Los trabajadores invisibles que labran el campo de Níjar viven en chabolas
Dos años después del derribo del principal asentamiento precario de Almería, solo la iniciativa privada ofrece soluciones a las 3.500 personas afectadas sin vivienda
Recién duchado, Boubakar Cissé, de 32 años, se sienta a la mesa. Lo hace despacio, cansado. Se levantó a las seis de la mañana para helarse en su patinete camino del invernadero donde ha trabajado ocho horas. “Muy duro”, certifica. A pesar de la fatiga hay una sonrisa dibujada en su cara. “Ahora puedo dormir, descansar, vivir tranquilo”, explica el senegalés, que prefiere olvidar los cinco años que vivió en Walili y Cañaveral, dos de los asentamientos chabolistas de ...
Recién duchado, Boubakar Cissé, de 32 años, se sienta a la mesa. Lo hace despacio, cansado. Se levantó a las seis de la mañana para helarse en su patinete camino del invernadero donde ha trabajado ocho horas. “Muy duro”, certifica. A pesar de la fatiga hay una sonrisa dibujada en su cara. “Ahora puedo dormir, descansar, vivir tranquilo”, explica el senegalés, que prefiere olvidar los cinco años que vivió en Walili y Cañaveral, dos de los asentamientos chabolistas de Níjar (Almería, 31.816 habitantes). “No había luz y tenía que caminar a diario para conseguir agua. Hacía frío en invierno y muchísimo calor en verano”, recuerda. Desde agosto pasado reside en Casa Arrupe, una de las pocas iniciativas que buscan dar salida a las alrededor de 3.500 personas que todavía viven en estos campamentos en esas mismas condiciones, según los datos de Andalucía Acoge. La mayoría son trabajadores de la agricultura intensiva. Es una realidad que acumula más de 25 años sin apenas cambios. Y aunque las administraciones han empezado a dar pequeños pasos, la esperanza se diluye ante las promesas incumplidas.
A principios de 2023, hace justo dos años, ocurrió lo que parecía un punto de inflexión. Entonces las excavadoras destruyeron el que entonces era el mayor de estos campamentos, denominado Walili. En este trozo de desierto residían unas 500 personas extranjeras, que de la noche a la mañana se quedaron sin lo poco que tenían como cobijo: pequeños cuartitos construidos con palés y plásticos entre calles de barro. Era el único gran campamento visible desde la carretera que lleva a los turistas a las playas de Cabo de Gata. Tras echarles, el Ayuntamiento de Níjar les planteó alternativas, pero además de escasas, aún hoy la mayoría siguen sin estar disponibles. Por eso casi todos los residentes no tuvieron más opción que dirigirse a otros asentamientos repartidos por la comarca, a los que hoy siguen llegando nuevos migrantes. Ahora Atochares es el más grande, con una población de entre 600 y 700 personas que fluctúa al ritmo de las plantaciones de tomates, calabacines o sandías. El campo, que factura más de 3.000 millones de euros anuales en la provincia, les da trabajo. A veces con contrato y otras sin él, bajo “un modelo explotador de mano de obra”, según denunció la ONG Ethical Consumer en un informe publicado en 2023.
Atochares está escondido junto a una carretera secundaria en pleno corazón del enorme término municipal nijareño. Allí malviven personas de Ghana, Senegal, Malí, Guinea Conakry, Rumania o Marruecos. Sus chabolas están levantadas con materiales sobrantes de los invernaderos, aunque en los últimos años han proliferado construcciones con bloques de hormigón por el miedo a los incendios que arrasan periódicamente algunas de estas infraviviendas. Hay plásticos por todas partes, precarios enganches a la luz, suciedad, mosquitos, serpientes. “Es un barrio más de Níjar, pero donde se vive en una situación francamente inhumana”, apunta Ramón Miranda, médico jubilado que ha elaborado un informe para la fundación Almería Tierra Abierta donde denuncia la ausencia de saneamiento, la escasa recogida de basuras o los cortes de agua. “Flagrantes vulneraciones sistemáticas a los derechos humanos”, según el informe Las fronteras internas en Andalucía presentado hace unos días por la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (APDHA).
Hasta 2024 aquí había cuatro fuentes, pero desde la pasada Semana Santa —cuando los migrantes pasaron casi tres semanas sin suministro— el municipio cortó las tres más cercanas al poblado. Ahora solo funciona la más alejada, a entre 150 y 500 metros de las infraviviendas. Su agua llena a diario decenas de bidones de productos fitosanitarios de 20 litros utilizados para el aseo personal. “Los cortes de suministros son indicativos, creemos, de un desalojo a corto plazo”, advierte el activista Ricardo Pérez sobre un temor común: que vuelvan las pegatinas de aviso previas al derribo. Todos saben que pasará, pero nadie pone fecha. Tampoco el ayuntamiento, donde creen que los problemas de luz y agua no son una medida de presión y aseguran que la basura se recoge periódicamente. Eso sí, solo hay dos contenedores para centenares de residentes a los que el municipio suele negar el empadronamiento, derecho recogido por ley. Es uno de los grandes problemas que sufren estas personas porque sin él, ni son considerados vecinos del pueblo ni tienen acceso a posibles soluciones. Son invisibles. Muchos tienen contrato y su situación regularizada, pero no pueden salir de allí ante la escasez de vivienda.
