La vida secreta del asesino de Arturo Ruiz
EL PAÍS localiza en Buenos Aires al pistolero ultra José Ignacio Fernández Guaza, autor de la muerte de un estudiante en una manifestación en 1977, un crimen que marcó la Transición. Nunca fue juzgado y ha vivido con impunidad 46 años gracias a una identidad falsa
—¿Me oye bien, José Ignacio?
—No me llamo José Ignacio.
—¿Usted no es José Ignacio Fernández?
—No.
—Todos los datos que tenemos nos dicen que es usted.
—Pregúntenle a quien se lo haya dicho...
José Ignacio Fernández Guaza niega al teléfono tres veces ser quien es. Rechaza tajante ser el ultraderechista que descerrajó los dos tiros a bocajarro que segaron la vida el 23 de enero de 1977 del estudiante granadino de 19 años Arturo Ruiz García. El crimen ...
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—¿Me oye bien, José Ignacio?
—No me llamo José Ignacio.
—¿Usted no es José Ignacio Fernández?
—No.
—Todos los datos que tenemos nos dicen que es usted.
—Pregúntenle a quien se lo haya dicho...
José Ignacio Fernández Guaza niega al teléfono tres veces ser quien es. Rechaza tajante ser el ultraderechista que descerrajó los dos tiros a bocajarro que segaron la vida el 23 de enero de 1977 del estudiante granadino de 19 años Arturo Ruiz García. El crimen sucedió en el corazón de Madrid durante una manifestación a favor de la amnistía de los presos políticos, la víspera de la matanza de los abogados laboralistas de Atocha. España se asomaba entonces a una semana sangrienta de alto voltaje político en la que milicias de extrema derecha maniobraban para cortocircuitar la democracia.
La fuga al extranjero del principal acusado del asesinato para esquivar el juicio, la prisión y una condena segura y sus conexiones con las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado abonaron las sombras de un enigma que ha durado 46 años.
Tras la insistencia de los redactores, el hombre que niega al teléfono llamarse igual que el asesino de Arturo Ruiz accede, 10 minutos después de la llamada, a reunirse con EL PAÍS.
El encuentro se desarrolla en la puerta de la estación de tren de Ingeniero Maschwitz, un apacible municipio residencial de 15.000 habitantes de clase media y casas bajas a 45 kilómetros de Buenos Aires.
Un tipo alto, corpulento, de pelo cano y frondosa barba blanca aparece caminando solo. Viste una larga chaqueta beis con hombreras de colores, pantalones de lino claro y deportivas. Se dirige a los dos periodistas despacio y con un inusual aplomo. Tiene 76 años. Pide con un grito seco que nadie se le acerque.
—¡Alto! ¡Quítense la campera y desen [sic] la vuelta!
El hombre comprueba que sus interlocutores no van armados, se acerca y saca dos retratos con su móvil. Agarra con fuerza por los brazos a sus invitados y los conduce a un banco de piedra de un parque contiguo.
Tras advertir que siempre porta pistola y que un dispositivo compuesto por cuatro colaboradores civiles y una patrulla policial vigila discretamente la cita, arranca la confesión. Su relato dura dos horas y media, carece de episodios de arrepentimiento y revela la vida al límite de un prófugo bien conectado con ejércitos, servicios de inteligencia y las autoridades españolas de los estertores del franquismo.
—Me sorprende que ustedes hayan dado conmigo. Hay algo dentro de mi seguridad que ha fallado. Es imposible que me hayan localizado porque yo no tengo ninguna vinculación con España. Alguien habló. ¿Cómo han dado conmigo?
Nulo arrepentimiento
Fernández Guaza reconoce sin titubeos y mirando a los ojos ser el hombre que disparó a Arturo Ruiz en aquella manifestación de enero de 1977 en la que el escuadrón fascista irrumpió al grito de “¡Viva Cristo Rey!”.
—[Ruiz] me tiró una piedra. Agarré la pistola y le pegué al corazón. De mala leche. [...] ¿Arrepentimiento? Está usted hablando con una persona que nunca se ha arrepentido de nada.
La muerte del joven estudiante se saldó solo con la condena de Jorge Cesarsky, un argentino vinculado a la Triple A que fue sentenciado a seis años de prisión por terrorismo y tenencia ilícita de armas y que solo cumplió un año de cárcel.
