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Un mosquetero catalán en el Madrid del capitán Alatriste

Acudir a presentar la nueva novela de Pérez-Reverte con casaca a lo D’Artagnan animó la conversación con el escritor, aunque no tirásemos de espada

Los demás pasajeros del AVE miraban con indisimulada curiosidad la gran bolsa de plástico roja que yo cargaba en el tren camino de Madrid. Sobresalían las cazoletas y parte de las hojas de dos espadas de juguete relativamente resultonas. En la bolsa llevaba con ellas un bonito disfraz de mosquetero del rey, del rey francés se entiende, concretamente de Luis XIII, que los creó como compañía de guardia real en 1622. En mi fondo de armario, en el que mira que hay cosas, no figura ropa de mosquetero, así que tuve que alquilarla. Lo hice en Menkes, la tienda barcelonesa de referencia a la hora de disfrazarse. La verdad, no estaba seguro de ir a encontrar algo satisfactorio: a la que te descuidas, ir de mosquetero queda cutre y pareces D’Artacán. Pero una dependienta muy atenta que me franqueó el paso a la zona reservada de alquileres pese a que no había pedido cita previa me puso ante los ojos un traje maravilloso. La casaca era perfecta: en forma de manto a cuatro lados, de lana azul (el color de la librea real) y con la emblemática cruz flordelisada de terciopelo blanco y llamas rojas. Me llevé la casaca y la gola de tela, pero descarté el resto del disfraz, camisa, pantalones y botas (al cabo los mosqueteros vestían al principio ropa civil debajo).

Cuando le expliqué a la dependienta que mi idea era presentar en Madrid vestido así el nuevo libro de Arturo Pérez-Reverte, Misión en París (Alfaguara), la nueva aventura del capitán Alatriste en la que salen mosqueteros y, más que eso, los tres mosqueteros y D’Artagnan, se entusiasmó peligrosamente. Lanzo un sentido “¡uno para todos y todos para uno!”, me hizo añadir un gran sombrero rojo con pluma y un tahalí de cuero a fin de colgar la espada y me rogó encarecidamente que le expresara su admiración a Pérez-Reverte. Eso sí, no me hizo descuento.

Soy muy fan de los mosqueteros dumasianos y me ha hecho especial ilusión que Arturo los saque en su nueva entrega de Alatriste, la octava, 14 años después de la última. En 2014 vi una magnífica exposición que se les dedicó en el Museo del Ejército de París, en los Inválidos. Recorría toda su historia, la real y la literaria, con documentos, cuadros y objetos tan sensacionales como unas máscaras de hierro (!) de la época, espadas à taza, à coquille y à la Papepenheim y las botas que usó Gene Kelly en la adaptación cinematográfica de George Sidney de Los tres mosqueteros (1948). Además, te brindaba la oportunidad de caracterizarte como uno de ellos, cosa que no dudé en hacer (como se ve vestir de mosquetero no es algo nuevo para mí). El catálogo de la muestra (Mousquetaires!, publicado por Gallimard) es uno de los mejores libros de referencia sobre esos hombres audaces, leales y pendencieros. Recoge cosas tan interesantes como que los guardias personales del cardenal Richelieu, que llegaron a componer casi un ejército (incluían hasta regimientos de caballería ligera y pesada) y vestían de rojo, eran realmente impopulares y rivales de los mosqueteros del rey. Richelieu, que se llevaba francamente mal con Monsieur de Tréville (Trois-Villes), el capitán de los mosqueteros, sufrió varios intentos de asesinato, lo que da más verosimilitud a la trama de Misión en París.

La cita en Madrid con Pérez-Reverte era en el Teatro Español, cuyo director, Eduardo Vasco, muy amable, me dio una vuelta por el edificio y me explicó que con su hermano sustrajeron un asiento de un viejo reactor F-86 Sabre en Torrejón, donde volaba su padre, piloto militar —a veces me preocupa las cosas que la gente piensa que me interesan, y sobre todo que ¡no se equivocan!—. Aguardamos el escritor, Antonio Lucas y un servidor, en un camerino antes de salir al escenario, en el que nos precedieron las huestes del maestro Jesús Esperanza (un clásico de las presentaciones de Alatriste), con una demostración de esgrima teatral (por suerte no me vieron de mosquetero, igual me hubieran retado y eran muchos, y mi espada de plástico). A continuación fue el turno de los actores Luis Zahera y Oswaldo Digón que leyeron Duelo en la taberna del Turco, interpretando el primero con su inconfundible acento gallego a Alatriste: bien pensado Ferro es un apodo que le placería al capitán, como le gustaría la lealtad del personaje con su patrón en Vivir sin permiso.

Cuando salimos nosotros yo seguía aferrando mi MacGuffin, mi bolsa roja de plástico que nadie entendía porqué la llevaba, igual pensaban que era un amuleto o que portaba ejemplares para que me los dedicara Arturo (Zahera, gran fan, le hizo firmar uno a uno los ocho libros de la serie). Mientras Pérez-Reverte y Lucas arrancaban el acto con la requerida seriedad me puse la casaca por la cabeza y exclamé ante el público que llenaba hasta la bandera el teatro confiando que no pensaran que iba a recitar el Tenorio o La venganza de don Mendo: “¡Vengo a defender el honor de los mosqueteros!”. Vi como al escritor se le ponían los cortos pelos de punta —y eso que no alcancé a ponerme el sombrero emplumado—, aunque reaccionó con gran flema y un simple “estás loco”, que no fue una interjección sino una constatación. Ir de mosquetero me sirvió, además de para darle un meneo al acto, para entrar de lleno en la comparación entre esa elegante guardia real y los espadachines de aquí te veo aquí te trincho como Alatriste. Enseguida estábamos hablando muy sueltos de las distintas maneras de reñir (y matar si cabe) de ambas formas de concebir la esgrima y la vida y que aparecen en la novela especialmente cuando el autor enfrenta a Alatriste y Athos (su mosquetero favorito, en cambio Aramis le cae mal), y luego, en el sitio de La Rochelle, a Íñigo y el mismísimo D’Artagnan.

