Paisaje después de la batalla

Hay poquísimas personas como ella, capaces de decir No cuando todo el mundo a su alrededor dice Sí

Militantes del PSC en un mitin de campaña al que asistió Pedro Sánchez en Barcelona, el pasado 2 de mayoÁngel García (Bloomberg)

Me encuentro por la calle con una vieja amiga, aguerrida militante de a pie del partido socialista de Cataluña. Después de la alegría y los abrazos, se lamenta: “Qué desastre, Javier. Durante el procés, en mi pueblo, las asambleas del partido estaban vacías, éramos literalmente cuatro gatos. Una vez los cuatro asistimos a un acto público sobre lo que estaba pasando y los secesionistas se tiraron encima de nos...

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Me encuentro por la calle con una vieja amiga, aguerrida militante de a pie del partido socialista de Cataluña. Después de la alegría y los abrazos, se lamenta: “Qué desastre, Javier. Durante el procés, en mi pueblo, las asambleas del partido estaban vacías, éramos literalmente cuatro gatos. Una vez los cuatro asistimos a un acto público sobre lo que estaba pasando y los secesionistas se tiraron encima de nosotros, nos insultaron, nos llamaron fascistas e hijos de puta, pensé que nos iban a linchar; varias veces acosaron la sede del partido, y en una de ellas creí que iban pegarle fuego con nosotros dentro. Mientras tanto, desde sus poltronas madrileñas los señoritos de derechas nos acusaban de cómplices del nacionalismo catalán, y los señoritos de izquierdas, de cómplices del nacionalismo español… Pero ahora, sobre todo desde que gobernamos la Generalitat, todo ha cambiado: las asambleas del partido están abarrotadas y más de una vez me ha parecido reconocer entre la gente a los que nos insultaban y acosaban, y sobre todo a los peores, los que se hacían el sueco, los que decían que no eran ni de unos ni de otros, los que fingían que no pasaba nada; esos están ahora en primera fila, a ver si cae algo… Maldita sea.”

Mientras hablaba, un brillo de rabia ha asomado a los ojos de mi amiga, y, temiendo que rompa a llorar, intento quitar importancia a lo que me cuenta, le digo que no se preocupe, que debería estar contenta, que en realidad lo que ha pasado es lo mejor que podía pasar. “¿Lo mejor?”, me pregunta, furiosa. Le digo que sí, que lo que ha pasado significa que ganaron los buenos, los que defendían como ella la ley y la Constitución -o sea, la democracia- y no los que se lanzaron contra la democracia en nombre de la democracia, y la prueba de que ganaron es precisamente que ahora, en su pueblo, las asambleas de su partido están abarrotadas, le digo que no hay que olvidar, pero quizá sí hay que fingir lo mejor posible que uno olvida, y que desde luego hay que aprender a perdonar, sobre todo a perdonar a los que se hacían el sueco y se apuntaron o fingieron apuntarse al carro del procés por miedo y para no quedar mal o para no significarse, al fin y al cabo la inmensa mayoría de las personas actúa según sopla el viento, Vicente va donde va la gente, siempre ha ocurrido eso y siempre va a ocurrir, le digo, y, por temor a halagarla -porque la conozco y sé que no soporta los halagos-, no le digo la verdad, y es que hay poquísimas personas como ella, capaces de decir No cuando todo el mundo a su alrededor dice Sí. Más tarde, sin darle tiempo a replicar, le cuento historias verídicas de tipos que al estallar la guerra civil eran anarquistas y se pusieron a quemar iglesias y a perseguir curas y monjas, y que tres años después, cuando llegaron las tropas franquistas, las recibieron brazo en alto, convertidos en falangistas fervorosos, y durante el franquismo hicieron prósperas carreras al calor del poder. También le cuento historias de militantes antifranquistas que padecieron persecución, cárcel y torturas en lo más duro del franquismo, cuando todo el país callaba, y que, nada más llegar la democracia, vieron que su partido se llenaba de supuestos militantes antifranquistas que no conocían de nada y a quienes jamás habían visto, momento en el cual optaron por volver a su casa, avergonzados, y por dejarles el campo libre a los oportunistas. Le pido a mi amiga que no cometa el mismo error, que no se vuelva a su casa, que no tire la toalla y siga peleando por lo que cree, que volverán a venir mal dadas y volveremos a necesitarlos, a ella y a los que son como ella… Mi amiga me escucha en silencio, mirándome de reojo y cabeceando, reticente, pero yo tengo la impresión de que he conseguido calmarla un poco; al final me las arreglo para cambiar de tema, hablamos de los viejos tiempos y nos reímos con los mismos chistes con que nos reíamos cuando éramos adolescentes. Al despedirnos, mi amiga me señala con un índice amenazante y me sonríe con su sonrisa de heroína romántica mientras dice: “Que sepas que no me has convencido, ¿eh?”

No hacía ninguna falta que lo dijese.

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