Misericordia para hoy

En esta obra, Galdós traza un universo decadente donde pone de manifiesto esa dinámica ciclotímica nacional que cabalga entre la condena y la salvación

'Pobres esperando la sopa' (1899), de Isidre Nonell.

El gran tema de Galdós fue España. Pero junto a él, en casi idéntica medida, la desigualdad. Es eso lo que le convierte en un escritor radicalmente moderno y absolutamente vigente, más cuando ahora mismo nos adentramos en otro periodo de quiebra, abismos y penuria. De ahí que no nos resulten tan lejanos los mundos, la fisonomía, las almas y la lucha por la vida que describió en su obra, sin descanso.

Si entre todas sus novelas, episodios nacionales, dramas y artículos late un grito de injusticia social, hay tres en las que resulta ensordecedor: Fortunata y Jacinta, La desheredada...

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El gran tema de Galdós fue España. Pero junto a él, en casi idéntica medida, la desigualdad. Es eso lo que le convierte en un escritor radicalmente moderno y absolutamente vigente, más cuando ahora mismo nos adentramos en otro periodo de quiebra, abismos y penuria. De ahí que no nos resulten tan lejanos los mundos, la fisonomía, las almas y la lucha por la vida que describió en su obra, sin descanso.

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Si entre todas sus novelas, episodios nacionales, dramas y artículos late un grito de injusticia social, hay tres en las que resulta ensordecedor: Fortunata y Jacinta, La desheredada y Misericordia. Acercarse a ella hoy es ser consciente de la fina línea que apenas nos separa de las mismas urgencias que él denunció en el siglo XIX.

Deprime y alienta a partes iguales. Nos coloca en la necesaria conciencia de todo lo que falta por hacer y de qué manera caemos en los mismos errores. Leer algunos de sus artículos publicados en los años 80 de aquella centuria, preocupado por las altas tasas de desempleo que había provocado la caída de la construcción, no hacen más que constatar una sensación poco halagüeña: el fatalismo.

Si entramos en la iglesia de San Sebastián, en la calle de Atocha, por ahí pulula el fantasma de Benina y su entramado mendicante en el que, además de ella, con su remango y su instinto para buscarse la vida, resalta su pretendiente: el moro Almudena, como paradigma del actual fresco de la inmigración. En Misericordia, Galdós traza un universo decadente donde pone de manifiesto esa dinámica ciclotímica nacional que cabalga entre la condena y la salvación. La primera la origina nuestra denodada incapacidad para forjar estructuras económicas fuertes; la segunda es su medicina: la solidaridad. Lo malo es que él mismo la identificaba como única salida a la desigualdad, en base a un espiritualismo que podía ser la solución entonces pero no ahora. La dicotomía acción contra resignación ha ido ganando terreno.

No hay barrio que la brújula de Galdós desprecie en su obra. Son continuos los brincos que pega entre las calles pudientes y las zonas de expansión urbana hacia los focos de miseria.
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En su relato de supervivencias, don Benito arrastra a los personajes de Misericordia a un colmo casi surreal al contar la historia de una mujer de alcurnia y pasado de abundancia sostenida por una criada mendicante. La novela es una catarsis de naufragios. Una obra que, según el análisis metafísico de María Zambrano, parece escapársele de las manos y que va mucho más allá de la realidad porque cobra nada menos que una apariencia de vida propia.

Todas estas obras reflejan el Madrid que Galdós conoció y estudió al dedillo como topografía de sus universos y que hoy identificamos, repito, sin apenas distancia. Su obsesión por erigirse en el notario de la clase media no le desvincula de lo que ve, siente y padece al recorrer los barrios más pobres. “La confusión de clases es la moneda falsa de la igualdad”, escribe en La desheredada.

Algo que lleva al límite en las tres novelas: en Misericordia con el intercambio de papeles entre señoras y sirvientas, mendigos y nobles con el agua al cuello. En Fortunata y Jacinta entre los mundos dispares de dos mujeres a las que acaba por unir una mística del instinto. En La desheredada mediante la locura y el delirio cervantino simbolizado por una Isadora Rufete, obcecada por el ascenso social.

No hay barrio que la brújula de Galdós desprecie en su obra. Son continuos los brincos que pega entre las calles pudientes y las zonas de expansión urbana hacia los focos de miseria. Allí donde las tasas de mortalidad superaban en un 40% de la época a las de cualquier ciudad europea, como sostiene el economista y académico Luis Ángel Rojo en su artículo La sociedad madrileña de Galdós (Claves de la razón práctica).

Una sinfonía constante denunciada por el autor que la veía patente en el oso y el madroño: “El oso es el Madrid que vive desde la plaza Mayor hacia arriba y el madroño, lo que llamamos barrios bajos”. Un equilibrio imposible y todavía lejano.

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