“Impotencia tremenda”
María Ruiz-Clavijo, trabajadora del Servicio Jesuita para Migrantes (SJM), acude varias veces en semana a este y otros campamentos para escuchar y ofrecer ayuda. “Te das cuenta de aquí cada uno hace lo que puede, que es poco. Es insoportable. Una piensa que la vivienda es un derecho, pero la experiencia te indica que es lo contrario”, mantiene. Tras casi dos años en la zona, Ruiz-Clavijo siente una “impotencia tremenda” porque casi nada cambia en esta realidad. “Solo si miras más de cerca hay algunas alegrías”, señala. Una de las mayores es Casa Arrupe, viejo cortijo rehabilitado que emerge como un buque en pleno océano de plástico. Allí reside Boubakar Cissé junto a una quincena de personas de España, Senegal, Malí y Ghana. Todos proceden de los asentamientos cercanos. Cada uno ha firmado un contrato de alquiler por un año —renovable— y paga alquiler, además de comprometerse a limpiar y cocinar. “Es una comunidad de hospitalidad. Cada cual vive su proceso migratorio como quiere y nosotros les apoyamos con atención social, jurídica o formativa”, aclara la religiosa mientras sirve una purrusalda que ella misma ha cocinado para el almuerzo.
El sabroso olor atrae a Abdelkrim Ourhou, de 36 años, otro de los inquilinos. Tras licenciarse en Geografía y diplomarse en Gastronomía, en otoño de 2023 viajó de Marruecos a Lanzarote en patera y luego fue trasladado a Málaga. Luego se mudó a Almería, donde un amigo le ayudó a encontrar trabajo y un precario techo en Atochares. EL PAÍS habló allí con él en marzo pasado mientras asistía a clases de español. Ahora domina el idioma a la perfección para relatar que se levanta a diario a las 3.40 de la madrugada para empezar a las cinco en el invernadero. “Es duro, pero en verano, con calor, es aún peor”, afirma quien dudó si abandonar su chabola para trasladarse al cortijo. “Las cosas hay que pensarlas, aunque venir ha sido una gran idea”, dice feliz mientras piensa ya en la siesta. “Solo estar aquí les cambia la cara, el brillo de los ojos, sus preocupaciones. Un hogar humaniza a las personas igual que los asentamientos las degrada. Son lugares estructuralmente violentos”, subraya Daniel Izuzquiza, máximo responsable del SJM en Almería.
A tres kilómetros de allí, otras 72 personas residen en una docena de viviendas gestionadas por el SJM en la barriada de San Isidro. La mayoría proceden de Cañaveral, poblado que acogía a unas 20 personas. Los jesuitas les ofrecieron la posibilidad de mudarse en bloque. Los migrantes llegaron a pensar que era una broma, pero tras celebrar varias asambleas y visitar los inmuebles, dijeron que sí. “Hicieron una apuesta valiente y ha salido bien”, resume Izuzquiza, quien destaca que los inquilinos pagan alquiler y suministros y no ha habido ni un solo impago. Esta semana uno de los más felices era Mamadou Ndour, ghanés de 31 años, quien acababa de recibir la notificación positiva de su solicitud de arraigo. “Tengo NIE, tengo papeles”, decía con alegría contenida, sin creérselo. Su vida ha cambiado de golpe, como ya lo hizo en verano cuando se mudó a estos pisos. “Aquí no hace frío, tienes cocina dentro de la casa, funciona la luz y el agua y hay una cama”, aplaude. “Puedo ducharme, descansar”, añade Abdoulay Iliyaso, senegalés de 38 años.
El cortijo y las 12 casas son propiedad de Tutechô, la primera Sociedad Anónima Cotizada de Inversión Inmobiliaria (socimi) social de España. En 2024 irrumpió en Almería al invertir dos millones de euros para adquirir o construir 23 viviendas, tres locales y un cortijo destinados a ofrecer alternativas. Cáritas, las Hermanas Mercedarias de la Caridad y Almería Acoge —además del SJM— gestionan estos espacios, alquilados a precios un 30% por debajo del mercado. En un correo electrónico, Blanca Hernández, consejera delegada de una compañía, relata que estudian ya ampliar su cartera de propiedades en la comarca. “No hay varitas mágicas y ni un único modelo, pero no podemos quedar atrapados en la impotencia de que no se puede hacer nada. Nuestro caso demuestra que no es tan complicado. Las personas que viven en los asentamientos quieren salir de allí. Y cuando se les facilita, lo hacen con responsabilidad y compromiso”, revela Izuzquiza.