Fernández Guaza nunca se sentó en el banquillo. Se esfumó de España tras el crimen y ha gozado de impunidad más de cuatro décadas. El Código Penal español, al contrario que en Francia o Italia, impide juzgar en ausencia. El sumario del caso, prescrito en el año 2000 al desconocerse su paradero, recoge varios testimonios que señalan al fugitivo.
—Si Cesarsky no hubiera ido [tras el crimen] a los servicios de información, nunca me hubieran descubierto. La Policía pensaba que el culpable fue Leocadio Jiménez Caravaca [célebre ultra de la Transición española procesado por la matanza de los abogados laboralistas de Atocha].
Atardece. Suena el móvil en el banco del tranquilo parque de Ingeniero Maschwitz. Es la primera de las cuatro llamadas que los colaboradores del asesino, los cuatro civiles que pasean en silencio como autómatas, hacen para comprobar que su protegido está a salvo. O, lo que es lo mismo, que nadie ha recorrido los más de 10.000 kilómetros que separan Madrid de Buenos Aires para ejecutar una venganza. El septuagenario tranquiliza a sus escoltas.
—No sé cómo va a terminar la charla. Por ahora va bien...
La huida
Fernández Guaza confiesa que huyó de España en 1977. Viajó de Irun (Gipuzkoa) a París con su Seat 124 y permaneció un año escondido en la capital francesa en un pequeño apartamento de la calle Linné, distrito 5, cerca del bulevar Saint-Michel. Se evaporó de Madrid después de que unos periodistas preguntaran por él en el trabajo de su mujer en el paseo de la Castellana.
—La Guardia Civil me dijo que me fuera de España. […]. Elegí París porque allí tenía amigos de la CRS [fuerza de la Policía Nacional Francesa]. Eran gente que pertenecía a los servicios [de inteligencia]. La policía de todo el mundo arregla las cosas por detrás.
De la ciudad francesa voló, por recomendación de su madre, a Buenos Aires. Residió inicialmente en la capital argentina. Y, más tarde, en el discreto municipio de Ingeniero Maschwitz, donde adquirió una vivienda que inscribió a nombre de uno de sus tres hijos y en la que residió con su esposa hasta su reciente fallecimiento.
Su chalet, de una planta con jardín y una sencilla casita aledaña para invitados, pasa desapercibido. Está situado en una calle sin asfaltar, tranquila y arbolada. Llaman la atención sus ventanales tintados que permiten ver con discreción qué ocurre en el exterior. Minutos antes de recibir la llamada telefónica de los periodistas de EL PAÍS, Fernández Guaza los ha observado de pie, inmóvil, pegado a un cristal, sin atender su petición por gestos, desde la calle, de salir a hablar. Un viejo pastor alemán y tres pequeños caniches lo han alertado de la visita. El ultra apenas sale de su refugio. Y, cuando lo hace, es siempre en su todoterreno para comprar.
Para eludir las órdenes internacionales de busca y captura, vigentes durante décadas y ya expiradas, el fugitivo ha planeado por la vida con una identidad falsa. Una existencia de impostura que ha durado 46 años. El ultra omite su nombre ficticio. Y asegura que la documentación de quien es hoy fue elaborada por los “servicios de seguridad españoles” tras la muerte de Arturo Ruiz. El pasaporte falso le permitió moverse con libertad por Latinoamérica mientras debía estar bajo el radar de las autoridades. Y lo hizo como pez en el agua, en especial durante la dictadura argentina de Jorge Videla (1976-1981) y del autócrata presidente de Paraguay Alfredo Stroessner (1954-1989).
Como prueba de sus estrechos lazos con el poder, el septuagenario presume de la relación de su familia con el engranaje franquista y sus contactos con funcionarios como Antonio González Pacheco, Billy el Niño, el policía acusado de torturas por decenas de represaliados de la dictadura que falleció en 2020.
—Mi padre, militar y falangista, era muy amigo de [Luis] Carrero Blanco [el presidente del Gobierno durante la dictadura que fue asesinado por ETA en 1973].
Con el salvoconducto de un pasaporte falso, este hombre que dice haber tenido instrucción militar consiguió burlar la justicia. Los intentos de la familia de Arturo Ruiz para desempolvar la causa en España resultaron inútiles. Hace semanas que la Audiencia Nacional rechazó reabrir el caso, con dos votos a favor y uno en contra, con el argumento de que no puede aplicarse la Ley de Memoria Histórica, que obliga a investigar el franquismo. Los magistrados arguyen que, aunque el caso se siguió por terrorismo y tenencia ilícita de armas, no se ha acreditado que la muerte fuera debida a la dictadura franquista. Las últimas pesquisas para localizar al ultra llevaron sin éxito a la Policía a hablar con el portero y los vecinos de su último domicilio conocido en Madrid. El juez rechazó entonces intervenir los teléfonos de sus parientes.
