Aquel verano de... Maria Nicolau: Lo que pasa en París cuando los parisinos se van

La ciudad de la luz es gris. Y despierta a una segunda vida furtiva en verano al caer el sol

Maria Nicolau con amigos en París, en una fotografía proporcionada por ella.

El aire en las grandes avenidas de París en agosto tiene la densidad fofa de una pelota de playa abandonada al sol. En callejones y pasadizos de metro, vacíos, el ambiente es revenido y reverberante, como en una piscina cubierta de polideportivo municipal.

En la ciudad solo quedan cucarachas y trabajadores pobres; aquellos que no se pueden permitir unas vacaciones para huir de la canícula; los que saben que la Ciudad de la Luz solo hace honor a su nombre de noche, cuando se encienden las farolas y los rótulos de neón. Porque la urbe vive en penumbra fría, displicente, encapotada y lluviosa once meses de cada doce. París es una ciudad gris. Y despierta a una segunda vida furtiva en verano al caer el sol.

Britney Spears es lo más sexy que le ha pasado a la música desde Müdhoney, ¿sabes?”. En la barra de un bar punk en Oberkampf, un jueves, pasada la medianoche, un desconocido me cuenta sus extravagantes teorías musicales. Le escucho fascinada y tomo a sorbitos zumo de melocotón. En cualquier momento aparecerán Yukiko, Tomo y Reiko, pasteleros japoneses del obrador de lujo en el que trabajo, y me harán señas desde la calle. “¡Vamos!”. Solo hablan japonés. Yo me defiendo en francés. No comprendo una palabra de lo que dicen, pero nos entendemos perfectamente. Hoy vamos a ver a Banane Metalik, una banda de rockabilly gore que levanta pasiones en Japón y toca en un club cercano. Días atrás fue el Bolero de Ravel de Béjart en la Ópera Garnier. Yukiko sabe cómo conseguir entradas a 3 euros. La semana anterior nos colamos entre bastidores en una pasarela de moda y pasamos la tarde probándonos gafas de sol y bolsos.

Los miércoles me escapo y me reúno con los amigos de mi antiguo trabajo, un hotel de lujo en Champs Elysées. Quedamos a orillas del canal Saint-Martin para jugar a ping-pong y comer bocadillos. Cada uno trae su pala y una fiambrera con su especialidad para compartir.

Karl es, a todos los efectos, un buey normando. Vive un noveno piso sin ascensor de nueve metros cuadrados sin baño, pero con acceso a una letrina de uso comunitario. Se empecinó en conseguir un antro al que llevar a las chicas en Saint-Germain-des-Prés, y eso es lo que consiguió por setecientos euros al mes. Es feliz con una litera, un plato de ducha, un televisor y una nevera portátil. Se ha convertido en un experto haciendo bocadillos. No es muy diestro con la pala, pero su combinado de pan de centeno con mantequilla bretona, salchichón seco de ternera de Normandía y pepinillo es un milagro divino.

Stefano es de Bolonia. Juega al ping-pong realmente bien. Prepara emparedados con crema de pistacho y la mortadela que le envía su madre periódicamente. Trabaja con Patrick Roger, un genio loco que esculpe en chocolate orangutanes a tamaño natural y hace los mejores bombones de cacao, albahaca y lima que yo haya probado nunca. Stefano lleva una década en la élite mundial del chocolate y, sin embargo, no lo puede tocar. Tiene las manos exageradamente calientes y lo estropea; los bombones se derriten por donde él los roza. Su reino es un pequeño cuarto donde tuesta y carameliza frutos secos con un ansia obsesiva y elabora el praliné excepcional que rellena unos bombones que quizá, sin él y sus manos calientes, no serían los mejores del mundo.

Luego está Damien. Él se quedó al mando de la pastelería al irse el chef de vacaciones. Se le dan mejor los bolos que el ping-pong. En otra vida fue bombero. Tiene un físico hercúleo que asusta de tan bello, y aire ausente. Gracias a él pude atisbar el mundo que habita en los márgenes de la alta cocina, en la noche paralela que empieza al cruzar el umbral saliendo por la puerta de atrás.

“¿Puedes guardar un secreto?”, dijo un sábado por la noche, mientras recogíamos la pastelería para irnos. “Claro”, respondí. Empezó a sacar ingredientes de las neveras y a disponerlos sobre el mármol. “Tenemos que hacer un pastel de cumpleaños”. Era la una de la madrugada y en la cocina ya no quedaba ni un alma. No hice preguntas. Sacamos placas finas de bizcocho joconde, mantequilla de cacao, crema de café, mousse de chocolate y almíbar de amaretto y montamos una tarta preciosa que envolvimos y escondimos dentro de una caja. Mandó un mensaje de texto. Dos minutos después sonaron un par de golpes suaves en la puerta de servicio. Al abrirla, aparecieron tres gorilas vestidos de etiqueta, con pinganillo. Revisaron la caja e invitaron a Damien a acompañarlos. “¿Vienes?”, me dijo. Y le seguí. Atravesamos la ciudad en un coche de lunas tintadas. Nos apeamos en un claro de bosque a los pies del río Marne, en las afueras de París. Desde un yate parado en la orilla, Lenny Kravitz saludaba a Damien efusivamente.

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