Confit de cabrón y otros problemas de comunicación en los restaurantes

Para evitar el conflicto no hace falta argumentar ni elucubrar, ni explicar ni justificar, sólo comunicar de forma clara cuáles son las condiciones del pacto antes de cerrar el acuerdo, esto es, antes de que el cliente se siente a la mesa

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

Decía Nietzche que cuando uno mira fijamente al abismo, refiriéndose a las profundidades insondables del alma, el abismo le devuelve la mirada. Algo parecido sucede con los ojos de un camarero francés cuando una le pide, muy amablemente, “confit de connard” —confit de cabrón—, en vez de “confit de canard” —confit de pato—, por error. No lo hagan. Fue terrible.

A lo largo de mi periplo profesional he trabajado para jefes y propietarios de restaurantes de todo tipo y condición. De todos he aprendido algo. Recuerdo a uno muy joven y de universidad de pago que decía que detrás de cualquier conflicto casi siempre se escondía un problema de comunicación. Tenía razón.

Hace pocos días, la cuenta de X @soycamarero, una mina en lo que a conflictos entre personal de servicio y clientes de restaurante se refiere, colgaba la fotografía de una reseña y pedía a los internautas posicionarse en favor de uno u otro bando.

Por un lado, tenemos al cliente que se presenta en el establecimiento con su propia tarta de cumpleaños debajo del brazo, sin avisar, y que, al repasar el tique al final del ágape, que sube a 300 euros, no está de acuerdo con que el restaurante haya cargado cinco euros por comensal a la cuenta de la mesa por ello. Por el otro, tenemos al propietario, que sostiene que esos cinco euros comprenden el hecho de guardar la tarta, el uso de la vajilla y los cubiertos, el servicio de corte y emplatado por parte de los camareros y lo que se conoce como coste de oportunidad, es decir, lo que el restaurante deja de facturar en esas sillas ocupadas debido a los postres que deja de vender al acceder a servir comida no adquirida en el establecimiento. El portavoz del restaurante añade que, de hecho, él no tiene obligación ninguna de asumir la responsabilidad de lo que les pueda pasar a los estómagos de los clientes por comerse algo que él no ha preparado.

Ambas perspectivas tienen defensores y detractores, pero en realidad es completamente irrelevante quién lleve razón. Esto es un ejemplo magnífico de un problema de comunicación que va de tiempo y no de contenido; en el que no sólo no es necesario que ambas partes se pongan de acuerdo, sino que ni siquiera es relevante que lleguen a entender cada uno la postura del otro.

El mundo está lleno de restaurantes que accederían naturalmente a complacer a ese cliente en concreto sin darle más vueltas; como clientes habrá encantados de ocupar la mesa que el grupo del cumpleaños habría dejado libre de haber sabido, de entrada, cuáles eran las condiciones del pacto comensal-empresa que ofrecía ese restaurante en concreto. El momento de presentar la cuenta no era el momento en el que el cliente tenía que enterarse del cobro por el servicio de la tarta: ya era tarde. Presentarse en la mesa con una parte de la comida traída de casa, sin haber avisado, jugando la carta del último minuto, pasa rozando el larguero de la portería del “hacer trampas”.

Para evitar el conflicto no hace falta argumentar ni elucubrar ni explicar ni justificar, sólo comunicar de forma clara cuáles son las condiciones del pacto antes de cerrar el acuerdo, esto es, antes de que el cliente se siente a la mesa o, si existe la posibilidad de reservar, antes de que la reserva se formalice.

Al fin y al cabo, hay bares y restaurantes que ofrecen todo tipo de condiciones: restaurantes con gatos, restaurantes con parques infantiles en el comedor, restaurantes en los que está prohibido hacer fotografías, restaurantes con códigos de vestimenta muy estrictos, o restaurantes en los que a uno no le dejan entrar si no va desnudo. Yo tengo claro cuáles me atraen de esa lista y cuáles no, pero no voy a perder un segundo en explicarles si estoy o no de acuerdo con sus condiciones: voy a limitarme a ir o no ir.

El problema de comunicación más fabuloso que he vivido sucedió hace cuatro años en el restaurante de pueblo en el que ejercía de cocinera. Una familia compuesta por una pareja con dos niños apuraba los cafés y se disponía a recoger sus cosas para levantarse e irse. La madre hizo un gesto a la camarera y le pidió, educadamente, que le trajeran la cuenta, por favor. La palabra “cuenta” en catalán suena prácticamente idéntica a “cuento”. Al instante, raudo y veloz, el niño más chiquito, que debía rondar los tres o cuatro años, levantó el brazo hasta el cielo, abrió bien grandes los ojos y exclamó, con todo su ser, “¡me pido el de Rayo McQueen!”.

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