Ir al contenido

Diario de Xita Rubert tras la muerte de su padre, el filósofo Xavier Rubert de Ventós

La escritora narra cómo su fallecido padre se le sigue apareciendo en sueños

Ilustración del filósofo Xavier Rubert de Ventós.Mercedes deBellard

Desde la muerte de mi padre mantengo un diario sobre su aparición en mis sueños: es un diario sobre un fantasma, que sólo me visita por las noches, y cuya relación conmigo no ha terminado, sino que sigue desarrollándose más allá de nuestras dos migraciones. Ahora, tanto mi vida como la suya continúan en otros países, y nos reencontramos en el espacio intermedio al que nadie más puede acceder. Yo misma tengo dificultades para acceder cuando despierto y trato de transcribirlo. Varios de estos sueños, ahora que los releo, exploran el ambiguo sentimiento de avanzar, de reinsertarme en la vida tras su muerte.

30 de agosto de 2024. Creo haber tenido otro sueño con papá. La escena significativa ha ocurrido justo antes de despertarme: me ha sacudido su propia intensidad, el tacto y la mirada no eran difusos como suelen serlo en los sueños. Me encontraba ordenando mantas y cojines con él, viendo qué se llevaba él y qué me llevaba yo, pero ¿adónde iba cada uno? No recuerdo el intercambio verbal, tenía que ver con alguno de esos elementos domésticos, con una mudanza y una ausencia inminente. Estábamos preparándonos para el cambio, pero ¿qué cambio? De pronto, durante la conversación, me invadía la realidad extrema de su cuerpo, sus mejillas, sus ojos: me los quedaba mirando como si mirar con intensidad impidiera que se fuera. Sospechaba que, tras marcharme yo, él desaparecería también, como si al preparar mi próxima mudanza (este septiembre) fuese a revivir la suya, la definitiva (hace ahora un año y medio). Pero su mirada no era desesperada, inquisitiva como la mía. Sus ojos tampoco se apartaban de mí, pero eran dulces, plácidos. Conformes.

Tiendo a narrar más que a interpretar mis sueños, aquí, pero este es un posible significado: no quiero alejarme, ni siquiera, del momento o del lugar en que él murió. No quiero poner distancia entre nuestra vida con su enfermedad y mi vida nueva, sola, con plena salud. Siento una inesperada ambivalencia a retomar la normalidad, el año laboral: mudarme a Nueva York, publicar mi segunda novela, recuperar mi rutina en Estados Unidos tras estos dos años en España, y montarme en el ajetreo del mundo, tan distinto a los tempos —y a las epifanías— de la muerte. Si antes deseaba recuperar el ánimo y la energía, ahora deseo quedarme quieta en este inframundo, entre la realidad y el sueño, entre los vivos y los muertos, suspendida y feliz, porque es aquí donde lo encuentro y donde su piel y sus ojos todavía no se difuminan.

1 de enero de 2025. Cuando releo algunos de mis cuentos, constato que sólo escribo bien cuando escribo sobre la muerte, o desde la muerte, o en estrecha proximidad con muertos que siguen pululando en mi mundo interior. Sé que mis historias están vivas cuando hay algo difunto en sus tramas, cuando mis personajes son conscientes de que algo (o alguien) está a punto de terminarse. No es cierto que sea necesario sentirse desolado, abandonado, para escribir bien (de hecho, lo contrario es cierto), pero hay algo vivificante en invocar a la muerte, y sé que mis mejores párrafos están animados por ella, o sea, por él. Hay algo en la oscuridad infinita, en la claridad irrecuperable, que alumbra mis frases y convierte a mis imágenes en bichos fluorescentes.

Pero la cuestión es otra, más importante: cuanto más lejos de la muerte y la enfermedad, no sólo escribo peor, sino que vivo peor. Más triviales mis preocupaciones, mis quehaceres, más superficiales y falsamente difíciles mis dilemas. Los falsos dilemas de los vivos sólo existen para cubrir, para cegarnos, ante la dificultad real: que el final siempre acecha bajo la salud; que la vida debe continuar incluso cuando la vida terminó; que la ausencia más difícil es la sostenida, tan distinta al duelo inicial.

Recuerdo cuando mi amigo y escritor Andrés Barba, hablando de su propio padre, me auguró lo siguiente: lo más arduo es el primer año, hay que pasar por todas las fechas significativas en que te gustaría estar con él —su cumpleaños, tu cumpleaños, el verano, la Navidad. Paradójicamente, ese primer año lo encaré con la fortaleza que me imprimía el propio recuerdo de su vida, las lecciones viscerales de su enfermedad, el estado de excepción que daba sentido a lo que lo tenía, y extirpaba el falso sentido de todo lo demás. Es ahora, en el segundo año, cuando debo enfrentarme a su falta: no a su ida, sino a la constatación de que no volverá.

La escritora Xita Rubert posa para un retrato en la terraza de la sede de laeditorial Anagrama en Barcelona.Gianfranco Tripodo

14 de enero de 2025. Sé que les pasa a otras personas, que sueñan con la persona difunta. En mi caso hay dos tipos de sueños: en los extáticos, su presencia no la experimento como un shock sino como una especie de gracia divina, mística. En los sueños más demoledores, alcanzo a tocar su cuerpo, al despertar desaparece, y el acceso de llanto no tarda en llegar. Los primeros sueños son cada vez más recurrentes que los segundos, pero hoy ha pasado algo distinto. Ha aparecido en mi sueño, sin éxtasis ni demolición: simplemente estaba, en toda su fisicidad, vivo, y no vivo todavía, ni vivo de nuevo. No era una aparición, era él. Papá se reincorporaba a mi vida, como un personaje sin mayor gravedad, dos años después.

En el sueño, era el día de su cumpleaños: íbamos en coche y pasábamos el día en la playa con mamá, con varias amigas mías, con una especie de novia de él. Nada resultaba doloroso ni existencial. Y no teníamos cobertura: cuando se ponía el sol y debíamos volver, él insistía en que era su cumpleaños, pero nosotras reíamos porque no estábamos seguras del día o la hora. Nadie nos molestaba: ni las fechas de cumpleaños de vida ni las fechas de aniversario de muerte. Algo en la atmósfera indicaba que no estábamos en un lugar trascendental, de resurrección, no. Su presencia, hoy, era un hecho y no un recordatorio.

El verano tras su muerte, en 2023, pasé unos días en Atenas. Visité casi todos los cementerios y llegué caminando a Kerameikos, la mayor necrópolis de la ciudad antigua. Me fijé en que todas las lápidas mostraban a una persona tocando la mano, el hombro, el cuello de otra persona, a veces con un solo dedo. Cada escena era un reencuentro, extraño e imposible, y entendí que no aludían a un recuerdo, sino a un deseo: los griegos sabían que no es el alma del difunto lo que nos falta —su alma sigue con nosotros—, sino su cuerpo. El deseo de los vivos es tocar las mejillas, los huesos, el pelo de los muertos, y ese deseo está estampado en cada lápida de Atenas y en cada página de mi diario del inframundo.

Más información

Archivado En