El escultor Juan Garaizabal crea una ‘meca’ para artistas jóvenes en la España vaciada
Soplete, martillo y radial resuenan en el nuevo taller del artista en Cifuentes, la histórica villa de la Alcarria guadajalareña en la que ha establecido su propia Arcadia. Aquí llegan jóvenes de todo el mundo al reclamo de una experiencia artística única en plena España despoblada
Desde hace algo más de un año, en Cifuentes crecen las esculturas como los enebrales se multiplican valle abajo. Una ha brotado en la plaza, otra se encara al castillo plantada en un otero y una tercera parece ponerle puertas al campo frente al pantano de La Tajera que embalsa el río Tajuña. Las hay incluso coronando el viejo silo, como la guinda en una tarta. Gigantes de acero, roca y madera recortados contra el paisaje castellano-manchego. En el pueblo se van acostumbrando, aunque algunos vecinos elucubran: “Ya sé de qué va esto, que lo he buscado en Google. Es satanismo”, aventuró un día el...
Desde hace algo más de un año, en Cifuentes crecen las esculturas como los enebrales se multiplican valle abajo. Una ha brotado en la plaza, otra se encara al castillo plantada en un otero y una tercera parece ponerle puertas al campo frente al pantano de La Tajera que embalsa el río Tajuña. Las hay incluso coronando el viejo silo, como la guinda en una tarta. Gigantes de acero, roca y madera recortados contra el paisaje castellano-manchego. En el pueblo se van acostumbrando, aunque algunos vecinos elucubran: “Ya sé de qué va esto, que lo he buscado en Google. Es satanismo”, aventuró un día el pescadero a la vista de la monumental crátera localizada ante la iglesia de El Salvador que con su forma de campana invertida alimentaba la teoría diabólica. “Se parece bastante a vivir en Amanece, que no es poco. Somos como los americanos de la película, una situación entre el surrealismo y el absurdo”, dice riendo ahora Juan Garaizabal, el artista que está sembrando el páramo alcarreño de arte conceptual.
Sorprende encontrar al arquitecto de las memorias urbanas mimetizado en el entorno rural. Garaizabal (Madrid, 54 años) es ese mago que practica el arte de la reaparición, empeñado en llenar los vacíos históricamente significativos de las grandes urbes con el esbozo metálico de lo que una vez fue. Un templo en Shanghái, una barriada en Bucarest, una basílica bohemia en Berlín, unos jardines en París, un balcón en Miami mirando a La Habana, fantasmas del pasado delineados en acero inoxidable que reclaman los espacios que ocuparon tiempo ha. “Creo en la energía de lo extraordinario. Cuando recupero una memoria urbana, devuelvo algo que ha sido excepcional en un momento dado. Yo lo rememoro con un elemento de aventura, de salto, que se note el desafío. La reconstrucción literal de lo que ya existió no me interesa”, explica a propósito de un proyecto que empezó en 2007 y le ha valido premios y aclamación en todo el mundo, también entre los coleccionistas de arte contemporáneo.
A medio camino entre la forja, la albañilería, la carpintería, la luminotecnia y el ejercicio de reciclaje (“La buena escultura requiere de los desechos que tienes a mano, el palo, los ladrillos, lo que se ha caído”, afirma), esas piezas de escala colosal, algunas con altura de 20 metros, que hasta la fecha latían a fuego y martillazos en los bulliciosos corazones metropolitanos de repente han empezado a cobrar vida en un rincón de la España vaciada. “Trabajar tales dimensiones en pleno Madrid ahora es imposible, se me amontonaba la obra en el taller de Berlín y en Miami cualquier cosa supone una factura que te revienta. Aparte, para mi sorpresa, yo cambié”, afirma este trotamundos cosmopolita, formado para las bellas artes en Reims (Francia), curtido en la escena alternativa de la Alemania recién reunificada de los años noventa y cuyo proceso creativo hay que entenderlo como extensión de aquellos viajes que emprendió de joven, cruzando África y Asia junto a su madre y sus hermanos en todoterreno.
Solitario, obsesivo, disciplinado, Garaizabal se reconoce un tipo cerebral. El cambio que refiere es, claro, emocional. “No sabía que tenía esta capacidad de compromiso con el grupo. Me daba vértigo esta secta que estoy montando, qué pasa si hago lo de siempre, que es lo que me da la gana, yendo a mi bola. Sospechaba que iba a acabar así porque la gente siempre termina arrastrándote, pero suerte que no”, se sincera. Esa secta de la que habla es la pequeña comunidad de jóvenes artistas que ha concitado en Cifuentes, alrededor de su nuevo espacio de trabajo habilitado en un antiguo silo de trigo. Estudiantes de todos los rincones del planeta atraídos por una experiencia única.
