Memoria entre las vides
Sin saberlo, fui llamado a unas jornadas sobre vino a buscar identidad, pertenencia, sentido de vida… Quizá el final es de donde partimos
“Que empiecen por la parcela de debajo de la carretera”, instruye desde el móvil el viticultor. Resuena extraño entre las bóvedas del docto Institut d’Estudis Catalans (IEC). Tanto como escoger la jornada conmemorativa de los 25 años de la Secció de Viticultura i Enologia de la Institució Catalana de Estudis Agraris, filial del IEC, como eje de una crónica. Un anticlímax periodístico. Es de suponer que la elección responde a un estado anímico y, durante las ...
“Que empiecen por la parcela de debajo de la carretera”, instruye desde el móvil el viticultor. Resuena extraño entre las bóvedas del docto Institut d’Estudis Catalans (IEC). Tanto como escoger la jornada conmemorativa de los 25 años de la Secció de Viticultura i Enologia de la Institució Catalana de Estudis Agraris, filial del IEC, como eje de una crónica. Un anticlímax periodístico. Es de suponer que la elección responde a un estado anímico y, durante las últimas semanas, a una secuencia ilógica que va desde abalanzarse como un poseso sobre unos cochecitos de quiosco de James Bond a fechar y poner en álbumes fotos familiares de bordes dentados o a recuperar la serie de marionetas de los Thunderbirds, pasando por volver a devorar los pastelitos de la Pantera Rosa. Decisiones extrañas, puro inconsciente.
¿Y si fuéramos sólo memoria, pasado sin más? Si para el poeta su infancia era ese huerto claro donde madura el limonero, la mía fue los restos de una casita de piedra donde se dejaba la azada y otros trastos en un pequeño terruño familiar con vides. Nada, cuatro plantas y una higuera. Pero ahí, tras el murito, nos parapetábamos mi hermana y yo, no sé por qué aguerridos sudistas, con pistolas de plástico y gomas elásticas que unían gatillo a percutor y que se rompían al poco, disparando al soldado yanqui de mi padre, abanderado de palo de escoba y trozo de sábana de barras y estrellas mal pintadas con rotulador Carioca la noche anterior, con una ilusión y una inocencia hace ya demasiado tiempo perdidas.
El recuerdo se ha sobreimpresionado a una intervención muy del gusto bizantino de la casa sobre, creo, una polémica de lo mal que estuvo defenestrar en los recientes años 80 el nombre a una variedad de uva que durante cuatro siglos llamamos en Cataluña carinyena para rebautizarla samsó. O algo así entendí. Montserrat Comas, arqueóloga del Museo de Badalona, expone las marcas que, sobre la parte superior de las ánforas, ponían los romanos catalanes de Baetulo (hoy Badalona); fue el caso del viticultor M. Porci (Marcus Porcius), cuyos vinos gozaron de cierto prestigio y llegaron hasta la Bretaña francesa y el sur de Inglaterra. “Etiquetas de barro”, las bautiza la experta. Bueno, bien. Y ahora es el turno de Miquel Palau, del Celler Abadal, del Bages, que detalla los esfuerzos para salvar la uva picapoll (1564) de la tenaza que, entre las fábricas textiles al lado de los ríos y la filoxera, casi la hizo desaparecer hace un siglo.
Me encomendaba ya al santoral croniquero para ver cómo salíamos de ésta (de George Plimpton a Martín Caparrós, de Gay Talese a Irene Polo) cuando volvió la voz de Palau: “En el mundo del vino el tiempo pone las cosas en su sitio; si las cosas están bien hechas debes creer en ellas”, decía a propósito de las cubas medievales excavadas en la roca que también ha recuperado para hacer vino en esas tierras. Y las palabras hicieron de puerta temporal: ahí estaba yo, quinceañero, un agosto de temporero, apodado con sorna El tractor: el último en mi hilada, lento, pero sin dejar uva atrás, seguro, una manera de hacer y unos sueños que el tiempo lijó hasta convertirlos en translúcidos.
Todo, desde ese momento, cogía doble sentido: cuando Mireia Torres, directora de innovación en las bodegas familiares, recordaba que en 1900 había cuatro veces más viñedos en Cataluña que hoy, me veía asintiendo porque reforzaba mi sensación de que perdemos lo que fuimos por segundos; cuando, tras peinar desde Andorra hasta Amposta, cuantificaba que han recuperado 52 variedades prácticamente perdidas (de la garró a la forcada, de la pirene a la moneu, de la querol a la monfaus) trabajando los ADN en sus complejos laboratorios e injertando en sus fincas, entendí que rebuscaban en los orígenes de su oficio, de la vida, como el cronista.
No podía entonces estar uno más de acuerdo con Jaume Gramona: “Si al cep [cepa] le hiciéramos caso, lo observásemos, lo escuchásemos…”, decía mientras reclamaba a sus colegas de auditorio volver a podar en forma de vaso y no enramando “para mejor proteger la uva del sol ante el cambio climático” o pedía recuperar el oficio casi perdido del empeltador (experto en injertos) o clamaba por recuperar el triángulo terroir-animales-viñas, como él intenta dejando pastar ovejas y utilizando vacas y caballos de tiro en fincas de su bodega, hoy perdido ese equilibrio por comodidad: “Los hemos separado porque el animal quiere compromiso y nosotros, no”.
Con la fuerza del que tiene los pies en la tierra como raíces (“yo soy payés”, se presentó) Pere Guilera se quejaba de la introducción nefasta a inicios de los años 70 de variedades foráneas en su comarca (“el Penedès ha sido desagradecido con sus variantes”) y entendía “la riojitis: la hemos merecido por no embotellar bien durante años, con vinos mediocres y falsificaciones”. El ansia por alertar en una última llamada le llevaba a casi gritar que “con el cambio climático el sector será un campi qui pugui” (uno lo llevaba a la cosa digital en el periodismo y suscribía) y a reclamar que se cambiase la predestinación del relato oficial de que al Penedès le toca ser zona logística.
“Cuando necesitas exportar es cuando tienes más necesidad de ser tú mismo”, resumía Anna Espelt, del Empordà, donde trabajan para recuperar viñas de 85 años de antigüedad. Sí, en la mayoría de los ponentes su nombre era su empresa, su sino, su ser, un lugar… Sin saberlo, fui llamado a unas jornadas sobre vino a buscar identidad, pertenencia, sentido de vida, memoria…
De niño, mi escenario fueron las viñas verdes del verano del Penedès; ahora, lo son las más otoñales, ocres y duras del Priorat. Mi padre, cada minuto una hoja del olvido más caída, no recuerda ya tampoco el episodio del abanderado, apenas que tuvimos una pequeña parcela, como delata su mirada un tanto incrédula, asustada. El final es allí de donde partimos, versó T.S. Eliot.