La resurrección de los viejos ‘bouillons’: el restaurante ‘bueno, bonito y barato’ que triunfa en París con la inflación
La capital francesa vive una explosión de establecimientos de moda en el siglo XIX y que, tras estar a punto de extinguirse, han regresado gracias a su comida típica y precios asequibles
La fórmula es infalible. Precios más que asequibles por ser París, comida en general aceptable aunque poco memorable, mobiliario vintage. Y todo rápido, muy rápido.
¿El potaje? Un euro. ¿El estofado? 11,50. ¿La crema caramelizada? 3,20.
En una ciudad en la que comer (mediocremente) por menos de 20 euros resulta cada vez más una quimera, la nueva fiebre gastronómica son los bouillons. Un bouillon es un caldo; los bouillons son restaurantes que tiene su origen en el siglo XIX y que servían, además de caldo, platos típicos franceses. Hoy, con una inflación que ha alejado a muchos clientes de las brasseries y los establecimientos tradicionales, París vive la fiebre de los bouillons.
Hay filas de cien y más personas esperando fuera para entrar, a veces una hora o más. Dentro se agolpan turistas y locales, familias y estudiantes.
Desde 2017, han aparecido bouillons a borbotones. En la rive gauche y la rive droite. En París había uno solo hasta entonces, el único superviviente de los bouillons del siglo XIX. Ahora hay diez, según un recuento del diario Le Parisien. Y se expanden por otras ciudades.
¿El secreto? “La gente quiere algo más que un plato. Quiere un decorado. Un buen ambiente”. Habla Yann Hulin, director de operaciones de Bouillon Chartier, el original, el más antiguo, el que ha atravesado los siglos y hace unos años inspiró a los demás, que lo copiaron. “No es caro”, constata Hulin. “Ahora bien, ¿no es caro porque no es bueno? ¡No!”.
Estamos en el Bouillon Chartier, en el 7 de la calle del Faubourg Montmarte, en la animada zona de los grandes bulevares. Son las seis de la tarde de un miércoles y nos sentamos entre el ir y venir de los camareros y en medio el bullicio de los comensales, auténtico ballet y sinfonía de los bouillons.
Poco ha cambiado desde 1896, cuando los hermanos Chartier abrieron el local. La madera gastada. Los manteles de papel donde los camareros apuntan la comanda y hacen la suma al terminar. Los casilleros numerados en los que, antiguamente, los obreros y pequeños empleados que venían a almorzar guardaban sus servilletas.
Hulin, un hombre con décadas de experiencia en el sector, explica que, en más de un siglo, el restaurante pasó por varios propietarios (y, podría haber añadido, sobrevivió a dos guerras mundiales, una ocupación extranjera, tres repúblicas, 18 presidentes), pero “sin cambiar el decorado, ni la manera de trabajar ni la oferta comercial”. “El menú en papel, que cada día imprimimos con la fecha del día, es el mismo”, continúa antes de enumerar los platos estrella. Sin olvidar los precios: “Le podemos ofrecer un menú por 10 euros: entrada, plato y postre”.
La clave del éxito de estos restaurantes (Chartier, actualmente con tres sedes, integradas en el Grupo Joulie, y los imitadores) es “la relación calidad precio”, coinciden los responsables de varios bouillons. Cerca de 2.000 cubiertos al día permiten negociar con los proveedores precios favorables. Ayuda el ritmo acelerado. Uno se sienta y sin darse cuenta está comiendo. En 50 minutos, o poco más de una hora, ya se ha levantado y ha dejado la mesa libre para el siguiente comensal. Teniendo en cuenta que están abiertos desde la 11,30 de la mañana o el mediodía hasta la medianoche, es una mucha gente.
El historiador Loïc Bienassis, del Instituto Europeo de la Historia y las Culturas de la Alimentación en Tours, explica el éxito de los bouillons “por el éxito de una palabra”. Es una palabra, bouillon, cuya “fuerza evocadora (...) vehicula todo un imaginario nostálgico-alimentario”. Quiere decir que su sola mención remite a otra época. Hay otra clave, según Bienassis, y es “el éxito del concepto”. El concepto es el de “la cocina burguesa y tradicional, un poco tipo bistró, con buena relación calidad precio, en el centro de la ciudad y en espacios bastante grandes que juegan la carta retro”.
Benassis sitúa el origen de los bouillons a mediados del siglo XIX, cuando un tal Baptiste-Adolphe Duval abre en la rue Montesquieu el primero. Como los bouillons de ahora, que funcionan como un reloj suizo y son auténticas factorías de comida rápida y popular, Duval inventa un sistema racionalizado y eficiente. El éxito es tal que monta una cadena y otros lo imitan. A finales del siglo hay unos 200.
De estos solo Chartier sobrevivirá. ¿Por qué? “El azar”, responde el historiador. Chartier mantuvo la llama durante todo el siglo XX. Si hubiese desaparecido, seguramente los bouillons habrían caído en el olvido. “Permitió la supervivencia de la palabra y del imaginario”.
Recuerdo el Chartier en los años ochenta. Los casilleros numerados, el barullo y la multitud, los camareros de uniforme. Era un lugar típico y único. Cuando regresé tres décadas después, la sensación era extraña. Nada había cambiado, en apariencia, pero había que hacer cola para entrar y en la clientela abundaban los turistas. Había una tienda de merchandising. Hace unos días, cuando almorcé de nuevo ahí con el fotógrafo Samuel Aranda, todo seguía igual: desde el viejo menú a los camareros que saben hacer el show.
“¡Comenzamos por el final!”, nos dijo el nuestro, un hombre con acento del sur que se había equivocado y nos había traído los profiteroles de otra mesa en vez de los entrantes.
¿Y la comida? Hay que admitir que uno no va a un bouillon para degustar alta cocina. Samuel era la primera vez que venía y encontró una frase precisa para describirlo: “Orgullosamente decadente.”
Es la diferencia entre este bouillon y los nuevos, donde falta el sabor añejo. Una noche reciente, en el Bouillon République, que pertenece al mismo grupo que el Bouillon Pigalle, un centenar de personas esperaban fuera, pero, al ser nosotros tres, pudimos pasar antes. Solo fueron 20 minutos en la fila. Dentro el ambiente era eléctrico. Había mesas enteras de estudiantes que gritaban y cantaban. “Parece el comedor de la escuela”, comentó alguien. “O la fiesta de la cerveza”, añadió otro de mis acompañantes.
Paul Moussié, director de sala, explica que el tiempo medio de cada comida en este restaurante es, al mediodía, 50 minutos, y por la noche, entre 1 hora y 10 minutos y 1 hora y 2 y 20 minutos: “Para ser rentables, debemos renovar las mesas de manera bastante constante”.
En République, todo es más moderno y reluciente que en Chartier. Las cartas están en varios idiomas. El camarero anota el pedido en una pantalla. Se puede pagar con el teléfono. Después sales y afuera siguen esperando. Me acordé de la frase de Yogi Berra, el famoso jugador y entrenador de béisbol conocido por sus aforismos absurdos. Hablando de un restaurante, decía: “Ya nadie va ahí. Está demasiado lleno”.
Podría ser así. Podría ser que las largas esperas para entrar disuadiesen a los clientes. ¿O es un reclamo? “Para nosotros, es más bien una ventaja”, dice Moussié.