Administraciones sin competencias
Las entidades sociales sostienen que el alojamiento un pilar fundamental para solucionar la situación, pero no el único. Solicitan un enfoque más amplio que pasa por reconocer derechos, desde el padrón a la sanidad. Por eso José Miguel Morales, secretario general de Andalucía Acoge, celebra las iniciativas privadas pero insiste en que es necesaria una mayor coordinación de las acciones públicas, ahora realizadas “sin criterios fijos ni claros”, denuncia. “Se intuye que se centran en los campamentos que son visibles por quienes van al pueblo o Cabo de Gata, pero no está escrito”, añade. “No es tanto dinero el que hace falta. Y estas personas pueden pagar también una parte de la solución”, añade Morales, que igualmente cree positivo que las administraciones hayan dado pasos, pero pide que se las palabras se conviertan en “políticas públicas, presupuestos y medidas reales”.
Uno de esos pasos fue aprobado en junio pasado. Es el I Plan Local para la Erradicación del Chabolismo, impulsado por el Ayuntamiento de Níjar. Tiene 14 páginas y nueve líneas de actuación que, según las ONG, no se traducen en hechos concretos porque no tienen calendario y su presupuesto —de 200.000 euros— está más dedicado a pagar los caros derribos que el realojo de los migrantes. Un caso paradigmático es el de las 62 viviendas y 166 plazas de la barriada de Los Grillos, principal opción ofrecida para realojar a los migrantes cuando se desalojó Walili en enero de 2023. Entonces se prometieron para junio. Luego para finales de año. Después para abril de 2024. La última promesa la hizo el pasado diciembre el alcalde nijareño, José Francisco Garrido (PP), que gobierna junto a Vox, cuando anunció que estarían listas para finales de mes. Ahí siguen, vacías. Están equipadas —con muebles y electrodomésticos— desde hace un año, pero cerradas a falta de perimetrar el entorno. Contarán con un vallado y un control de entrada y salida vigilado 24 horas. Nadie sabe quién se hará cargo de la gestión, porque el ayuntamiento lo único que hará será “filtrar a la gente que entra”. Todos pagarán alquiler.
El documento municipal solicita ayuda al resto de administraciones. La Junta de Andalucía ya se había adelantado y en verano de 2023 aprobó la elaboración del I Plan Estratégico para la Erradicación de Asentamientos Informales, la primera vez que reconocía su responsabilidad en el problema. El documento aún no está redactado y las entidades sociales echan en falta un simple borrador al que aportar ideas. Fuentes de la administración andaluza enfatizan que están dando recursos —sobre todo, dinero— a los ayuntamientos para ofrecer soluciones, pero también sugieren que tienen “competencias cero” en la cuestión (aunque, por ejemplo, la vivienda sí sea en gran parte responsabilidad de la comunidad). A cambio, pide al Gobierno central que se ponga las pilas. Ante las preguntas de EL PAÍS sobre qué se ha hecho o si hay presupuesto para ello, fuentes del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones exponen que hay un “compromiso firme” y que hay un “equipo de trabajo interministerial” que planea una importante inversión “de millones” con diversos proyectos de cohesión social, aunque no detallan cuáles y remachan que sus competencias en inclusión, vivienda o empadronamiento son escasas. 25 años después, nadie acaba de asumir las responsabilidades sobre una realidad que mantiene a miles de personas malviviendo entre maderas, plástico y barro.
Situación similar en Huelva, donde un migrante falleció en un incendio en enero
El febrero de 2020, el entonces relator especial sobre la extrema pobreza de la ONU, Philip Alston, visitó un campamento de temporeros en Huelva, similar a los que hay en Almería. “Viven como animales”, comentó sorprendido. La precariedad de las chabolas donde viven hace que los incendios sean frecuentes, como el que falleció el pasado 24 de enero en Lucena del Puerto. Tenía 40 años y era natural de Ghana. “La vulnerabilidad en la que viven estas personas hace que pueda ocurrir cualquier cosa”, subrayó entonces Emma González, de Huelva Acoge. Desde entonces, numerosas entidades sociales han vuelto a denunciar la situación en las que viven allí unas 3.000 personas. “Debería darnos vergüenza”, dijo Julia Perea, secretaria general de Comisiones Obreras en la provincia andaluza. Esta semana, Sumar registró una pregunta en el Congreso para conocer el estado de los poblados chabolistas de Huelva y Almería ante “la inacción del Gobierno de la Junta de Andalucía y la ineficacia del Plan Estratégico para la erradicación de asentamientos informales puesto en marcha de 2023”, según recoge el texto.