Ver caer la torre Eiffel: ¿por qué nos encanta ver monumentos explotando en las películas?

Durante décadas, la fascinación por el cine de catástrofes se ha nutrido de imágenes de edificaciones reconocibles colapsando, a veces como símbolo de la caída de la civilización, otras por el espectáculo de ver algo bello arder 

Imagen del incendio de la catedral Notre-Dame (París) en 2019.EDOUARD MAGRINO (AFP via Getty Images)

“El hombre siempre ha amado los edificios, pero ¿qué ocurre cuando un edificio dice ‘hasta aquí hemos llegado’?”, narraba la voz en off de Cuando los edificios se desploman, el documental ficticio sobre construcciones colapsando de Los Simpson con el que Homer y Bart se regocijaban a carcajadas, ante la mirada espantada de Lisa, justamente en un capítulo sobre el temor de la niña superdotada a ser tan mastuerza como los varones de su familia. Aunque la serie de animación bromease con el instin...

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“El hombre siempre ha amado los edificios, pero ¿qué ocurre cuando un edificio dice ‘hasta aquí hemos llegado’?”, narraba la voz en off de Cuando los edificios se desploman, el documental ficticio sobre construcciones colapsando de Los Simpson con el que Homer y Bart se regocijaban a carcajadas, ante la mirada espantada de Lisa, justamente en un capítulo sobre el temor de la niña superdotada a ser tan mastuerza como los varones de su familia. Aunque la serie de animación bromease con el instinto primario que quizá lleve a ciertos espectadores a disfrutar de una forma de espectáculo tan básica como ver bloques o monumentos saltando por los aires, el cine de catástrofes lleva décadas encandilando a millones de espectadores en todo el mundo gracias a imágenes tan icónicas como la de la Casa Blanca siendo arrasada por extraterrestres en Independence Day (1996), los villanos de G.I. Joe (2009) disparando una ojiva contra la torre Eiffel, el puente Golden Gate viéndose sometido por los tentáculos del superpulpo de Surgió del fondo del mar (1955) o, por poner un ejemplo autóctono, la Puerta del Sol arrasada por la tormenta de Geostorm (2017).

“Reconozco que es mi género favorito”, admite a ICON Design Víctor Riquelme, arquitecto, diseñador de interiores y director de 022 Estudio. “Tengo grabada la imagen de 2012 (2009) de la cúpula de San Pedro en el Vaticano quebrándose y volcando sobre la propia plaza. Como arquitecto se me ponen los pelos de punta y me fascina”. Para Riquelme, el atractivo de estas películas y su perdurabilidad radica en “un componente de morbo, relacionado con esa satisfacción por destruir lo bello que creamos”. “Al final, toda gran construcción, edificio emblemático u obra singular es un logro de la humanidad. Esas grandes estructuras son cimas de la ingeniería, de la arquitectura, pueden incluso encarnar la cultura o el progreso”, opina. “Ver cómo algo así se interrumpe o resquebraja siempre te va a impactar”.

Fotograma de 'Independence day' (1996) donde se destruye la Casa Blanca.Alamy Stock Photo

El arquitecto, que tiene su estudio en Valencia, lo vincula al referente más cercano posible: “Esta ciudad es un ejemplo de cómo al ser humano le gusta crear cosas bellísimas, como son las Fallas, para destruirlas instantáneamente”. Incluso aunque, dice, como profesional se le pongan “los pelos de punta” hablando de la destrucción lúdica de edificios por saber de primera mano “lo que cuesta proyectar algo, el trabajo, la implicación, la inversión tanto económica como en creatividad y en recursos”, Riquelme anecdóticamente hasta asocia al propio proceso formativo de un arquitecto esa atracción por lo efímero. “En la carrera teníamos que hacer muchas maquetas. Un denominador común entre mis compañeros era, después de presentar el proyecto, destruirlas. ¡Y de todas las formas habidas y por haber que se te pudieran ocurrir! Meterles petardos, prenderles fuego, tirarles algo encima… Eso nos producía una satisfacción que no te sé explicar”.

En una de las más impresionantes secuencias de Fast & Furious X (2023), última entrega estrenada de la saga de películas de coches, el personaje de Vin Diesel emprendía una frenética carrera en su automóvil para impedir que una bomba rodante de varias toneladas impactase contra el Vaticano. Tras evitar el horror, musitaba solemnemente: “Cuando cae Roma, cae el mundo”. La frase, por sí sola, encierra la erótica que define el cine de catástrofes, la idea de que algo destinado a perdurar, una antorcha de la civilización y de sus valores más elevados, se apague abruptamente. La recientemente estrenada Civil War imagina cómo, a consecuencia de la polarización social y política, estalla una contienda en Estados Unidos, con la Casa Blanca asaltada a tiros. Uno de los carteles de la película muestra una trinchera instalada en la Estatua de la Libertad.

Si hay un título que represente como ninguno ese estrépito por la caída de todo lo que la humanidad supuestamente significa (y de, literalmente, esa antorcha), es El planeta de los simios (1968). Estrenada en plena ansiedad nuclear, pocos años después de que la crisis de los misiles de Cuba amenazase con desatar una contienda de consecuencias imprevisibles y potencialmente devastadoras, la película distópica finalizaba con Charlton Heston postrado ante una mutilada Estatua de la Libertad exclamando: “¡Maniáticos, la habéis destruido! ¡Maldigo las guerras, os maldigo a todos!”.

En '2012' (2009) la cúpula de San Pedro en el Vaticano se quebraba y volcaba sobre la propia plaza.

