La última cena de Isabel Coixet: champán, buena luz y poca gente
A la cineasta le gusta comer bien, sin platos principales. La directora y guionista elige para la cita postrera una plaza secreta de París y ocho amigos. De fondo, Depeche Mode
The Beatles marcaron para siempre un hito en el imaginario de la senectud cuando publicaron When I’m Sixty-four, canción vodevilesca en la que un amante le asegura a su amada que, al llegar a los 64 viejo y calvo, aún conservará algo de utilidad, podrá cuidar el jardín, incluso arreglar los fusibles. Ella podrá hacer punto de cruz en la chimenea. En el coro el amante se pregunta si a esa edad su amada aún le necesitará y le dará de comer. La canción es alegre, pero deprime: es el retrato de una vida que se desvanece.
Siempre que averiguo que alguien tiene exactamente 64, esta canción salta en mi cabeza, y no puedo evitar medir el grado de parecido de la persona con el cuadro que pinta la letra de McCartney. Pero cuando en algún momento de nuestra sobremesa Isabel Coixet mencionó que había cumplido 64, el mecanismo que pinchaba esa canción reventó para siempre. Esta directora de cine barcelonesa necesitaría siete vidas más para poder abordar todo lo que aún quiere hacer, está inmersa en series, películas, radio, collages, columnas, tan pronto está en París como en Barcelona, o en su casa de Perpiñán, y en fin, no parece que jamás pueda mirarse en el espejo de esa canción.
La citamos para comer en el restaurante Arzábal de la calle de Menéndez Pelayo de Madrid, y lo primero que hizo antes de abrir la carta es preguntar si esa comida la pagaba la revista o nosotros, una consideración que hasta ahora no ha tenido nadie.
Cuando supo que invitábamos, se apropió de la carta de vinos y dijo que el champán, bebida de la que algo sabe, corría de su cuenta. No dejó que se instalara el miserable espíritu del racionamiento cuando vimos la primera botella medio vacía y pidió otra con más soltura que un bilbaíno.
Mientras come unas piparras, preguntamos a Isabel sobre el menú y los invitados de su última cena. Ella suspira con agobio: “Es que si viene gente hay que empezar a pensar, el que es celiaco, el intolerante a la lactosa, la tipa de 80 años que lleva toda la vida a régimen y te dice: ‘Uy, tengo unas lorzas…’. Entonces claro…, nos vamos quedando sin gente”.
Antes de meterse en el lío de invitar prefiere ocuparse de la puesta en escena, no quiere que la tristeza se apodere de la ocasión. “La última cena no puede ser en un lugar con luz fría… La luz, el gran tema es la luz”. Dice que iría cambiando la iluminación de todos los sitios a donde va, y recuerda cómo hace unos días, tras cenar en una brasserie recién reformada, acabó solicitando que se presentara el dueño. El maître le preguntó preocupado si es que algo estaba malo, ella le dijo que la cena estaba rica, pero ese led que habían puesto daba una luz que la estropeaba. “La gente no suele recibir mis consejos de iluminación”, se lamenta, pero en su última cena la luz estaría controlada porque lo haría ella. Sería una luz cálida y con contraste, “pero tampoco nos vayamos al rollo Caravaggio”.
Acabamos las festejadas croquetas de leche de oveja y ya llevamos un buen rato hablando, pero hasta ahora Isabel solo ha pensado en la luz, todavía no hay asistentes, ni menú, ni siquiera dónde será la cena. Ella bebe, cierra los ojos, piensa en silencio un momento. Se enciende. “¡Ya está! Estamos en la plaza Furstenberg de París”. Se trata de una plazuela muy recogida, mil veces pintada por artistas, con una rotonda cuadrada de esquinas curvas, en las que se alzan cuatro paulonias tormentosas —un bello árbol de flores moradas— que arropan a una solitaria farola en su centro. Convidaría a muy poquita gente, y les pondría una mesa en el centro de la plaza. “Está en el Barrio Latino, pero es como un mundo aparte”, y para garantizar que el lugar se mantiene fuera del tiempo, ejercería ese superpoder con el que cuentan los directores: cortaría los accesos, prohibiría el tráfico, y “la blindaría de turistas, que no entren los del pantalón corto y la chancla”. La cena estaría servida por los camareros del Chocho, nada que ver con la acepción española de la palabra, aclara antes de añadir que “en este restaurante están obsesionados con que puedas mojar en todos los platos, aunque no creo que le hayan puesto Chocho por eso”.
Ocho son los amigos, nos dice, y ella la novena, “a casi todos mis amigos les gusta mucho comer, pero hay alguno que no… A ese le diría que fue bonito mientras duró”. No son amigos del cine, subraya. Se resiste a decir quiénes son, no sea que los que no han sido llamados a esta mesa se enfaden, pero sí dice un nombre: Reed Brody, su pareja actual, al que conoció en un rodaje en Nueva York, y que es conocido como el “cazador de dictadores”, un abogado portavoz de la ONG Human Rights Watch que se dedica a llevar a tiranos ante la justicia.
