De ‘Twin Peaks’ a ‘Dune’: por qué los interiores de David Lynch son tan importantes como los personajes de sus películas
Más allá de su maestría audiovisual, el director estadounidense supo jugar con la importancia de los decorados en cada uno de sus trabajos. Prueba de ello es la escenografía de cada uno de sus trabajos
Al día de su muerte, David Lynch llevaba más de dos décadas sin dirigir un largometraje destinado a los cines, pero eso no quiere decir que estuviera inactivo. En la última edición de Salone del Mobile, la gran feria de decoración que se celebra cada año en Milán, presentó una vistosa instalación consistente en dos salas gemelas –...
Al día de su muerte, David Lynch llevaba más de dos décadas sin dirigir un largometraje destinado a los cines, pero eso no quiere decir que estuviera inactivo. En la última edición de Salone del Mobile, la gran feria de decoración que se celebra cada año en Milán, presentó una vistosa instalación consistente en dos salas gemelas –thinking rooms, salas para pensar, se llamaban– que a su manera algo extravagante concentraban el universo desarrollado en sus películas. El propio Lynch se había encargado de diseñar los ambientes y el mobiliario de estas estancias, que fueron materializadas por los escenógrafos del Piccolo Teatro di Milano. El sillón sobredimensionado a modo de trono, las cortinas rojas, la oscuridad contrastada con una intensa iluminación cenital focalizada y las imágenes abstractas de unos monitores de televisión se correspondían con su universo más reconocible. En cierto sentido, hacían pensar en una reconfiguración de la Sala Roja de Twin Peaks, un espacio que en la ficción lynchiana conecta diversas dimensiones de la realidad, y que se ha convertido en una de las señas de identidad del cineasta norteamericano. Pero, con sus obsesiones y motivos recurrentes, el cine de David Lynch contiene una amplia variedad espacios interiores y exteriores que conforman un mundo visual igualmente rico y complejo. Y que nunca están elegidos por motivos banales o meramente decorativos. Con la posible excepción de Antonioni, quizá no ha habido otro autor cinematográfico para el que la arquitectura ofrece tanto peso narrativo y emocional.
Quizá sea Terciopelo Azul (1986), su cuarto largometraje, el que mejor funciona como compendio de sus motivos habituales. Empezando por los primeros planos de la película, donde el espectador debe decidir si se encuentra ante una celebración idealizada del estilo de vida de la clase media americana o ante su parodia, tal y como se fijó en el imaginario universal desde los años cincuenta del pasado siglo. Las vallas pintadas de blanco que delimitan los jardines, el camión de bomberos que desfila ante las viviendas unifamiliares del suburbio, el salón doméstico presidido por un aparatoso sofá y un televisor donde se emite lo que parece una serie de suspense, son elementos típicos de lo que los estadounidenses llaman Americana, el repertorio material asociado a ese American Way of Life.
A Lynch le interesa presentar lo antes posible el universo en el que se va a desarrollar su historia, para explicar a continuación que este aparente paraíso (el mismo en el que él nació y se educó de niño) esconde un infierno a nada que uno rasque su superficie. A ese infierno está, formalmente, más cercano el apartamento de Dorothy Vallens (Isabella Rossellini), con moqueta y paredes de un uniforme color ciruela, donde tienen lugar algunos de los rituales de voyeurismo, sadomasoquismo y otras violencias sexuales que convirtieron la película en un pequeño escándalo cuando se estrenó (al parecer, las monjas del colegio religioso en el que había estudiado Rossellini la llamaron para informarle de que habían rezado por ella tras recibir noticias de los actos en los que se veía involucrada en el filme). Del mismo modo, el escenario del antro en el que ella actúa cantando el tema que da título a la película, con sus cortinas rojas y su iluminación azul, anticipa otros entornos similares del director.
Sus tres películas anteriores, las primeras de su filmografía, son también las más peculiares: una fábula surrealista ambientada en un universo tan abstracto como cochambroso –Cabeza Borradora (1979)–, una peculiar película de época situada en la Inglaterra victoriana –El hombre elefante, de 1980– y una historia de ciencia-ficción que tiene lugar en un futuro interplanetario –Dune (1984)–. Pero, en todas ellas, Lynch ya se las arreglaba para llevar la ambientación a su terreno. En El hombre elefante retrataba los lugares de la acción como un punto de encuentro entre el clásico miserabilismo de Dickens y la posterior reinterpretación steampunk, con escenarios de pesadilla como el circo en el que el doctor interpretado por Anthony Hopkins encuentra al protagonista John Merrick (John Hurt), los desolados callejones del Londres de la revolución industrial o la estación de tren (la auténtica Liverpool Street Station, reformada poco después del rodaje) donde Merrick es acosado por la multitud. Cuando, hacia el final, la acción se traslada a un lujoso teatro londinense, el espectador no tiene la menor duda de que las telas rojas dominan el espectro visual, aunque la fotografía de la película sea en rigurosos blanco y negro.
En cuanto a Dune, donde no aplicaban las limitaciones derivadas del rigor histórico, Lynch y sus directores artísticos tuvieron carta blanca para inventarse unos escenarios que reflejaran la naturaleza de sus propietarios y habitantes. Aquí las referencias parecen cercanas a la arquitectura expresionista de Bruno Taut o Erich Mendelsohn, con deslizamientos historicistas y Bauhaus. El palacio del emperador Saddam IV es una fantasía dorada, entre lo orientalizante (con esos mocárabes adornando los techos) y la morada del mago de Oz, que habla de un ejercicio excesivo y egocéntrico del poder, mientras que el castillo de la familia Atreides en el planeta Caladan, revestido de maderas nobles y formas orgánicas, remite a un linaje honorable y antiguo. Y el planeta Giedi Prime, morada de los malvados Harkonnen, es una pesadilla posindustrial bañada en hollín y petróleo, con cielos negros, chimeneas humeantes y paredes verdes como el cobre oxidado, un perfecto teatro para la crueldad extrema. El horror es aquí una nave industrial de dimensiones planetarias.
