Restaurantes ‘canallitas’: cuando la hostelería se convierte en un juguete para pijos
Los negocios de restauración se han convertido en el pasatiempo favorito de empresarios jóvenes con dinero, que montan locales supuestamente rompedores en los que siempre encuentras los mismos platos de moda
No hace mucho, me invitaron a un restaurante-club-lounge -el combo ya promete- que me dejó cicatrices emocionales: durante la cena, el DJ del local puso un tema de trance a toda pastilla, levantó los brazos como si le escocieran los golondrinos, y el mundo enloqueció de repente. Todos los camareros empezaron a bailar una coreografía inquietante que duró un minuto eterno en el que casi escupo el sushi. El ritual se repitió varias veces durante la velada; todavía me pregunto qué diablos pasó ahí dentro.
Si alguna vez has acabado en alguno de estos nuevos espacios tan Instagramfriendly -los anglicismos son necesarios para explicar bien de qué va la cosa- es muy posible que tampoco hayas entendido nada. Pues traigo malas noticias: estás out. Eres un fósil. Porque los nuevos restaurantes canallitas regentados por niños ricos son así, no están hechos para la gente gris que solo quiere cenar y charlar. En este delirante contexto, perfectamente descrito hace dos meses por los geniales Pantomima Full, capitales como Madrid o Barcelona se han llenado de restaurantes a los que no vas a cenar, sino a vivir una experiencia. Una experiencia que te convertirá el cerebro en un huevo frito. ¿Por qué los llaman canallas cuando quieren decir pijos?
Canallita plateá
El dinero no da la felicidad, dicen; sea cierto o no, lo impepinable es que los pijos se aburren y cuando se juntan, hacen cosas, como decía Mariano Rajoy. La restauración se ha convertido en el patio de recreo de estos nuevos entrepreneurs. Son jóvenes, están forrados y, aunque la mayoría no tienen ni repajolera idea de cómo funciona esto de la hostelería, han aterrizado en el sector como un Concorde en llamas, cargados de ideas rompedoras y nuevos “conceptos” -una palabra que se repite mucho- street food que han copiado de algún portal de tendencias absurdo.
Es lo que ellos llaman ser canalla, una palabra que hace rechinar los dientes: a Carles Armengol, autor de Collado: la maldición de una casa de comidas, se le eriza el lomo cuando la oye. “Canalla fue la mecha que encendió la llama de los namings irreverentes. Elige cualquier sinónimo y verás que ya existe un restaurante con ese nombre”, afirma. El pijo que aspira a ser un macarrita es una figura habitual del circo ibérico: son los nuevos Pocholos. Intento averiguar de dónde surge esta pulsión con la ayuda de Iñaki Domínguez, autor de libros como San Vicente Ferrer 34, Macarras interseculares o La verdadera historia de la panda del Moco. “En España hay una larga tradición de pijos canallas, y todavía sigue: los pijos de más alta alcurnia, aristócratas por ejemplo, ya tienen su destino escrito. En cierto modo, una persona llana es más afortunada, pues tiene más libertad de elección, y muchos pijos se rebelan contra esa predeterminación a través del canallismo, la transgresión”, afirma.
El autor también destaca la figura de la oveja negra, otra constante de Pijolandia. “La familia, aunque tenga mucho dinero y parezca estructurada, puede tener problemas internos. Y eso se manifiesta, como un chivo expiatorio, a través de las ovejas negras: la familia no funciona y ellas ejercen de síntoma”, concluye. Aunque la RAE define canalla como “persona despreciable y de malos procederes”, en manos de esta nueva ola de emprendedores, la palabra se ha convertido en un comodín irritante: el gamberrete entrañable. Your fragrance, your rules. Cocina canalla, experiencias canallas, a fuerza de repetir el vocablo, lo han vaciado de significado; cuando veo que algo es canalla, mi primera reacción es la sospecha: solo imagino a pijos queriendo ser malotes.
(Con)fusión total
Carles Armengol alguna vez ha tenido que internarse en territorio canalla. “Si lo he hecho, ha sido por obligación, ara alguna cena de empresa en la que al jefe -que se veía a sí mismo como un jugador del Barça- le daba por llevarnos a sitios horteras con muchos espejos, camareros con camisas hawaianas, lavabos con cabina de DJ y sillones innecesarios”, comenta. Domínguez asegura que el pijo, al que todo le ha ido siempre a favor en la vida, cree que es especial y que todas sus decisiones son estupendas; pero la cruda verdad es que estos negocios desean con tanta fuerza tener personalidad que acaban siendo todos iguales. La misma capacidad para producir vergüenza ajena, los mismos influencers sobornados, el mismo abuso de la letra k, las mismas decoraciones esquizoides, la misma obsesión por disfrazar a los camareros como extras de un videoclip de Rauw Alejandro.
Para estos palacios de lo hortera, además, solo hay dos tipos de cocina: la que mola y la que no. Olvídate de pedir un cocido gallego, los pijos canallitas viven la revolución de la fusión… La fusión de lo que está de moda. Smash burgers, cebiches, dumplings, tacos, tataki, sushi de autor, steak tartar, carnes maduradas, wagyu, specialty coffee (sic), mezcalería, coctelería de autor (salvaje), vinos muy salvajes y lo que el postureo disponga. De hecho, en muchos de estos sitios, puedes encontrarlo todo en la misma carta. Te dirán que es street food -otro término vacío-, pero ya sabes cómo acaba la película: NO te la cobrarán a precio de street precisamente.
