Se ofrece empleo sumergido
La pandemia y las futuras limitaciones al tráfico en la Plaza Elíptica amenazan al mayor mercado laboral en negro de la capital, donde decenas de personas compiten a la intemperie por un trabajo sin contrato
La mayor subasta de empleo sin contrato en Madrid se llama como la capital indonesia. Quienes se congregan aquí la bautizaron de ese modo porque está junto al bar Yakarta, a un costado de la Plaza Elíptica. El letrero luminoso del establecimiento da la bienvenida a la legión de braceros que llegan a la zona antes del amanecer. Sus miradas no se desvían en toda la mañana de la carretera por donde aparecerán los contratistas. Las furgonetas de los autónomos o pequeños empresarios que pagan por horas y en negro se detienen aquí tan solo unos instantes. Suficiente como para que una decena de hambr...
La mayor subasta de empleo sin contrato en Madrid se llama como la capital indonesia. Quienes se congregan aquí la bautizaron de ese modo porque está junto al bar Yakarta, a un costado de la Plaza Elíptica. El letrero luminoso del establecimiento da la bienvenida a la legión de braceros que llegan a la zona antes del amanecer. Sus miradas no se desvían en toda la mañana de la carretera por donde aparecerán los contratistas. Las furgonetas de los autónomos o pequeños empresarios que pagan por horas y en negro se detienen aquí tan solo unos instantes. Suficiente como para que una decena de hambrientos se abalancen y compitan a voces por el precio del jornal. Elegida la cuadrilla, el coche arranca y la economía sumergida comienza a rodar.
El martes de madrugada la ventisca azota las aceras con la furia de un látigo. En la plaza se cuenta hasta un centenar de trabajadores. Pintores, oficiales de primera y ayudantes de albañilería o transportistas que esperan su oportunidad bajo una capucha. La mayoría son inmigrantes sin papeles. En la región viven hasta 48.000 de ellos, según un estudio de la Comunidad de Madrid. El empleo legal les está vetado y recalan en esta plaza atraídos por un boca a boca que ha amplificado la pandemia. La precariedad tiene su propia tradición oral. Jhojan Alexis, colombiano de 23 primaveras, llegó a la ciudad en enero del año pasado y conoció esta oficina de empleo a la intemperie gracias a su compañero de piso: “Con el virus hay más trabajadores que trabajo, mi rey”.
Jhojan es un trabajador esencial que carece de papeles. Durante el estado de alarma enyesó salones y alicató baños. Ahora lleva dos semanas sin subirse a uno de esos vehículos con rumbo hacia el porvenir. “No sale casi trabajo”, cuenta. Alguien como él, joven y con menor experiencia, cobra la jornada de 12 horas a unos 60 euros. Y a veces ni siquiera eso: “El mes pasado un capataz me dijo que había pavimentado mal unos suelos y no quiso pagarme. Reconozco que me enfadé mucho, grité. Entonces uno de sus operarios me golpeó en la cara y el abdomen”. Pese a que temía la deportación, Jhojan denunció lo sucedido ante la policía. “No quiero que le pase algo así a más gente”, afirma.
— ¡Otra furgooo! —grita alguien, generando una avalancha.
Solo un hombre consigue subir y se despide de sus compañeros desde el asiento del copiloto. Los furgones de los contratistas parecen todos alquilados, los delata la publicidad de la carrocería. Quienes conducen dicen formar parte de los confusos entramados de subcontrataciones que intervienen en muchas obras. Hay latinos, españoles y ciudadanos del Este. Ni siquiera llegan a bajarse del coche; el acuerdo con los peones se cierra a través de la ventanilla. Después de la faena es imposible reclamar, como dice Mohamed, de 32 años, que hasta la invasión del coronavirus tenía su puesto en una cocina: “Los autónomos cambian de móvil sin decirte nada”. A su vez, prosigue, estos autónomos “obedecen las órdenes de los empresarios que de verdad tienen el dinero”. Es la lucha del penúltimo contra el último.
