Piezas de gran formato que flotan por encima de las cabezas: la obra de Joel Shapiro regresa a España tras 30 años
La sede menorquina de la galería Cayón acoge la primera muestra individual en España en tres décadas de uno de los grandes escultores contemporáneos, y puede visitarse del 10 de junio al 26 de agosto
Joel Shapiro (Nueva York, 81 años) hace siempre lo que le apetece, que no suele ser lo más fácil. “No tengo ideas preconcebidas y trato de no imponerme limitaciones”, afirma al otro lado de la pantalla desde su estudio de Brooklyn, frente a un fondo conformado por sus propias esculturas dispuestas como un bosque de árboles multicolores. Siguiendo esta máxima, en unos días viajará a Menorca para ultimar el montaje de su muestra en...
Joel Shapiro (Nueva York, 81 años) hace siempre lo que le apetece, que no suele ser lo más fácil. “No tengo ideas preconcebidas y trato de no imponerme limitaciones”, afirma al otro lado de la pantalla desde su estudio de Brooklyn, frente a un fondo conformado por sus propias esculturas dispuestas como un bosque de árboles multicolores. Siguiendo esta máxima, en unos días viajará a Menorca para ultimar el montaje de su muestra en la sede de la galería Cayón, en Mahón, que comienza el 10 de junio, y que incluye algunas obras de gran formato que flotan varios metros por encima de las cabezas de los espectadores. Es la primera individual en España en tres décadas de uno de los grandes escultores contemporáneos estadounidenses, prácticamente una leyenda viva. “¿Treinta años hace ya?”, se sorprende al oírlo.
En realidad son casi 32. La anterior, en el IVAM de Valencia, se inauguró a finales de 1990. “¡Hay que ver! Aquella vez traje bastante obra de mis inicios, de principios de los años setenta. Esta otra es distinta, todo está más expandido y es más activo. Más excitante”.
Cabe pensar que se refiera sobre todo a las esculturas geométricas de madera pintadas de colores primarios que, suspendidas por cables, dan la impresión de gravitar ajenas al espacio que las rodea. Un espacio imponente y escenográfico, teatral del modo más literal posible, ya que los hermanos Adolfo y Clemente Cayón, propietarios de la galería, abrieron su local menorquín en lo que en tiempos fue una sala de cine con las mínimas intervenciones. La impresionante altura de la nave central –el antiguo patio de butacas– y los desconchones de las paredes aportan al entorno una personalidad tan marcada que podría pensarse que, más que potenciar las obras que contiene, por momentos compite con ellas. “No me daba miedo este espacio, en realidad estaba deseando utilizarlo”, contradice Shapiro. “Me gusta su complejidad y su historia, que esté tan vivo. Parece más un estudio que una galería típica: es un sitio estupendo para la escultura porque la amplifica. Quizá para la pintura resulte más complicado”. Sin embargo, el año pasado su lugar lo ocupaban precisamente las pinturas del venezolano Carlos Cruz-Díez, que se las arreglaban para no desvanecerse entre tantos estímulos visuales.
Si alguien sabe cómo hacerse con el espacio, ese es Shapiro. Desde que al inicio de su carrera se codeara con algunos de los grandes del minimalismo en colectivas como Anti Illusion, en el museo Whitney (era 1969, acababa de terminar sus estudios en la New York University, y allí estaba junto a Richard Serra, Robert Morris, Eva Hesse o el músico Philip Glass), su obra ha adoptado diversos formatos, pero siempre ha tratado sobre la cuestión espacial. “Creo que, en realidad, toda escultura trata sobre el espacio, de cómo la percibes en él”, afirma. “El espacio es algo intrínseco a la escultura”.
Para ello se ha movido entre la figuración y la abstracción, entre la escala modesta y la monumental (el año pasado una escultura suya reemplazaba otra de Calder frente a un edificio histórico de IBM en el Midtown de Manhattan), entre la madera y el bronce: “De la madera me interesa su ligereza y su inmediatez, y sé que si elijo el bronce el resultado será más sólido. De todos modos, siempre hago las primeras versiones de mis esculturas en madera”. Las construye él mismo, utilizando tacos, listones y una clavadora automática, probando diferentes versiones de una misma idea, abandonándolas y después volviendo a ellas, y una vez satisfecho realiza las versiones definitivas, algunas veces en su propio estudio, otras externalizando el proceso: “Para la escultura azul de esta exposición, por ejemplo, llevé las vigas de madera a un aserradero. Por eso incorpora el gesto del proceso industrial, de la propia herramienta”. Es una de sus piezas más manifiestamente figurativas, una representación antropomórfica perteneciente a una parte de su obra en la que muchos han identificado bailarines, lo que le vincularía a uno de sus artistas clásicos de referencia, Degas. También cita a Donatello (“estoy deseando ver su exposición en el Palazzo Strozzi de Florencia, iré allí desde España antes de volver a Nueva York”) y a Bernini, quizá el escultor más arquitectónico y escenográfico de la historia del arte occidental.
Sin embargo, en la decisión de hacer “volar” sus esculturas no hay tanto una voluntad de generar una experiencia arquitectónica como la pretensión de liberarse de la arquitectura misma. “Intento que mis obras no estén condicionadas por la arquitectura aunque dependan de ella”, explica. “Quiero superar la gravedad, y por eso las he subido todo lo que he podido. Si estuvieran sujetas al suelo, todo sería más aburrido”.
La muestra estará en Mahón hasta el 26 de agosto. Más tarde, algunas de sus piezas viajarán a la sede de la galería en Madrid, donde se expondrán durante un tiempo. Como curiosidad, también se incorpora un diálogo de su obra con la de un español histórico, el escultor español Julio González, conocido sobre todo por sus obras en metal con referencias al cuerpo humano. “En él hay un sentido de la contención que me parece muy atrayente, y veo entre nosotros puntos comunes como la investigación sobre el espacio, la escala y el pensamiento”, razona Shapiro para fundamentar el encuentro entre ambos.
Entre sus referencias figuran igualmente varios artistas del minimal norteamericano, como Judd, Andre, LeWitt o Serra, aunque él se identifica más bien con la etiqueta posminimalista: “Creo que el minimalismo es una especie de derivación del constructivismo, una reducción de la forma a algo más esencial, y ese aspecto me interesa. Yo expando ese concepto. Mis formas son reductivas pero las lleno de significado, mientras que algunos minimalistas rechazaban el significado. Y, sin embargo, si miras la obra de Carl Andre, ves que tiene una carga emocional. Donald Judd puede capturar el espacio de forma muy intensa, y Sol LeWitt tiene una gran profundidad, algunas de sus piezas te absorben totalmente. Estoy convencido de que toda escultura hecha por el ser humano tiene elementos figurativos o al menos psicológicos, que tratan sobre la condición humana. Creo que el arte no es restrictivo, lo es el lenguaje que lo rodea”.
Hay otra influencia más inesperada, la que recibió cuando, con 22 años, viajó a la India en una misión de los Cuerpos de Paz estadounidenses. Fue allí donde decidió convertirse en artista. “Aquella fue una experiencia muy intensa”, recuerda. “Vi mucho arte y arquitectura, que me parecieron muy interesantes porque simbolizaban la condición humana. Aunque todo fuera muy recargado”. De alguna manera, ahora parece trasladar esa misma sensación a este espacio grandioso y decadente como un antiguo templo, donde escenifica un encuentro entre su dimensión material y la espiritual: “Todo es una lucha entre ambas. Soy consciente de que existe un orden superior. Y, sin embargo, el mundo es un lío”.