Camila, la villana que se convirtió en reina
Su estoicismo de hierro y silencio, además de una astuta campaña de imagen, ha revertido el oprobio padecido en los años noventa tras saberse su relación con Carlos. Conocida en palacio como Lady Boss, su opinión es la primera que el rey consulta
La coronación de Camila este sábado 6 de mayo en la abadía de Westminster (Londres) constituye la cúspide de una de las biografías más improbables en los anales de la Casa Windsor. Quien había sido considerada como la “mujer más odiada del Reino Unido”, la culpable del fin del supuesto matrimonio de cuento de hadas de los príncipes de Gales, se convierte, ...
La coronación de Camila este sábado 6 de mayo en la abadía de Westminster (Londres) constituye la cúspide de una de las biografías más improbables en los anales de la Casa Windsor. Quien había sido considerada como la “mujer más odiada del Reino Unido”, la culpable del fin del supuesto matrimonio de cuento de hadas de los príncipes de Gales, se convierte, a sus 75 años, en reina de los británicos y de los 14 territorios en los que Carlos III todavía es jefe de Estado. Su transformación de amante tóxica a esposa amantísima, de blanco del vilipendio de la prensa sensacionalista a gran roca que sostiene al rey, culmina una trayectoria que ni ella misma podría haber imaginado cuando, hace más de medio siglo, conoció al que hoy es su segundo marido.
Su primer encuentro fue casual, incluso para una alta sociedad inglesa en la que casi nada es fortuito. A principios de los años setenta, el primogénito de Isabel II compartía equipo de polo con un tal Andrew Parker-Bowles, un seductor en serie con quien la por entonces Camilla Shand mantenía una relación intermitente desde que regresara de Suiza, donde había estudiado durante dos años en un internado. Su manera de presentarse al entonces heredero al trono británico no pudo ser más clarividente: “Mi bisabuela tuvo un affaire con tu tatarabuelo —el rey Eduardo VII— , ¿qué te parece?”, se dice que le preguntó al tímido príncipe, una soltura que revela, por sí sola, la destreza con la que Camila, hija de un alto cargo militar retirado y de una aristócrata, se movía en los círculos más exclusivos.
Su evolución de villana a heroína contiene todos los ingredientes para un melodrama maniqueo, pero su historia incluye matices importantes, diluidos en la narrativa unidimensional que, en la actualidad, domina sobre su imagen pública. La mujer que este sábado concurre como reina a secas, no soberana consorte, ha padecido durante años un oprobio popular que, paradójicamente, ha supuesto su mejor entrenamiento para incorporarse con éxito a una de las monarquías decanas de Europa. Camila afrontó la humillación sufrida en los noventa, probablemente la década más convulsa de las siete de reinado de Isabel II, y el desprecio que le profesaba la mayoría de los británicos, muchos por el simple pecado de no ser Diana de Gales, con el mantra que más fielmente define a la familia real: “Nunca quejarse, nunca explicar” (never complain, never explain).
Si cualquier recorrido vital se puede trazar siguiendo los catalizadores que actúan como motores de cambio, en el caso de Camila hay cuatro que marcan su historia: apenas meses después del fin de su romance de año y medio con Carlos, su boda en 1973 con Parker-Bowles —padre de sus dos hijos, Tom y Laura, infiel por defecto y, todavía hoy, gran confidente suyo—; el escándalo del llamado tampongate, en 1993, cuando la filtración de una conversación íntima mantenida por teléfono con Carlos de Inglaterra cuatro años antes reveló al mundo el romance; su matrimonio, en abril de 2005, con el heredero, que acabó con el limbo protocolario en el que vivían hasta entonces; y la bendición pública de Isabel II en febrero de 2022, cuando, coincidiendo con su Jubileo de Platino, expresó su “deseo sincero” de que su nuera, la misma que había hecho temblar los cimientos de la casa real, fuese reina consorte cuando llegase la hora del reinado de su primogénito.
La relativa aceptación de la que hoy disfruta, un 48%, es el resultado de un estoicismo de hierro, pero también de una astuta campaña de lavado de imagen que evitó caer en la tentación de intentar forzar el beneplácito de la ciudadanía. Su estrategia siempre había sido callar ante las críticas y esperar; cumplir con su parte del guion, comprometerse con causas que permitiesen mejorar la percepción sobre ella, como su apoyo a las víctimas de violencia doméstica, y confiar en que el tiempo se encargase del resto. Esta combinación de fuerza de voluntad, flema ante la adversidad y la paulatina normalización de su relación con Carlos permitió revertir las grietas que el adulterio de ambos había generado en la monarquía británica.
Su primera aparición pública (que no oficial) juntos no llegaría hasta 1999, cuando fueron inmortalizados saliendo del hotel Ritz, en Londres, tras asistir a la celebración del 50º cumpleaños de Annabel, la hermana de ella. Fueron los años de purgatorio en los que la pareja afrontó una carrera de obstáculos en la que tuvieron que convencer desde a Isabel II, no como madre, sino como jefa de Estado y máxima autoridad de la Iglesia de Inglaterra, hasta al por entonces Gobierno de Tony Blair, inquieto ante las repercusiones institucionales de un futuro rey divorciado y casado en segundas nupcias.
Lo más difícil, sin embargo, fue superar la alargada sombra de Diana, revertir la animadversión popular y, sobre todo, obtener la aquiescencia de los dos hijos de Carlos. La muerte en París de su madre el 31 de agosto de 1997 estaba muy reciente y ni Guillermo ni Enrique eran ajenos a la reputación de Camila como parte activa del “matrimonio de tres” denunciado por Lady Di en su explosiva entrevista con el programa de la BBC Panorama en 1995. De hecho, la publicación el pasado mes de enero de En la sombra, las memorias de Enrique de Inglaterra, reabrió viejas heridas, ya que el duque de Sussex acusó a su madrastra de “villana”, “peligrosa” y capaz de sacrificarlo a él “en el altar” en su estrategia para ganarse a los medios británicos. De acuerdo con la versión de Enrique, los hermanos llegaron incluso a implorar a su padre que no se casase con ella, alegaciones que, según se ha publicado en el Reino Unido, han dolido profundamente a Camila y que, también según los medios, han “cruzado la línea roja” del rey.
Públicamente, sin embargo, la casa real británica ha capeado el temporal como suele lidiar con casi todas las controversias de índole familiar: con un diplomático silencio. A diferencia de los tormentosos años de la Guerra de los Gales, en los que Carlos y Diana usaban a los medios como arma de ataque, los ahora reyes actúan en tándem. Si uno de los problemas del primer matrimonio de él había sido, precisamente, el resentimiento que le generaba verse eclipsado por la popularidad de su esposa, con Camila ese complejo ha desaparecido: ella lo apoya, le instila autoconfianza y lo deja brillar; camina a su lado, pero sin robarle protagonismo.
No por casualidad, desde su círculo más próximo se han encargado de difundir que el título de reina no era tan importante para ella, si bien Camila está demostrando su determinación de aprovechar su oportunidad en una institución que, pese a haber estado encabezada durante 70 años por una mujer, sigue siendo intrínsecamente patriarcal. Conocida en palacio como Lady Boss (La Jefa), su opinión es la primera que Carlos consulta; su voz, la única que puede influir sobre un rey acostumbrado a que le digan lo que quiere escuchar y, en apenas ocho meses como reina consorte, en la corte de Buckingham ya han descubierto que como aliada es valiosa y como rival, fulminante.