A la pregunta de qué es lo que tienen en común sus convidados, ella contesta que es “el sentido del humor, que nadie se tome en serio a sí mismo, que nos podemos reír de nuestra sombra”. Cada uno es de ramas diferentes de la vida, dice, no tienen por qué compartir inquietudes culturales, ella ya ha superado ese tiempo en que trataba de encajar, ahora tiene una edad en la que todo se la refanfinfla y por eso hablarían de cosas profundamente superficiales, “un poco de gossip, como ¿hay futuro para Jennifer Lopez y Ben Affleck? Porque tiene el mejor culo del planeta, y con eso ha montado su carrera, porque no sabe cantar ni bailar, pero tampoco sabe elegir hombres”.
Llega a la mesa una rodaja de bonito a la parrilla y aprovechamos para centrarnos en el menú, pues sospechamos por su familiaridad con la carta de espumosos que Coixet pertenece a la tribu de los disfrutones. “La comida es importante. A ver…, es que hay tantas cosas que esto sí que me da angustia, me entra el fear of missing out, pienso en lo que no vamos a comer”. Lo primero que le viene a la mente son las piparras y las anchoas, las Sanfilippo de Santoña, precisa, “es que tienen una carnosidad”. Querría platos de varios restaurantes. Rememora con emoción extática un huevo “con una especie de mayonesa que no es mayonesa, entre mayonesa y holandesa” que hacen en Les Cols y que, a pesar de que no está en el menú, a ella se lo preparan cuando lo pide, “si no les asesinaré”, advierte. Coco Dávez quiere mayor precisión para pintarlo, y ella diserta sobre lo ovoide del huevo, “hay algo en el huevo…”, dice sin completar la frase, y evoca recuerdos de pícnics, de comidas portátiles, de gallinas sueltas, piensa en Marguerite Yourcenar, que siempre pedía un huevo en un restaurante frente a su casa, y Lou Andreas-Salomé, que también pedía ese mismo huevo, y de repente el mundo entero orbita en torno a un huevo duro primigenio. Añade un suflé de queso, el de la brasserie À 4 Temps de Carcasona, y emite un gemido de placer al mentarlo, “es como una destilación de todos los quesos franceses”, dice, y vuelve a emitir ese gemido agudo que describe mejor que cualquier palabra el efecto que le produce, y con ello hace girarse a los comensales de otras mesas para ver qué le ocurre a esta mujer. La carne y el pescado le aburren, le dan pereza los platos principales, a ella le gustan los teloneros, “que haya muchas cosas, croquetas, un calamar encebollado, piparras, anchoas…”. Parece que aquí se queda, pues pasa del postre, es más de salado, pero eso sí, deja claro que el champán será L’Aphrodisiaque, de David Léclapart, es irrenunciable: “Es pipí de caballo”.
Le preguntamos por qué ese gusto por lo francés, y declara: “Lo que me parece bien de la vida es ser extranjero, he descubierto que lo mejor es no ser del lugar, no estás implicado en sus cosas”. No es de una familia de alcurnia, si es que pudiera parecerlo por su gourmandise, ella estuvo a una generación del hambre, veraneaba en una roulotte en Palamós y de esos veranos recuerda un sencillo arroz con costillas y pimientos de su madre, que ahora al pensarlo incluiría en el menú por su valor emocional. Toda esta cosa francesa vino del azar de toparse con una buena profesora de francés en el colegio, eran solo tres en su clase, todos preferían el inglés, pero esta profesora era distinta, se preocupaba de verdad, y le traía libros de Sade, de Proust, Apollinaire y Baudelaire, le dio acceso a un mundo que no ha tenido pudor en abrazar. Lo del champán llegó después, lo descubrió casualmente haciendo anuncios de espumosos, cuando trataba de encajar en el mundo de la publicidad, y para ello fingía fumar, y bebía, pero todo le sentaba mal hasta que probó un día el champán.
Esta cena no acaba sin su banda sonora. “Llevo años pensando en la playlist de mi funeral. ¿Cómo hacer canciones para un funeral? Si son muy alegres la gente llora —uy, lo que se ha perdido esta— y si son muy tristes lloran más, ¿entonces qué pones? Hay que crear una atmósfera melancólica yendo hacia lo alegre”. Enjoy the Silence, de Depeche Mode, sería el clímax, “es un himno, dice algo así como: ‘Hija, te vas a morir, más vale que lo disfrutes”. Lo canta en alto y los de la otra mesa vuelven a mirarla.
El guion cierra con su último discurso, que sería muy breve: “¡Portaos mal!”.