Receta de gazpachuelo de percebes
La chef Gloria Pidal, conocida como Glorionce, vive en una furgoneta en Baja California, donde pesca, cocina y graba originales recetas con lo que encuentra a su alrededor
Mirado desde la distancia, el cuadro puede ser desolador: la camioneta cubierta de óxido asoma el morro entre las dunas. El toldo del camper apenas se aguanta en pie, una infinidad de recipientes de plástico intenta ser un huerto y una fogata hace su trabajo. Sin embargo, mirado de cerca, y tras un prisma optimista, ese chiringuito que podría considerarse pintoresco, para mí es un sueño. Es mi casita sobre ruedas, mi refugio, mi jardín, un lugar donde puedo cocinar sin estar entre cuatro paredes, sin oír el rugido atronador de una campana extractora. Escuchar el mar, campar descalza, rebozarme en la arena... es mi libertad. Ver el cilantro crecer un milímetro al día me proporciona una felicidad indescriptible, observar el sol zambullirse en el Pacífico me sorprende cada atardecer, pero lo qué más ilusión me hace es ir a mi cueva secreta a por un puñadito de percebes. Nunca me he dejado llevar por la avaricia porque sé que es mi única fuente de proteína asegurada.
Un día, en mi regreso de la cueva, con la cara desencajada de felicidad, me encontré con nuestros únicos vecinos campistas, los cuales no habían podido (u osado) visitar nuestro decadente ranchito. Antes incluso de presentarme, les enseñé con orgullo mi preciada captura, sacudiendo mi cubeta, agarré un puñado y lo saqué para que los pudiesen ver más de cerca. Dieron un paso atrás y sus caras oscilaron entre la sonrisa, el estupor, el asco y la pena (exactamente por ese orden). No podían entender cómo aquel producto marino no identificado y de aspecto tan poco tentador, podía generar tanta felicidad en un ser humano. Les confundía aquel festejo desorbitado. Dijeron que parecían dedos de dinosaurio y yo les dije que los dedos de dinosaurio estaban deliciosos. Días más tarde, cuando hubo más confianza, me confesaron sin tapujos: “Estábamos preocupados, pensamos que estabais hambrientos”. En la siguiente expedición a la cueva me aseguré de rapiñar un puñado extra para los vecinos y fue entonces cuando entendieron no solo que no nos estábamos muriendo de hambre, sino que estábamos comiendo mejor que ellos. Así son los prejuicios con la comida.
Mi alijo de percebes no estaba cerca. Había que caminar más de seis kilómetros para llegar. En mis idas y venidas siempre oía la voz de mi mejor amiga (una gran cocinera asturiana) diciendo: “Agua de mar, agua hervir percebes echar, agua hervir, percebes sacar”. Una receta simple y perfecta. Un mantra. Pero a veces me preguntaba por qué nunca había comido percebes de ninguna otra forma.
Dos años más tarde y por primera vez me aventuré con esta receta que os prometo es una delicia. Con mayonesa casera seguro que es insuperable, pero en la cocina de naufragio, lo que hay es lo mejor. Bienvenido “gazpachuelo de percebes”.