El poder enloquecedor del olor a galletitas calientes

Cuando los canes detectan algún olor especialmente interesante, sienten la necesidad imperiosa de complementar el estímulo nasal con el gustativo

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

Me tiene fascinada la obsesión de mi perra por lamer las baldosas de la terraza cuando llueve.

La semana pasada vi la ocasión de interpelar a un biólogo y naturalista al respecto. Él, de nombre Andrés, después de torcer el gesto por lo intempestivo de mi pregunta en el contexto de tomar unas cervezas y unas olivas entre amigos en la terraza de un bar, me respondió, muy educadamente, que la acción de mi perra se debe, probablemente, a su sensibilidad olfativa.

Cuando los canes detectan algún olor especialmente interesante, sienten la necesidad imperiosa de complementar el estímulo nasal con el gustativo, como para dar más dimensiones a la experiencia, y arremeten a lamer lo que sea que encuentren a mano. Precisó que es posible que la perra se sienta atraída, además, por la geosmina, un producto metabólico resultado del trabajo de una serie de actinobacterias que interactúan con el agua de lluvia generando el petricor.

Petricor es el nombre que recibe el olor que causa la lluvia al caer sobre los suelos de piedra que hace tiempo que sufren de sequía. La palabra nace de la unión de dos vocablos griegos: πέτρος, petros, que significa “piedra”, y ἰχώρ, ikhôr, el líquido que fluye por las venas de los dioses en la mitología griega.

“¡Galletas calientes!”, espeté, “¡eso es lo que fluye por las venas de los dioses!” y dejé de prestarle atención al instante. Andrés terminó de quedar convencido de que me falta una patatita para el kilo.

Lo que le pasa a Roma, mi perra, con la fragancia de la lluvia contra las baldosas de gres, lo vivimos mis compañeros de clase en quinto de EGB y yo, en una de esas excursiones en autocar de visita educativa al molino aceitero, el planetario, el parque de bomberos o las ruinas romanas de turno.

Cada año, siguiendo una tradición que se remontaba a más de dos décadas, los alumnos de quinto de EGB de mi colegio peregrinaban al polígono industrial para descubrir los secretos de la fábrica de galletas donde LU producía las Príncipe de Beukelaer y las Dinosaurios. Ese año nos tocaba a nosotros. Ninguno fue capaz de dormir las noches previas. Llegó el día y nos montamos al autocar excitadísimos, dispuestos a recorrer el camino de baldosas amarillas para conocer al Mago de Oz.

La visita fue algo memorable, sin duda. De hecho, a raíz del paso de nuestra promoción por las instalaciones, el colegio quedó vetado para siempre en todas las fábricas que la empresa tuviese en territorio nacional.

Éramos buenos chavales, pero como la perra con el petricor, enloquecimos. Apenas atravesamos la puerta metálica que daba al hangar de producción, perdimos el mundo de vista. El olor, Dios mío. Ese olor dulce y caliente de galleta horneándose. No un solo bufido aislado, ese que escapa al abrir la puerta del horno de casa para ver si las galletas están listas, no. Un oleaje incesante, hondo, ubicuo, algo obsceno e irresistible.

Se nos nubló la mente, salimos en estampida, enfurecidos, cegados por el aroma, sordos a los gritos de los profesores, y nos abalanzamos contra las máquinas en marcha. Asaltamos cintas transportadoras, metimos las zarpas en recovecos, desmontamos palets, abrimos cajas, arramblamos galletas calentitas a brazos llenos, atiborramos las mochilas como bestias salvajes, muertos de hambre o un atajo de simples. Salimos de allí con anoraks y bombers henchidos como bolas de billar, triunfales.

A los operarios de la LU, ese día les trastornamos la cadena de producción entera. La bronca en el autocar fue de proporciones épicas. El claustro de profesores estuvo valorando nuestro caso durante semanas, a puerta cerrada, y al final la dirección del centro decidió, con el beneplácito de padres y tutores, castigarnos ese año sin colonias.

No ir de colonias no fue ningún drama. Los alumnos del otro quinto, la clase de “los buenos”, sí fueron, y parece ser que no nos perdimos gran cosa. Los llevaron a pasar dos días de jornadas educativas —campo de aprendizaje, lo llaman, a ese timo de colonias—, a Coma-ruga, un trozo de playa de la zona de El Vendrell, en Tarragona, que no es famoso por ser especialmente bonito. Se ve que los monitores les prepararon un juego de pistas nocturno tan bien diseñado que los chavales no fueron capaces de encontrar las bolsas industriales de palomitas que los profesores habían enterrado en la arena como premio. Ya me dirás tú, palomitas revenidas y remojadas por la brisa marina, qué maravilla de no-recompensa.

La visita a la LU fue la mejor salida escolar de todas las que recuerdo.

Entiendo perfectamente que la perra se obsesione de ese modo al oler la lluvia contra la piedra de la terraza. El petricor tiene que oler a tsunami de galletas calientes.

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