El menú que les serviría a los candidatos a la presidencia del gobierno
A cada uno de ellos les vestiría con una bata verde de aquellas que se sujetan con un par de cordeles y los acomodaría en camas separadas, solos, a degustar, semi incorporados, un desayuno de un hospital público cualquiera
En dos días nos plantamos en las elecciones a las Cortes Generales y, a modo de broche final para esta campaña electoral, como si de una suerte de último ágape previo a la jornada de reflexión se tratara, se me ha ocurrido diseñar una especie de menú particular, una experiencia gastronómica a medida, para que la degusten los líderes de los diferentes partidos.
Podríamos agasajarles tratándoles de personas importantes y llevarlos a una serie de sitios caros o emblemáticos, también podríamos configurar una ristra de menús representativos de cada región, con productos locales y pintorescos, para que conozcan un poco más las peculiaridades de cada rincón de este mundo al que representarán poco o mucho, pero he tenido una idea mejor. Tengo pensada una propuesta excelente; el menú más servido en volumen de comensales en este país, el más representativo de lo que es comer en España. Un menú que todos ustedes han probado, o probarán, alguna vez en la vida.
A cada uno de ellos, les cubriría con una máscara de anonimato, les asignaría nombres y apellidos genéricos, y les vestiría con una bata verde de aquellas que se sujetan con un par de cordeles, uno por detrás de la nuca, otro a la altura de la cintura, y que están abiertas por detrás dejando la espalda al aire y el alma titilando de vulnerabilidad e indefensión, y los acomodaría en camas separadas, solos, a degustar, semi incorporados, un desayuno de un hospital público cualquiera.
Los llevaría después a sentarse en la mesa de un comedor escolar (igual les cambiaría la bata verde por una de cuadros con botones) a comer sin rechistar lo que hubiese en la bandeja, a terminarse el yogur; y para cenar les reuniría en torno a una mesa compartida en el comedor de una residencia geriátrica. La máscara no se la quitaría nunca.
Les invitaría, en definitiva, a degustar un menú con un precio de coste por persona y día que ronda los siete euros (1 euro el desayuno, 2,60 euros el almuerzo, 2,40 euros la cena) y que se sirve en bandejas compartimentadas, diariamente, a más de cinco millones de españoles en colegios públicos, hospitales, instalaciones sociosanitarias, residencias geriátricas e instalaciones públicas con servicios de restauración colectiva que, sean más o menos delegados y subcontratados, estén más o menos lejos de su gestión o supervisión directa, están o estarán bajo su responsabilidad. Les serviría, al fin y al cabo, la experiencia gastronómica que ellos mismos de pensamiento, palabra, obra o por omisión, han diseñado y elaborado. Un menú confeccionado a partir de los recursos y del cuidado y atención que ellos le destinarán, a medida de sus prioridades. Un menú que gran parte de ustedes, como yo misma, hemos catado de pequeños en el colegio, es probable que comamos algún día en algún hospital, o puede que degustemos, si Dios quiere, una temporada cuando seamos mayores.
No existe empresa gastronómica española que sirva más comidas diarias que el conjunto de menús servidos en la restauración colectiva de los centros públicos de este país. A esto es, pues, a lo que sabe España, si nos ponemos un poco serios.
En otra vida, viví cinco o seis años en Barcelona, en un tercer piso recutre sin ascensor, pero con problemas de humedades, cucarachas y un entresuelo que lo convertía, en realidad, en un cuarto, a 73 escalones de distancia de la calle. En el piso de arriba vivía mi vecina Pilar, una señora de más de 80 años que vivía sola, combinando la pensión de viudedad con planchar ropa por encargo unas horitas cada tarde para conseguir llegar a fin de mes.
Pilar no salía demasiado. 92 escalones eran la medida exacta de su suplicio. Sólo sé de dos cosas que fueran capaces de empujarla a bajar a la calle y abstraerla de su rutina de radio y patata hervida con un chorrito de aceite para cenar. Una era arreglarse un poco para ir a bailar tangos en el casal público del barrio las tardes de domingo; la otra, bajar a la terracita del bar de Pablo, a la vuelta de la esquina, a tomarse una cañita, unas olivas y un pan con tomate, los sábados al mediodía. Esas dos cosas le daban la vida.
Un día, Pilar tuvo un accidente doméstico, una de esas aparatosas caídas propias de los mayores, y sus hijos acordaron llevarla a una residencia para que la atendieran en condiciones y para que no tuviera que subir y bajar escaleras nunca más. No tenía ni un hueso roto, y se recuperó de los moratones rápidamente, pero nunca la dejaron volver a casa. Con mi hija, que por entonces tendría alrededor de dos años, la visitábamos de vez en cuando.
No hablaba mucho, se le notaba que se esforzaba, de hecho, en hacerle bromas a Carmela o en dar a entender que le importaba nuestra partida de cartas. Estaba triste siempre. Sólo la veía ponerse seria y enfatizar las palabras cuando, antes de irnos, me tomaba del brazo y me pedía, por favor, si no podría llevarle a la siguiente visita un puñado de tomates maduros para frotar el pan con tomate, porque lo que les ponían en la residencia era tomate frito de bote untado en pan.
Una cosa es lo difícil que tiene que ser rehacer una vida fuera de lo que uno ha conocido siempre como casa. Otra cosa es que la comida, que podría ser no sólo fuente de nutrientes y de salud, sea un motivo más para tener ganas de morirse. Tres meses duró Pilar.
Candidatos, la responsabilidad, caliente y en bandeja.