Las dos primeras temporadas de Twin Peaks (1990-1991) y la posterior Twin Peaks: fuego, camina conmigo (1992) transcurrían en un pueblo imaginario del noroeste de los Estados Unidos que daba nombre a la serie. Allí, Lynch utilizaba los topos habituales del culebrón televisivo –cliffhangers, tramas detectivescas, ambiciones materiales, romances secretos, personajes que desaparecen para reaparecer bajo otra identidad, actores que interpretan diversos personajes– que requerían escenarios naturalistas y reconocibles. En ese sentido, el director pudo desarrollar las ideas visuales que ya había planteado en Terciopelo azul, demostrando cómo lo familiar puede convertirse en un lugar horripilante sin modificar su morfología, según el concepto freudiano de lo umheimlich (lo siniestro que habita en la cotidianeidad). Así, la cocina anodina pero acogedora de la familia Palmer se convertía en un lugar horripilante cuando la madre de Laura (Grace Zabriskie) recibía una llamada telefónica que le informaba de la muerte de su hija. Del mismo modo, el Great Northern Hotel, donde se alojaba el agente del FBI Dale Cooper (Kyle MacLachlan) era en apariencia indistinguible de otros mamotretos norteamericanos de su estilo, pero pronto se desvelaba su naturaleza de tumor arquitectónico, como si en origen hubiera sido un edificio corriente que en cierto momento hubiera crecido de manera autónoma y descontrolada, sensación a la que contribuía una decoración –maderas, piedra, cuero, cabeza de alce sobre la chimenea–, que daba un giro kitsch a las casas de la pradera que había dignificado el arquitecto Frank Lloyd Wright. Como contraste a todo esto, estaba la famosa Sala Roja de la Logia Negra, con sus sillones art déco, su reproducción de la Venus de Médici (o la Venus de Milo, según el caso), su lámpara Saturn de cristal (creada para la Feria Mundial de Nueva York de 1939), su suelo de zigzag blanco y marrón y, de nuevo, las cortinas rojas que remitían a lo teatral. Para Lynch, una vez más, el espacio de la representación es una puerta de entrada al submundo o, directamente, a otra dimensión.
Estas oposiciones son habituales en el cine de Lynch. Aparecen también en Corazón salvaje (1990), donde la casa en la que vive Lula (Laura Dern) con su madre Marietta (Diane Ladd), todo carpintería blanca e inocentes florecitas en el papel pintado, contrasta con los ambientes densos de los moteles de carretera y los oscuros bares por los que se desarrolla la mayor parte de la historia. Y también en su última película para salas, Inland Empire (2006), en la que Laura Dern empieza su recorrido en la agradable mansión que es su casa para adentrarse en universos más tenebrosos, incluida una versión esquemática y pesadillesca del escenario de una comedia de situación habitada por conejos parlantes. Y en Mulholland Drive (2001), donde Naomi Watts llega a la confortable vivienda que le ha prestado su tía –en un condominio real, llamado Il Borghese, junto a West Hollywood, diseñado por el arquitecto Charles Gault en un estilo de pastiche mediterráneo típico de Hollywood, al que suele aplicarse el término genérico Spanish architecture– para después adentrarse en los Snow White Cottages, especie de pueblecito de Blancanieves construido en 1931 que desvela la naturaleza falsa, escenográfica, del Hollywood más cotidiano. El Club Silencio al que llegan después las protagonistas, donde asisten a una turbadora actuación de la cantante Rebekah del Rio –una vez más, el teatro como conexión con otros universos y las cortinas rojas como su metonimia–, era en realidad el Tower Theatre de Los Ángeles, un asombroso híbrido de art déco y neobarroco cuyo interior se inspira lejanamente en el Palais Garnier parisiense.
Otro de los espacios físicos lynchianos que son en realidad espacios mentales es la casa en la que vive el protagonista de Carretera perdida (1997), Bill Pullman, un hombre en plena fuga psicótica que habita en una suerte de fortaleza brutalista que representa su confuso y angustiante estado gracias a una fachada impenetrable, unos techos bajos y unos intrincados pasillos interiores. Cabe añadir el dato de que, en la vida real, la casa pertenecía al propio Lynch, y que está situada cerca de su residencia habitual en Los Ángeles.
Pero ahí afuera siempre está la carretera, el paisaje americano moderno por excelencia. Las gasolineras, bares de carretera y diners que aparecen en películas como Terciopelo azul (1986), Twin Peaks (1990), Corazón salvaje (1990), Carretera perdida (1997), Una historia verdadera (1999), Mulholland Drive (2001) e Inland Empire (2006) conforman todo un catálogo de su género. Destaca el Double R Diner de Twin Peaks. La barra redondeada de formica, los taburetes de escay y cromo o el suelo de damero podrían haber salido de la cabeza de un director artístico, pero corresponden a un lugar real, que en aquellos tiempos se llamaba T-Café y hoy Twede’s Café, situado en una carretera del mismo estado de Washington donde se encontraba la ficticia Twin Peaks. Ese café, identificado por un característico letrero de neón, es donde Norma Jennigs (Peggy Lipton) servía el mejor café y la mejor tarta de cerezas en kilómetros a la redonda, y funcionaba como lugar seguro frente al Mal que acechaba permanentemente a los personajes de la serie. Aquel era, posiblemente, el verdadero refugio que imaginaba David Lynch para su mundo extraño.