¿Quién teme a la hamburguesa vegetal?
El ‘lobby’ cárnico defiende que usar vocabulario carnívoro en alimentos vegetales puede confundir a los consumidores. Esto equivale a sostener que las palabras tienen relación directa con la realidad material que representan y que una persona normal y corriente necesita tutela lingüística
El Parlamento Europeo votó la semana pasada a favor de prohibir que palabras como “burger”, “filete” o “salchicha” aparezcan en envases de productos que no contengan carne, definida en esta propuesta como “partes comestibles de un animal”. La medida aún no es ley. Antes, deberá pasar por la Comisión y el Consejo Europeos. Cuando esto ocurra, las hamburguesas vegetarianas tendrán que buscarse otro nombre. Y si esto fuese un debate honesto, la carne de pimiento choricero, también.
Pero la aparición de la palabra “carne” en la etiqueta de los tarros de pulpa de ñora no molesta a nadie, y no se tocará, porque este debate no es lingüístico, sino una batalla entre dos grandes lobbies: el cárnico y el de la industria de los ultraprocesados veganos. Y lo que está en juego son cuotas de mercado. Los primeros defienden que usar vocabulario carnívoro en alimentos vegetales puede confundir a los consumidores. Esto equivale a sostener que las palabras tienen relación directa con la realidad material que representan, y que una persona normal y corriente necesita tutela lingüística, porque no sabe que las gambas con gabardina no van vestidas, que las patatas viudas nunca estuvieron casadas o que unos fingers de pollo no son dedos.
Negarle a la hamburguesa vegetal el derecho a llamarse “hamburguesa” nos forzará a buscar alternativas a “colgar” y “descolgar”, en el caso del teléfono, y a “tirar”, en el caso de la cadena del váter, porque en ambos casos la acción hace décadas que se resuelve apretando un botón. También habrá que reconsiderar las palmeras para merendar y las cañas con los torreznos.
Hace diez años hubo un debate parecido al presente, en torno a la leche, que se saldó en 2017 con el veto a la palabra “leche” en el envase de todo líquido no resultante de ordeñar un mamífero. Desde entonces, las bebidas de granos y semillas son licuados, aunque aparezcan como leche en todos los recetarios más antiguos de la humanidad, desde The Forme of Cury (1390), a Antiquitates Culinariæ, a el Sent Soví (1324). La leche de mamífero ordeñado, en cambio, se cita en contadas ocasiones. Hasta hace setenta años, la leche animal era un ingrediente peligroso, temido por ser uno de los principales vectores de transmisión de la tuberculosis y el tifus. Darle la vuelta a esta percepción y prestigiarla costó décadas de inversión pública y privada en campañas sanitarias, programas escolares (“un vaso de leche al día”), anuncios con madres sonrientes y doctores hablando de calcio y huesos. La lucha de las empresas de bebidas vegetales por etiquetar sus productos como “leche de soja” o “leche de avena” no fue una cuestión semántica, sino en pos de heredar gratuitamente el capital cultural y publicitario acumulado en la palabra “leche” tras un siglo de inversiones.
El lobby cárnico blande como precedente su victoria en la guerra de la “leche” para defender ahora las palabras “hamburguesa” y “burger”. Esta última, por cierto, un anglicismo reciente sin arraigo en la mayoría de lenguas europeas, que apenas tiene historia propia fuera del marketing. En España, la hamburguesa aterrizó en los años diez en los menús refinados como “filete a la hamburguesa” o “filete ruso”, y décadas después, entre pan y pan, se convirtió en símbolo del estilo de vida estadounidense; tan moderna, tan juvenil, tan tremendamente rentable. En cuanto a carne picada, éramos tierra de albóndigas. Pero ellas no figuran en la lista de palabras a regular: son financieramente inofensivas.
Sí que aparece salchicha, y ella convierte este vodevil de intereses lingüísticos en algo realmente fascinante. Salchicha viene del latín “salsicia”, que significa “condimentado con sal”. Si estuviéramos protegiendo el significado real de las palabras, y no rentabilidades, una salchicha sin sal tendría menos derecho a llamarse salchicha que una salchicha vegetal.
Al consumidor de a pie no le queda sino asistir con pasmo a este duelo de titanes peleando por lo suyo en las instituciones que financiamos entre todos y preguntarse para cuándo queda lo de multiplicar por diez el tamaño de los tipos de letra de las etiquetas. Eso es, claro, si hablamos de proteger el derecho del consumidor a saber lo que compra.
En la composición de una hamburguesa de vacuno de un supermercado cualquiera es habitual encontrar agua, sal, fibra vegetal, cereales, especias, aromas, conservantes, sulfitos y antioxidantes, y no “100% carne de ternera picada”. En la etiqueta de una hamburguesa de Beyond Meat, uno de los grandes fabricantes de ultraprocesados veganos, se lee: “Agua, aislado de proteína de guisante, aceite de colza, aceite de coco, proteína de arroz, aromas, metilcelulosa, almidón, extracto de manzana, colorante, maltodextrina, extracto de granada, sal, cloruro de potasio, concentrado de zumo de limón, vinagre de maíz, zanahoria en polvo y lecitina de girasol”, en vez de “garbanzos cocidos, tomate deshidratado en aceite, albahaca fresca, ajo frito, avellanas tostadas, harina de maíz, sal, pimienta”.
En 2020, se les preguntó a más de 12.000 ciudadanos europeos de 11 países si enunciados como “hamburguesa de lentejas” o “salchicha de tofu” les confundían al ir a comprar. La respuesta, en más de un 70%, fue que no. Este debate no nace de las quejas de los consumidores, que lo que sí llevan años pidiendo es el derecho a leer sin lupa la composición real de lo que comen, una trampa que se ceba especialmente con nuestros mayores. En esta batalla de lobbies, uno intenta colar gato sin gato y el otro, liebre sin liebre. Al final, quien pierde siempre es el consumidor.