Sostiene Fernández Guaza que el manto protector que le ha permitido vivir sin sobresaltos en Buenos Aires fue posible gracias a las autoridades españolas del ocaso de los setenta.
—He tenido contacto con gente [de los servicios de información] de España. Ellos sabían que estaba en Argentina con un nombre falso. […] Yo formaba parte de la estructura.
Prosigue afirmando que, en 1979, un año después de aterrizar en este país sudamericano, recibió la visita de funcionarios españoles con los que había colaborado antes de abandonar Madrid.
—Eran gente de Presidencia del Gobierno. Me preguntaron si pensaba seguir trabajando y les dije: “No, esto se acabó”. Estuvimos comiendo en el hotel Sheraton de Buenos Aires. Les dije que conmigo no contaran ya para nada.
Cita con Interpol
El pistolero recuerda que, mientras estaba huido, mantuvo una reunión con agentes de Interpol, el organismo que localiza a fugitivos y que reúne a la policía de 194 países. La cita, relata, se desarrolló hace más de tres décadas en Paraguay, un país que actuó de refugio de fascistas internacionales durante la dictadura de Alfredo Stroessner y por donde desfilaron fugitivos españoles como Emilio Hellín, condenado en 1982 a 43 años por asesinar en Madrid a la estudiante de izquierdas Yolanda González.
—Interpol me detectó en la frontera de Paraguay cuando mi orden de busca y captura todavía estaba activa. Me expliqué y llegué a un acuerdo. “Tú no eres quien dices que eres”, afirmaron. […]. También me dijeron: “Sabes que te tenemos en alerta roja. Tenemos que charlar. Bueno, si te pasa algo, avísame si hay algún problema”.
El fugitivo rememora que tuvo relación con el Gobierno totalitario paraguayo a través del que fuera su embajador en España en los setenta, Elpidio Acevedo, y que mantuvo hilo directo con el asistente de un jefe de contrainteligencia. En Asunción, la capital, coincidió a finales de los setenta con el notario y fundador de Fuerza Nueva, Blas Piñar, único dirigente de extrema derecha que ocupó un escaño en el Congreso de los Diputados durante la Transición. Fernández Guaza había sido guardaespaldas de Piñar en la España de los años de plomo.
Matanza de Atocha y Montejurra
El prófugo reconoce que participó en los grandes episodios de las tramas negras ultraderechistas tras la muerte de Francisco Franco, en 1975. Asistió como escolta de Sixto Enrique de Borbón Parma junto a fascistas internacionales a la romería carlista de 1976 en Montejurra (Estella, Navarra), donde murieron a tiros dos personas. Y mantuvo contactos con neofascistas italianos como el fallecido Stefano Delle Chiaie, jefe de Avanguardia Nazionale, líder de una internacional a la que se vinculó con atentados en España y que fue protegido en Chile por Augusto Pinochet (1974-1990).
También conoció en los cenáculos ultras a José de las Heras Hurtado, cerebro del grupo de extrema derecha Frente de la Juventud, escisión violenta de Fuerza Nueva cuyos miembros perpetraron asesinatos, asaltos y secuestros y que fue localizado en Brasil en 2015 por este periódico.
Sobre la matanza de Atocha, el atentado en el que, al día siguiente de la muerte de Arturo Ruiz, fueron asesinados en Madrid cinco abogados laboralistas a manos de un comando fascista, Fernández Guaza sugiere que el prófugo de esta trama, Fernando Lerdo de Tejada, burló a la justicia tras huir de España con su mismo procedimiento: una identidad falsa.
Durante el periplo argentino, este hombre de rostro inexpresivo nunca abandonó su gusto por las armas. Una afición que descubrió en el Madrid de los setenta, cuando era miembro de un club de tiro, y que ha practicado en Buenos Aires ayudando, dice, a policías y amigos militares a montar y desmontar pistolas de fabricación europea.
