No se fíen
Los escritores nos alimentamos de lo malo, vivimos de la basura: de la discordia, del dolor, de la violencia, del infortunio
Me refiero a los escritores. Más en concreto, me refiero a los escritores que no tenemos una concepción edificante de la literatura; de los que sí la tienen, en cambio —de los que usan sus obras para defender causas, normalmente justísimas—, pueden fiarse, aunque propongan arreglar el mundo pegándole fuego: ellos sí tienen respuestas. Nosotros, no: nosotros, sobre todo los novelistas (...
Me refiero a los escritores. Más en concreto, me refiero a los escritores que no tenemos una concepción edificante de la literatura; de los que sí la tienen, en cambio —de los que usan sus obras para defender causas, normalmente justísimas—, pueden fiarse, aunque propongan arreglar el mundo pegándole fuego: ellos sí tienen respuestas. Nosotros, no: nosotros, sobre todo los novelistas (los que incurrimos en el ejercicio irresponsable de contar historias que jamás sucedieron), somos unos rompepelotas, unos egoístas sin escrúpulos que escribimos por el puro placer de escribir, por el propósito aguafiestas, gamberro y nihilista de formular preguntas sin respuesta que sólo sirven para complicarle la vida a la gente, para mostrar que la realidad es todavía más compleja de lo que parece. ¡Qué vergüenza, Dios santo! Y no se dejen engañar por las apariencias si, los domingos, algunos nos vestimos de bonito y, como quien asiste a misa de doce, escribimos columnas donde tratamos de difundir ideas constructivas y orientadas al bien común; es pura pose, una farsa dictada por la mala conciencia: quien firma esos artículos no es más que un tipo que intenta hacerse perdonar el placer incomparable que le depara escribir sus chifladuras y sembrar alegremente el caos con ellas; sólo es un impostor: el auténtico yo del escritor es el ser asocial que habita en sus novelas. “Ojo conmigo”, escribió Ferlosio. Cualquier escritor de verdad podría decir lo mismo.
Porque los escritores, digámoslo de una vez, somos un peligro público. La felicidad es muda, literariamente improductiva: en un mundo feliz no habría literatura (no al menos novela; poesía quizá: poca y pésima). Los escritores nos alimentamos de lo malo, no de lo bueno: somos bestias carroñeras; vivimos de la basura: de la discordia, del dolor, de la violencia, del infortunio. En ese sentido nos parecemos a los periodistas; la diferencia es que los periodistas se dedican a describir la basura, mientras que los escritores nos dedicamos a reciclarla. Wayne Koestenbaum —un escritor californiano cuya poesía debería traducirse de inmediato a nuestra lengua— dice que la humillación es “un horno a través del cual pasa el alma humana para salir de él limpia, barnizada y endurecida”, y en Oda a Anna Moffo añade: “Las imágenes que hoy me atormentan serán un paraíso en veinte años”. Los alquimistas intentaban transmutar el hierro en oro; los grandes escritores obran un prodigio semejante: transmutar lo peor en lo mejor, las experiencias más ingratas en sentido y belleza. Es lo que hace el arte en general, según dice el duque Vincentio de Shakespeare en Medida por medida: “La música tiene a menudo encanto suficiente / para hacer del mal un bien y llevar el bien al dolor”. En eso consiste la utilidad o parte de la utilidad de la literatura (me refiero a la que no se dedica a difundir causas, ni justas ni injustas: la que lo hace no sirve absolutamente para nada); pero tampoco se engañen: digan lo que digan, los escritores no obran ese prodigio por altruismo, sino para satisfacer una urgencia personal, íntima. De ahí que, como tantos clichés, aquel que dice que la literatura es terapéutica o purificadora posee una parte relevante de verdad; aquí me tienen a mí, sin ir más lejos: si no escribiera, sería un sujeto todavía más peligroso de lo que soy (y ya es decir); por eso siempre he pensado que, en aras del bien común, el Estado del bienestar debería abonarme un estipendio mensual por escribir: un sueldo público más, ¿qué importa al mundo?
Ah, los escritores: mala gente. Como los músicos, los pintores o los cineastas. Recuerdo la última entrevista que concedió Federico Fellini, o la última que le leí. Se hallaba ingresado en un hospital, ya muy enfermo, y, mientras el periodista hablaba con él, el gran hombre trataba de mirarle el escote a las enfermeras. En algún momento el entrevistador le preguntó si pensaba que el calvario que estaba atravesando tenía algún sentido. “Sí”, reaccionó al instante Fellini. “Pero sólo si con él puedo filmar una película”. Lo dicho: egoístas sin escrúpulos, recicladores de basura. Lo dicho: no se fíen.