¿Qué elegirías tú?
¿Merece la pena sobrevivir a cualquier precio? ¿Hasta qué punto de envilecimiento puede seguir siendo la vida digna de vivirse?
A veces las redes, además de torrefactarnos la cabeza, comernos la vida a bocaditos y disminuir la densidad de la materia gris de la corteza cingulada anterior, que es una zona del cerebro crucial para funciones neurológicas tales como el control de impulsos, la toma de d...
A veces las redes, además de torrefactarnos la cabeza, comernos la vida a bocaditos y disminuir la densidad de la materia gris de la corteza cingulada anterior, que es una zona del cerebro crucial para funciones neurológicas tales como el control de impulsos, la toma de decisiones o la atención (hay estudios que demuestran esto); además de hacernos polvo, digo, en ocasiones proporcionan algún conocimiento interesante. Sigo en Instagram a un novelista norteamericano que se llama Jason Pargin. No he leído sus libros, pero un día caí en su cuenta por casualidad y me quedé, porque cuelga comentarios curiosos.
Uno de ellos me ha parecido perturbador. Cita Jason el tuit de otra persona (las redes son así, una carambola), Henry Shevlin, un filósofo cognitivo de la Universidad de Cambridge, Reino Unido. Shevlin propuso en la red social X un juego ético endiablado. Imagina que en tu país todos deben escoger entre tomar una píldora azul o una píldora roja. Si más del 50% de la población escoge la azul, todo el mundo vive. Si no se alcanza ese porcentaje, los de la píldora roja viven y los de la azul mueren. Para dificultar las cosas, cada núcleo familiar ha de tomar la misma píldora. Es decir, debes elegir color por ti, por tu pareja y por tus hijos, por ejemplo. Y ahora piénsalo bien, piénsalo con calma y sinceramente: ¿tú qué harías? Es una decisión terrible, ¿no es así? Una deliberación verdaderamente agónica.
Ignoro si esta propuesta enjundiosa y cruel forma parte de un estudio científico. Ni Pargin ni Shevlin se la atribuyen a nadie; quizá sea una historia popular (yo no la conocía) o puede que se le haya ocurrido al profesor de Cambridge. Está muy bien pensada, porque coloca tu vida en un marco de dimensiones épicas. En situaciones así, que poca gente ha de afrontar con tal claridad, se prueba el verdadero temple de cada cual. El empeño de sobrevivir late como una ciega furia en nuestras venas, y la heroicidad consiste en supeditar ese mandato a un bien mayor.
En ese sentido, siempre me ha parecido ejemplar la calamitosa expedición de Robert Scott. El capitán Scott (1868-1912) quería ser el primero en llegar al Polo Sur. Fue arrogante e imprudente en muchos sentidos, porque no pidió consejo a expertos polares sobre los preparativos para la expedición y tomó decisiones estúpidas, como llevar 19 caballos (unos pobres animales inadecuados para las nieves profundas), alimentarse con raciones insuficientes y planificar el viaje fatal. Era un sobrado oficial inglés que creía saberlo todo, como se ve muy bien en el fascinante libro El peor viaje del mundo, escrito por Cherry-Garrard, uno de los supervivientes del desastre. Pero su conmovedor final lo cambió todo.
Cuando Scott y cuatro de sus compañeros alcanzaron el Polo, descubrieron que ya había pasado por ahí, dos semanas antes, el escandinavo Amundsen. Entonces emprendieron el regreso a la base, pero murieron todos tras largos meses de espantosa agonía. Ateridos, empapados y famélicos, pelearon contra los hielos con temperaturas de 50 grados bajo cero. Las uñas y los dientes se les caían, el cuerpo se ulceraba, se gangrenaban los dedos, las congeladas puntas de las narices se deshacían, la resplandeciente nieve los cegaba. Los sufrimientos físicos eran atroces, pero los soportaron sin quejarse y sin detenerse, arrastrando los pesados trineos hasta la extenuación. Hasta morir. Ya sin combustible y sin comida, tras haber visto caer uno tras otro a sus cuatro colegas, y antes de fallecer, Scott escribió estoicamente las últimas y célebres páginas de su diario (que fue encontrado tiempo después): “Hemos corrido riesgos; sabíamos que los corríamos. Las cosas se nos han puesto en contra y, por lo tanto, no tenemos motivos para quejarnos”. También dejó cartas de despedida; en una, dirigida a un amigo íntimo, le decía que, con su agonía, todos ellos estaban dando un buen ejemplo: “No porque nos hayamos metido en situaciones difíciles, sino porque, cuando ha llegado el momento, las hemos afrontado como hombres. Si nos hubiéramos desentendido de los enfermos, habríamos logrado llegar”.
Muy cierto. Esa es la cuestión. ¿Merece la pena sobrevivir a cualquier precio? ¿Hasta qué punto de envilecimiento puede seguir siendo la vida digna de vivirse? En el juego propuesto por Shevlin, el 62% de sus seguidores en X eligió la píldora roja, y el 38% la azul. Lloro por ese 38% que muere lleno de esperanza y de altruismo.