Hasta tres veces, el fugitivo elude detallar a qué se ha dedicado profesionalmente en los últimos años. Reconoce que siempre ha vivido obsesionado con la seguridad y que dispone de un plan de fuga para evitar ser capturado. Ante la eventualidad de que la cita con los periodistas sea una trampa de los familiares de una de sus víctimas, el ultraderechista se ha despedido de su familia: “Dicen que son periodistas, pero a lo mejor son otra cosa”, les ha advertido.
—Lo he dejado todo arreglado. Debe de haber alguien que esté interesado en matarme. Alguien que piense: “A este hijo de perra no le vamos a dejar morir en la cama. No se va a morir de un infarto”. Yo voy siempre armado. Y, cuando rompo, rompo con todo y ustedes no me encuentran más. Salgo caminando, me subo al auto, lo aparco, cojo otro auto y desaparezco de la faz de la Tierra.
Anochece en la estación de Ingeniero Maschwitz. El asesino de Arturo Ruiz camina hacia su casa bajo imponentes árboles. Sus escoltas se retiran discretamente con él.
El aciago domingo de la familia Ruiz
El domingo 23 de enero de 1977 fue una aciaga jornada para la familia Ruiz. Cuando el patriarca, Eduardo, comía en Gargantilla de Lozoya (Madrid), donde trabajaba como secretario municipal, se topó de sopetón con la noticia más amarga de su vida. El telediario abría con el asesinato de uno de sus ocho hijos, Arturo.
La muerte encontró a Arturo Ruiz con 19 años. El joven —soltero, pelo afro, inquieto estudiante de bachillerato nocturno y amante del montañismo y la escalada— coqueteaba con la izquierdista Joven Guardia Roja, las juventudes del Partido del Trabajo de España (PTE). Y, aunque no estaba afiliado, esa mañana había ido a manifestarse por la amnistía de los presos políticos al corazón de Madrid.
Al grito de “¡Viva Cristo Rey!”, una jauría fascista desembarcó en el tumulto. Ruiz, según los testimonios del sumario, se encaró a un ultra corpulento de 1,80 de estatura que amenazaba a una chica con una manopla metálica con puntas y una cadena. “Saca tu pistola y mátame a mí”, retó envalentonado al agresor con dos piedras en las manos. José Ignacio Fernández Guaza retrocedió unos pasos y arrebató a su cómplice, Jorge Cesarsky, una pequeña arma semiautomática, que algunos manifestantes llegaron a pensar que era de juguete.
El tirador huyó corriendo, saltó unas jardineras y esfumó su rastro a la altura de la plaza de Callao. Nunca más se supo de él. La pareja de entonces de Fernández Guaza declaró que el pistolero se marchó de casa al día siguiente del asesinato con un bolso, un chubasquero “y quizá algún arma”.
Conocido en los cenáculos ultras de la Transición como el Posturas o el Frutero, el pistolero que segó la vida de Ruiz se ganaba la vida coordinando clubs nocturnos como el Mogambo en el Madrid de los años de plomo.
Cesarsky, el único condenado por el caso —seis años de prisión por terrorismo y tenencia ilícita de armas de los que solo cumplió uno— había llegado a España en 1962 con la excusa de impartir clases de rugby. No hay constancia de su actividad docente. “Mantiene contactos con personas vinculadas al peronismo”, recoge el sumario sobre este antiguo miembro de la terrorífica Triple A que presumía de nexos con la Policía franquista, a la que vendía pólizas sanitarias. Su agenda revela que tenía hilo directo con embajadores en Madrid del Paraguay del dictador Alfredo Stroessner y dirigentes de Fuerza Nueva.
Manuel Ruiz, hermano del asesinado, se siente abandonado. “Ningún partido político, ni de derecha, izquierda o centro se interesó por nosotros. Hemos tenido que salir adelante. Seguimos insistiendo para que se haga justicia con mi hermano, que está considerado víctima del terrorismo”, relata el familiar.
El asesinato de Ruiz inauguró la semana negra de la Transición. Siete días de plomo que, como si de un polvorín se tratara, a punto estuvieron de hacer saltar por los aires la llegada de la democracia. Tras la muerte del joven estudiante, cinco abogados laboralistas vinculados al PCE y CC OO eran acribillados a bocajarro en un bufete de la madrileña calle Atocha a manos de un comando fascista. Los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO), que mantenían retenido al presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo, secuestraron al teniente general Emilio Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. Y en una manifestación de protesta por el asesinato de Ruiz, la estudiante de Políticas y Sociología Mari Luz Nájera, de 20 años, moría por el impacto de un bote de humo de la Policía.
investigacion@elpais.es