar varias ofertas, la naviera vendiera el buque por 1,2 millones de libras de la época (unos 20 millones de euros hoy) a la ciudad de Long Beach, en California, que lo inutilizó para el desplazamiento. Sus nuevos responsables se deshicieron de gran parte de los elementos motores del transatlántico, lo convirtieron en un parque temático y plantearon un sistema de explotación con múltiples concesionarios –uno para un museo sobre el biólogo e investigador marino francés Jacques Cousteau, otro que ofrecía alojamiento hotelero y un tercero para la oferta gastronómica, todos conviviendo en el interior con la propia ciudad, organizadora de visitas guiadas– que no consiguió funcionar.
Fue entonces cuando se produjo un movimiento que acabaría con Disney a cargo del buque. Jack Wrather, millonario que conservaba grandes recuerdos de sus travesías en el transatlántico, firmó una concesión de larga duración para explotar el barco, pero en 1988, poco después de su muerte, Disney compró sus propiedades –debido al interés particular en el Disneyland Hotel de California, del que Wrather había sido titular– en un paquete que incluía la gestión del navío varado. Su viabilidad financiera, no obstante, siguió sin atisbarse, en especial después de que el gigante del entretenimiento renunciara a un parque temático adyacente que tenía previsto incluir al Queen Mary como uno de sus elementos. Disney abandonó finalmente su gestión en 1992, y el buque clausuró sus puertas a los visitantes.
Desde entonces ha cambiado de gestores varias veces, con el mismo resultado en todos los casos: ausencia de rentabilidad y deterioro de sus estructuras. Desde la llegada de la covid-19 está cerrado, y el año pasado, la propia ciudad asumió sus riendas por quiebra de los anteriores responsables. El diario Los Angeles Times informaba en febrero de que la corporación local destinará a lo largo de 2022 cinco millones de dólares (unos 4,5 millones de euros) para evitar su inundación. Con esa inversión se persigue dilatar el enfrentamiento con una dificultad bastante mayor: existen estudios, citados por el diario, que desde 2017 cifran en una cantidad muy superior, 289 millones de dólares (unos 264 millones de euros), el coste de una actualización completa de la embarcación. El equipo de gobierno de la ciudad llegó a poner sobre la mesa la posibilidad de hundirlo, aunque el rechazo previo de parte de la ciudadanía a que el barco pudiera abandonar la costa de la ciudad para asentarse en una nueva ubicación hace pensar que acabar con él no es una opción a corto plazo. Bastaría con que, igual que sorteaba los intentos de sabotaje enemigo en el mar, la decadente joya marina se granjeara unos ingresos que permitieran hacer frente a sus considerables daños.