Expliqué emocionado (probablemente a causa de la casaca, que te pone muy francés) lo que me había gustado la escena de ese segundo duelo en la que los dos jóvenes, el vascongado y el gascón mezclan literalmente sus sangres, consagrando una inesperada fraternidad y la unión esencial de los dos mundos conjurados por Pérez-Reverte. Hablé, atropellándome, de amistad, de cómo la erosionan los malentendidos, la distancia, el tiempo, otras personas y los orgullos, seas mosquetero o veterano de los tercios. El autor se asentó en la conversación como quien se ordena para dar una lección de esgrima o un asalto, tomó la conducción del asunto y pasamos a hablar de otros aspectos de la novela, en la que Pérez-Reverte ha conseguido algo tan difícil como que a las cuatro páginas y después de casi un lustro te vuelvas a meter en el mundo de Alatriste como si nunca hubieras salido. “Oficio”, sintetizó.

Explicó la dificultad de encajar en su libro a los mosqueteros de Dumas (a los que quería rendir homenaje con el amor de las primeras lecturas), a M. De Tréville a Richelieu, manteniéndolos a raya, haciéndolos salir solo de refilón. Y justificó que por eso no aparece Milady de Winter: hubiera sido demasiado, se corría el riego del “pastiche” (no confundir con el panache de Cyrano, al que por cierto el hijo de Paul Féval juntó en una novela con D’Artagnan). Y mira que le gusta a Pérez-Reverte Milady. “Es mi gran amor, no hay otra mujer como ella”. Continuó: “¿Te imaginas llegar hasta la habitación con ella y descubrir que lleva marcada a fuego en la piel la flor de lis?, y algún que otro latigazo”, añadió con una sonrisa lobuna, de las suyas. Milady, “esa mujer espléndida, que murió dos veces, ahorcada y decapitada a espada, que tenía su propia agenda…”. Es verdad también, le comenté para sacarlo de la fría ensoñación bajo los focos, que además él tiene ya en la serie una mini-Milady, Angélica de Alquézar, a la que hace vivir en Misión en París un episodio tórrido, y muy romántico, besando las cicatrices de Íñigo (que le hizo ella). ¿Y se ha basado en el rapto del general Kreipe en Creta en 1943 por Paddy Leigh Fermor para la operación contra Richelieu, la encamisada?, pregunté haciéndome el listo. “No, en la de Geoffrey Keyes y sus comandos británicos en 1941 contra el cuartel general de Rommel en el Norte de África para asesinarlo”. Vaya, y ya que estamos, ¿el que Íñigo sea correo del rey es influencia de Miguel Strogoff, el correo del zar? “Tampoco, se debe a que encontré un libro muy bueno sobre los correos de los Austrias, que recorrían esforzadamente toda Europa”.

Aprovechando la casaca le pregunté al escritor por qué no le gusta disfrazarse, que es tan divertido: se negó hasta a ponerse una gorra de Sherlock Holmes cuando presentó El problema final en Baker Street. “Ya me disfrazo en mis personajes”, respondió

En Misión en París, descubrimos un lado siniestro de Alatriste: le cortó con la daga la cara a una mujer que por eso acabó de puta en Montecalvario. “No hay héroes de una pieza”, consideró, cayendo en una suerte de melancolía, como si se acabara de morir Quevedo. ¿Y ese pesimismo nuevo, Arturo? “Mi mundo y mi tiempo se acaban”, contestó como si estuviéramos solos esperando la carga francesa en el último cuadro de los tercios en Rocroi en 1643 (como me gusta mucho disfrazarme yo pienso más en el cuadro inglés que rompen los derviches en Abu Klea: ahí llevaríamos salacot). “Tengo 73 años, me formé para otra época, no reconozco mis valores en este mundo”. Me costó pensar qué le pasaba, al cabo el teatro estaba lleno para escucharle, la mayoría de la gente le profesa una gran admiración y mucho aprecio (es verdad que también hay quien no le aguanta), y está vendiendo su último libro a ritmo no de mosquete sino de ametralladora. Entrecerró los ojos, como un viejo tigre que dudara entre saltar o abandonarse a los disparos en este tiempo de hienas y chacales, como dice él. Le pregunté para cerrar el acto in bellezza si en su corazón dividido es más de los mosqueteros del rey o de los soldados de los tercios. No lo dudó: de los soldados de los tercios, como era de esperar, vive Dios.

Acabada la presentación, se entregó a una larga sesión de firma de ejemplares en el escenario. Se formó una gran cola a la que se iban agregando progresivamente nuevos lectores que esperaban pacientemente en las butacas. Me marché con mi casaca pasando junto al Congreso de los diputados mucho más elegante que el 23-F. Aquella lejana noche yo además estaba en el golpe con la guardia del cardenal no con los fieles mosqueteros.

A los pocos días de haber regresado a Barcelona y devuelto el disfraz —la dependienta me hizo explicarle la presentación con todo detalle— me llegó a la redacción una voluminosa caja, un regalo. Contenía una enorme figura de Napoleón en uniforme de coronel de cazadores a caballo de la Guardia que parecía salida de La sombra del águila. La tengo puesta en mi mesa de trabajo sobre una pila de libros y a menudo entrecruzo una mirada con el personaje que, es sabido, no era un hombre fácil. No sabría decir si veo en sus ojos éxito o derrota, Austerlitz o Santa Elena, pero me hace mucha compañía.

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