La escalada de insultos envenena el Parlamento
Los diputados más veteranos confiesan que no recuerdan tanta agresividad verbal, pero defienden el trabajo del Congreso más allá del ruido
Patxi López se sentó por primera vez en un escaño del Congreso con 28 años recién cumplidos. Llegó de rebote, “acojonado”, en octubre de 1987 para sustituir al histórico sindicalista Nicolás Redondo, dimitido tras enfrentarse al Gobierno de Felipe González. “Allí estaban todos los grandes monstruos: Felipe, Guerra, Suárez, Fraga se acababa de ir...” El socialista vasco estuvo año y medio y no regresó hasta 2016, esta vez ...
Patxi López se sentó por primera vez en un escaño del Congreso con 28 años recién cumplidos. Llegó de rebote, “acojonado”, en octubre de 1987 para sustituir al histórico sindicalista Nicolás Redondo, dimitido tras enfrentarse al Gobierno de Felipe González. “Allí estaban todos los grandes monstruos: Felipe, Guerra, Suárez, Fraga se acababa de ir...” El socialista vasco estuvo año y medio y no regresó hasta 2016, esta vez para presidir la Cámara y gestionar el “desembarco”: la llegada masiva de la “nueva política”, sin una noción clara de que “un Parlamento son, sobre todo, costumbres”.
López asegura que aprendió mucho de los “grandes monstruos”, pero huye de la nostalgia: “Ha bajado el nivel, sí, pero es que la política ha cambiado. Esto sucede siempre, seguro que hace años los socialistas del exilio dirían lo mismo del joven Felipe”. No es el único de los diputados con más trienios que, aun admitiendo que las figuras políticas de hoy no son las de antaño, se resiste a la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor. “Sería injusto decir eso”, afirma el popular José Antonio Bermúdez de Castro, con casi 26 años en el Congreso. “Y no creo que haya que contribuir a desprestigiar más la imagen de la política”. Su compañero Carlos Aragonés, que entró por primera vez en 1993, los años de la durísima oposición de José María Aznar a González, lo expresa con cierta sorna: “¿Ha bajado el nivel? Es verdad, a condición de que no lo sintamos como tal”.
Que la imagen de la vida parlamentaria española está en sus horas más bajas se constata a diario, en la calle, en las redes sociales, en los análisis políticos. La última vez que el CIS preguntó por la valoración del Congreso fue en 2017, con resultados desoladores: un 82% decía confiar poco o nada en sus representantes, un porcentaje que había crecido más de 30 puntos en una década. No hay indicios —más bien todo lo contrario— de que la situación haya mejorado desde entonces.
Los diputados más curtidos de PSOE y PP subrayan que, al margen de las carnicerías verbales que destacan los medios, se producen en la Cámara debates de enjundia y mucho trabajo silencioso que no trasciende más allá de la Puerta de los Leones. Aragonés y Bermúdez de Castro coinciden en que aún quedan oradores de altura y ambos señalan a su jefe de filas, Pablo Casado, el parlamentario más diestro para enhebrar largos discursos sin siquiera notas delante.
Son los insultos los que lo tapan todo. “Y en un nivel que nunca habíamos visto”, ilustra López. Es ese “lenguaje faltón, grosero”, en palabras de Aragonés, quien lo relaciona con un fenómeno de la época: “Hay una decadencia del respeto a la palabra. Los grandes discursos ya no se valoran”. Bermúdez de Castro también apunta a un clima social impregnado del “lenguaje agresivo de las redes sociales”, donde lo que triunfa son las intervenciones más destempladas. Ya no se trata simplemente de dureza dialéctica. “Duros eran los debates de Rajoy y Rubalcaba”, tercia Ana Oramas, diputada de Coalición Canaria desde hace 14 años. “Esto es otra cosa, son insultos personales, es meterte con la familia. Eso antes no pasaba”. Oramas reparte culpas. López, en cambio, señala casi en exclusiva a la derecha: “Se cree que el poder es suyo y cuando lo pierde se convierte en antisistema e insulta”.