Además, por mucho que presuman de cartas originales y rompedoras, el patrón se repite en casi todos: no los verás cambiar al ritmo del producto de temporada, porque esta es la liga del maki de atún con fresas y Peta Zetas. La comida, igual que la decoración -que no falten unos lavabos irreverentes- e iluminación, está pensada en clave selfie. Es un gamberrismo de boutique que prioriza la fotogenia y el coolness hasta en los fogones: aquí no has venido a comer, has venido a molar. Para Armengol se trata de parques temáticos urbanos cuya temática es la indecencia humana y el mal gusto. “Si me toca ir, busco la mejor esquina en la que observar todo lo que pasa. Jefes de sala enfarlopados, familias cataríes comiendo huevos rotos con patatas paja, grupos de amigos que han estudiado en Esade y solo se drogan una vez al año en el Primavera Sound haciendo fotos al tiovivo de la entrada con cara de ‘fuah, esto es muy loco’. Qué asco me da todo, pero qué feliz me hace estar allí para contemplarlo”, sentencia.
Agitar antes de usar
Por alguna razón, los nuevos crapulitas con posibles creen que un poder divino les ha encomendado la misión de agitar el aburrido panorama gastronómico de su ciudad: si entras en alguna de sus webs, encontrarás peroratas que solo se atrevería a escribir un flipao. Manifiestos, filosofías, idearios, todo explicado en una jerga descarada y plagada de anglicisimos, que roza la dialéctica crypto bro. “Se lleva la hostelería informal y desenfadada; que el camarero o camarera lleve el cuello tatuado y se siente en la mesa para tomarte nota. Me imagino una reunión entre tres amigos con pasta tomando la decisión de llamarse ‘BELLACO MIDA’ y diciendo ‘lo petamos’, y me dan ganas de presentarme el día de la inauguración con un lanzallamas”, sentencia Armengol.
En este caldo de “buena vibra”, flota el mensaje más importante: la vida es una fiesta, canallitas. Cómo no lo va a ser, cuando te sobra la panoja para montar un gastrobar con tus amigos ricos. El tardeo infinito, las camisas Bottega Veneta abiertas, sobremesas cachondas de mixología, ¿a alguien le importan las responsabilidades? Para colmo, la fantasía de vivir en una fiesta eterna viene acompañada de una alergia irracional al silencio, y eso solo puede solucionarlo la gran turra, es decir: un DJ de house disfrazado de Peaky Blinder con un volumen que te impida mantener una conversación. Como apunta Armengol: “La música suena muy alto para llenar el vacío emocional que hay entre tanto diseño pensado para agradar al algoritmo”.
En este batiburrillo conceptual, resulta que ahora lo más gamberro es utilizar adjetivos femeninos trasnochadísimos para el nombre de los locales. La Chula, La Malcriada, La Chunga, La Mandona, La Indomable, La Peligrosa y La Pereza que dan. Desconozco qué razón se esconde detrás de esta fiebre, pero me produce urticaria mental. ¿Estamos a tiempo de pararla?
Los chicos del barrio
Vale, quizás nos hemos pasado. Es inevitable tomarse estos negocios a choteo (gracias Pantomima Full), pero no deja de ser inquietante que cada vez haya más pijos con poca experiencia y fantasías de macarrilla abriendo bares y colonizando la ciudad con sus desvaríos horteras: ante semejante proliferación, cabe preguntarse si estos hot spots aportan algo a los barrios que les dan cobijo.
La respuesta apunta al no.
En el tejido social de su entorno, jamás tendrán el mismo peso que, por ejemplo, un restaurante de menú del día: están ahí, pero son invisibles a ojos de los vecinos, como la materia oscura; su objetivo no es echar raíces en el barrio, sino ocuparlo. Un velo separa al mileurista de estos mundos mágicos a los que solo acceden turistas con pasta, expats, nómadas digitales y gente molona dispuesta a soltar 18 euros por un cóctel creativo: qué sería de los canallas sin su poquito de gentrificación.
“Suelen ser proyectos con mucho marketing y poco oficio: la inyección de pasta con la que arrancan es desorbitada”, apunta el autor de Collado, a quien le preocupa especialmente el agravio comparativo. “Al otro lado, los bares de barrio de toda la vida las pasan canutas para cumplir con las exigencias y limitaciones de su licencia, mientras a duras penas pueden afrontar el coste de una reforma: ellos iluminan la ciudad y la cargan de identidad. Debemos cuidarlos”, afirma.
Para Domínguez, en Madrid el problema es que el suelo está caro en todas partes, incluso en los barrios obreros, en los que ya se ven edificios y apartamentos de lujo. “Estos restaurantes no tienen una relación orgánica con el entorno, pues todo se reduce a quién tiene todo ese dinero para comprar o alquilar”. Él ya no pisa un centro “donde todo son turistas con maletas y restaurantes tipo brunch: muchos no funcionan, pero no pasa nada, porque ya invertirán en otra cosa”. “Una vez acabé en uno de estos locales: no pude comer porque no tengo smartphone y no pude pedir, ni hacer nada”, recuerda. Un “Directed by Robert W. Weide” de libro.
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