Ver el mundo arder

En una pieza para la web especializada en arquitectura Architizer, el escritor Pat Finn se remitía al monográfico Más allá del principio del placer (1920), de Sigmund Freud, para equiparar la atracción hacia las películas de catástrofes con la sensación de confort que muchos espectadores obtienen del cine de terror. “Las víctimas de traumas a menudo repiten el recuerdo de ese trauma para obtener cierto control imaginario sobre él”, recapitulaba Finn. “A veces, esto llega incluso a representar el escenario traumático en la vida real, un fenómeno que Freud denominó compulsión de repetición. Si los miedos se proyectan en una pantalla, se vuelven menos poderosos de lo que serían si se les permitiera vagar sin control por los rincones oscuros de nuestra mente. Al igual que en una terapia de exposición, el espectador saldrá del cine con menos miedo del que tenía cuando entró”. Y concluía: “Ver un monumento ser destruido es como probar un bocado del Apocalipsis”.

El cineasta alemán Roland Emmerich, seguramente el nombre más asociado al subgénero, ha hecho toda una carrera a base de tomar el pulso al público en distintas épocas. Si en 1996 con Independence Day la destrucción de símbolos (la Casa Blanca, la invasión en vísperas de la fiesta nacional del 4 de julio…) activaba los significados detrás de esos iconos y ponía en imágenes la fantasía estadounidense de un presidente héroe de guerra manchándose las manos para salvar a su población de los alienígenas, en 2004 se servía de la entonces incipiente inquietud por la crisis climática para forjar otra serie de imágenes perturbadoras en El día de mañana. La sátira de Trey Parker y Matt Stone Team America: La policía del mundo (2004) jugó con la retórica del subgénero para esbozar una crítica al militarismo de la era Bush, retratando a un grupo de élite que, en su guerra contra los enemigos de Occidente, provocaba muchísima más destrucción –la Torre Eiffel o la Gran Esfinge de Guiza eran borradas del mapa– que los terroristas. Pero Emmerich, todo sea dicho, ya había incorporado esa ironía sobre el destructivo sentido de la autodefensa estadounidense en su no muy celebrada versión de Godzilla (1998).

'El planeta de los simios' (1968) mostraba la Estatua de la Libertad mutilada. Alamy Stock Photo

Los atentados del 11-S, lejos de dar carpetazo a la representación de grandes desastres humanos y patrimoniales en pantalla, fueron el trauma por antonomasia que redefinió y alimentó el subgénero en el siglo XXI. En el ensayo El imperio del miedo. El cine de horror norteamericano post 11-S (Valdemar, 2016), el historiador y crítico cinematográfico Antonio José Navarro analizaba el nuevo diálogo entre realidad y ficción que se estableció con aquella tragedia y su emisión: “Nadie con un mínimo de sensibilidad ha olvidado el tremendo shock vivido el 11 de septiembre de 2001 ante el televisor (...). La realidad imitaba al arte; el cine de catástrofes, de ciencia ficción y el thriller político se habían transformado en una real thing, en un macrorrelato que golpeaba con fuerza nuestras conciencias, haciéndonos temer por el futuro inmediato. La llegada del Armagedón, del fin de los tiempos, tantas veces profetizada por Hollywood, se estaba retransmitiendo por la CNN y Fox News”.

“El cine de horror norteamericano post 11-S es la representación de un trauma histórico”, continuaba, “el momento alegórico que explota la tensión existente entre quienes piensan que ciertos hechos traumáticos no pueden (ni deben) ser plasmados en una película, y los que sienten la necesidad de que ese dramático evento deba mostrarse en la ficción fílmica como terapia contrafóbica”. Navarro, que dedicaba su libro no al cine de catástrofes sino al de terror, equiparaba las “propiedades terapéuticas” de estas películas a las del cine de monstruos de Universal en la época de la Gran Depresión o las de alienígenas, invasiones y falsas identidades –como La invasión de los ladrones de cuerpos (1956)– en tiempos de Guerra Fría y macartismo. El carácter televisivo o la experiencia en primera persona que para parte del público estadounidense tuvo el 11-S también llevó a que proliferasen declinaciones hiperrealistas y semidocumentales del subgénero de desastres, como la película de falso metraje encontrado Monstruoso (2009), donde la Estatua de la Libertad era también decapitada.

Precisamente, de esa nueva percepción del público hacia la catástrofe en enclaves célebres y la difuminación de los límites entre códigos narrativos de ficción y de información nació, en 2019, una polémica en torno a algunas reacciones hacia el incendio de la catedral de Notre-Dame de París, que no contó con víctimas mortales. Diversos usuarios de redes sociales afearon a otros que hiciesen comentarios sobre la belleza abstracta que, para ellos, encerraba la estampa de un monumento de semejante calibre consumiéndose en las llamas, sin que dichas palabras supusiesen necesariamente una apología o un alegato anticlerical. Sobre esa doble dimensión de las imágenes, el director Jean-Jacques Annaud construyó en 2022 la película Arde Notre-Dame, que, si bien lejos de la órbita del cine de catástrofes, sintetizaba ejemplarmente su esencia: mezcla de dramatización y de vídeos reales grabados aquel día, Annaud jugaba con los trampantojos (el equipo espejo de bomberos puesto a disposición del presidente Macron para no alterar el trabajo auténtico de los profesionales, la falsa corona de espinas de Cristo exhibida mientras la presuntamente auténtica se protegía en otra parte) para separar lo iconográfico de lo real. Una exploración de la paradoja entre lo importante que es para nosotros un símbolo y cómo el símbolo, por sí solo, no es nada.

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