Los duelos entre Rajoy y Rubalcaba o entre Aznar y el diputado del PNV Iñaki Anasagasti son momentos que también evoca Bermúdez de Castro. Pero el diputado popular insiste en combatir la idea de que la vida parlamentaria se ha degradado. Concede, eso sí, que ha habido cambios relevantes: la proliferación de grupos, que acorta los tiempos de las intervenciones y así se “tiende más a criticar al contrario que a defender tu posición”; o los nuevos frentes abiertos por la competencia que antes no había dentro de los mismos bloques ideológicos.
Aragonés ha estado 28 años entrando y saliendo intermitentemente del Congreso, con un paso también por el Senado. “Me aferro al escaño”, ironiza. “Lo digo en serio. Para mí es algo muy importante. Aquí es donde se forjan los políticos”. Al exjefe de gabinete de Aznar no le incomoda un cierto ruido parlamentario. Es más, defiende que los diputados reaccionen desde sus escaños a lo que se está diciendo en la tribuna, “porque de lo contrario sería una sala de conferencias, no un Parlamento”. En lugar de preocuparse de esos jaleos, argumenta, la Presidencia de la Cámara debería asumir un papel más activo para ordenar los debates. No le importa citar a su líder como ejemplo: “Cuando Casado repite adjetivos para definir a Sánchez, la Presidencia debería intervenir para decirle: ‘Ya sabemos cuál es su opinión sobre el presidente, ahora aténgase a la cuestión”.
Ana Oramas exhibe una foto publicada en EL PAÍS en 2011. Es en el Manolo, un clásico de los bares alrededor del Congreso, y en ella posan diputados de varios grupos, de la popular Soraya Sáenz de Santamaría a Joan Ridao, de ERC, cuyos discursos mantenían a Oramas “pegada al asiento”. “Hoy esa imagen sería impensable”, afirma la diputada canaria, exasperada con el rumbo que ha tomado la vida del Parlamento: “Se han deteriorado incluso las relaciones personales. Ahora vas a la cafetería y solo ves juntos a los de cada grupo. No hay diálogo, no se busca el acuerdo, solo la aceptación. No se escucha, hasta los ministros llegan ya con la réplica que les han escrito. Y a los debates no le hacen caso ni los periodistas, que se van al patio o a los pasillos”.
En el Congreso actual abundan los diputados novatos. Dos tercios de los socialistas —81 de 120— y casi la mitad de los populares —42 de 88— entraron en alguna de las dos elecciones de 2019. Ninguno de los consultados cree que ese sea el problema. Solo hay que fijarse en el más longevo de la Cámara, a la vez uno de los más pródigos en el insulto. Ignacio Gil Lázaro, antes en el PP y ahora en Vox, que entró en 1982 y solo ha estado ausente cuatro años hasta hoy, declinó conversar con este periódico.
Otras épocas
Las añoranzas de un pasado siempre teñido de gloria tampoco son una novedad de ahora. Basta leer a los cronistas parlamentarios de hace un siglo. A uno de ellos, Azorín, se le quejaba en 1905 el presidente del Congreso, Francisco Romero Robledo: “Yo no he visto jamás lo que estoy viendo ahora; no hay gobernantes, no hay tampoco en el Parlamento los grandes oradores de antes. Ya no sé adónde vamos ni qué va a ser de nosotros”. Un cuarto de siglo después, en las Cortes Constituyentes de la República, era el periodista Josep Pla quien echaba de menos los tiempos de Romero Robledo: “Lo que debió de ser el Parlamento de este país en la época de Maura, Canalejas, Cambó, Salmerón, Romanones, Dato, Mella... Pensar en aquella época y pensar en el presente puede dar la tónica de la regresión que sufrimos ahora”. En ese Parlamento de 1931 se sentaban, entre otros, Ortega, Unamuno, Marañón o Azaña.