Mohamed carga un macuto con ropa para cambiarse. En el Rif aprendió los secretos del oficio de albañil: “Entre otros, que un trabajador se tiene que presentar limpio, aunque luego vaya a mancharse”. A las ocho en punto le compra un emparedado de papa rellena a la única mujer de toda la plaza. Yudith los vende por un euro a quienes salieron de casa sin desayunar. “El despertador suena tan temprano que tienen el estómago cerrado y vienen en ayunas”, relata esta peruana de 42 años. Los hay que llegan desde Leganés, Parla e incluso Toledo o Guadalajara. Viajes que duran horas y comportan caminatas en plena noche, dilatados trayectos de autobús o en tren de cercanías.
Estos peones tienen el gesto endurecido que confiere la escasez. Los grupos se dispersan cuando el miércoles un coche de la Policía Municipal llega a la glorieta. Algunos entran al bar Yakarta, como Jorge y Jean Carlo, dos peruanos de 26 y 21 años. Ninguno se altera, han vivido esta escena muchas veces. Desde la cristalera del local contemplan a los guardias inspeccionando la zona. Jean Carlo ahorró gracias a un empleo como teleoperador en una empresa limeña de móviles. Voló a Madrid el día 12 de marzo, tras meses en los que planeó el viaje y se instruyó por medio de Internet. Varios youtubers le dieron claves para su periplo: “Si ya es difícil estar sin papeles, es aún más difícil estar sin papeles en mitad de una pandemia”.
La policía se marcha rápido. El mercado negro de Plaza Elíptica también fue el primer sitio donde Jorge —casado y padre de tres niños— buscó un empleo tras llegar a la capital el año pasado. Consiguió trabajo en una obra en Talavera de la Reina, provincia de Toledo. Pasó allí una semana junto al resto de albañiles, también irregulares. Dormían con lo puesto bajo los andamios, entre cascotes y polvo de cemento. “Eso fue antes de la pandemia, luego nunca me ha salido tarea para tantos días”, cuenta con un auricular puesto en el oído. Le gusta escuchar a Willie Colón y Héctor Lavoe. Los mismos dos héroes de la salsa a los que un mural homenajea en la entrada de El Callao, “el barrio más bravo de Lima”, el barrio de Jorge.
“Allá te ponen una pistola en la cabeza, disparan y después miran a ver qué llevas encima”, gesticula el joven. Pero él quería otra cosa para sus hijos. El primero de ellos llegó en Perú, cuando su esposa Luana tenía 15 años; el tercero ha nacido hace apenas dos meses en Nuestra Señora del Rosario de Madrid. “La costumbre latina es tener hijos cuando eres joven, para disfrutar la vida de mayor. En España disfrutan antes y después son padres”, apunta Jorge, que reflexiona sobre cómo la paternidad y el viaje han invertido la jerarquía de sus prioridades. Quiere trabajar para que su pareja estudie y salir de la miseria. Pero la crisis sanitaria ha boicoteado esos y otros planes.
El domingo Jorge libra y acude a la iglesia evangélica con toda la familia. También va María, la tía de Luana, que los acoge en su piso desde que aterrizaron en la ciudad. La matriarca lleva casi dos décadas en Madrid y está empleada en una cadena de restauración. “Somos unos privilegiados porque ella nos ayuda. Hay otros que emigran casi desnudos”, anota el joven a la salida del templo. Solo tres días después, el Ayuntamiento de la capital anunciará la instauración de una zona de bajas emisiones en la Plaza Elíptica. A partir de enero se prohibirá circular y aparcar a todo vehículo que carezca de una etiqueta ambiental A. Las restricciones de movilidad y la pandemia amenazan la permanencia del mercado negro. Jorge dice que en unos meses Yakarta será solo un bar castizo y una ciudad en Indonesia.