“Tengo un acuerdo con Erasmus Internacional. Las universidades de origen hacen la primera criba entre los candidatos, en función de sus notas, y yo luego los entrevisto. Elijo muy basado. Lo que evalúo sobre todo es su motivación, la capto. Van a disfrutar algo que en el fondo es muy subjetivo, porque es mi mundo”, dice, orgulloso de las 800 solicitudes que ha recibido en los poco más de ocho meses que lleva en marcha la iniciativa, chicos y chicas de Estonia, Letonia, Italia, Polonia, Irlanda, Uruguay, Turquía, Estados Unidos, Bahréin, de viaje iniciático a la Alcarria. El artista los instala en un par de casas que ha alquilado en la localidad arriacense, rotando en grupos de tres o cuatro durante tres meses. Él va y viene desde Madrid, apenas una hora en coche (su “tiempo de calidad”, informa). “Me gusta el ambiente que generan. Cuando no están en el taller, cogen un libro y se ponen a leer en cualquier sitio, o se van en bicicleta al campo. Son los menos gamberros del pueblo”, continúa.
Los últimos contingentes han participado en la creación de la pieza de memoria urbana más reciente del artista, Los baños de Napoleón, recreación de la casa de baños femenina que formaba parte de las termas que transformaron Biarritz en la ciudad balneario favorita de la aristocracia europea por capricho de Napoleón III y la emperatriz Eugenia de Montijo. Instalada en su emplazamiento original frente al Atlántico, en los jardines de la Grande Plage, la obra —nueve metros dibujados en el aire con lápiz de acero— le ha devuelto a la villa vascofrancesa parte de su grandeur decimonónica este verano. Para la ocasión, el Vase Médicis que tanto dio que pensar al pescadero de Cifuentes también se mudó temporalmente al recinto del Hôtel du Palais, la antigua Villa Eugénie.
“El porcentaje de obra pública que funciona, que de verdad emociona, es en realidad muy bajo, no sube de un 2% ni de coña”, sentencia Garaizabal, que no puede evitar la autocrítica, sabedor del riesgo de intervenir los espacios que son de todos. “Hay que ser un poco consciente, mirarse desde fuera y entender que lo que haces, por mucho que te guste, es peligroso y puedes contaminar el mundo mal”, remata, mientras se vuelve hacia Giovanna, la estudiante napolitana que lo asiste con la radial y el soplete. “Esto está muy bien pulido”, la felicita.
En la cabeza del artista ya bulle su próxima misión de rescate, la memoria urbana de la cárcel de Columbus, en Ohio (EE UU). Ojo ahí: “Recrear una institución que significa represión, sufrimiento, mueve demasiadas energías. Mi labor es saber ver que no soy yo el que podría mover al error, cometiendo la estupidez de ser parcial y provocar dolor. No creo en una sociedad que se fragmenta en exceso, estoy acostumbrado a trabajar con un porcentaje de mis creencias y sacrificar otro, porque imponer una idea, una mentalidad al otro, supone siempre un fracaso. Hay muchos tipos de sensibilidades y yo valoro tender puentes. La paz tiene un beneficio bestial y el enfrentamiento social, un precio altísimo. No quiero que las memorias vayan contra nadie”.
De camino de vuelta a la capital, pasados los campos de lavanda, un toro de Osborne sale al paso recortando el cielo. “Es una obra maestra de la proporción, una manera de intervenir el paisaje con una idea de perspectiva genial. Pero aquí la clave es el año en que se hizo. En aquella España tan rácana y cutre, en la que todo era pequeño, ese toro majestuoso añadió más que restó”, reflexiona. Y, entonces, claudica. “Creo que soy afortunado, un privilegiado, pero también una persona agradecida que trata de devolver algo bueno de lo que ha recibido”, concede el nieto —por parte materna— de Enrique Marsans, fundador de Viajes Marsans y pionero en revolucionar la industria del turismo española. “Yo no estoy en esto para desahogarme, dar lecciones o juzgar a nadie, que bastantes problemas tengo ya con juzgarme a mí mismo. Hay mucho mal arte que se puede evitar, ese mal arte simplemente anclado en un mensaje político que justifica una ideología. La ideología la puede desarrollar cualquiera con un percentil cero, que suele ser el caso de los fanáticos”.