Castas, pobres y obedientes: así es la vida en un convento español de clausura
Detrás de las rejas y de los gruesos muros del monasterio de las clarisas de Carmona, en Sevilla, viven 14 monjas. Trece de ellas son de Kenia y una, española. Su día a día consiste en férreas rutinas de rezos y trabajos en los que no está permitido pasear ni visitar el exterior.
Todo comenzó con una letanía. “Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”. El reloj giraba la aguja de los minutos con un temblor metálico. “Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Un gallo cantó en el corral del patio, ajeno a lo que ocurría dentro. “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”, repitieron siete voces de mujeres a coro. “Como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos”, contestaron otras si...
Todo comenzó con una letanía. “Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”. El reloj giraba la aguja de los minutos con un temblor metálico. “Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Un gallo cantó en el corral del patio, ajeno a lo que ocurría dentro. “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”, repitieron siete voces de mujeres a coro. “Como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos”, contestaron otras siete. Alguien empezó a recitar el misterio del bautismo de Jesús en el río Jordán. El reloj emitió la melodía de las 13.15. Nadie le hizo caso. Después tocaron las bodas de Caná y el resto de los misterios establecidos para aquel día. Era jueves, y los jueves se recitan los misterios luminosos. Sea el mes que sea. Sea el año que sea. Haga calor o haga frío.
En la pared, recubierta de azulejos andaluces, colgaban retratos de la Virgen y de Jesucristo. También varios crucifijos. Una fotografía de grupo de las monjas actuales. Una orla con ocho fotografías de las monjas anteriores. Sobre la puerta, un gran retrato del papa Francisco. Entre dos ventanas, una hoja con el título “Horario de la comunidad” definía la jornada. A las 6.30, hora de levantarse. Después: oficio de lectura y laudes. Tercia. Desayuno. A las 9.00, misa. Después: trabajo, estudio, rosario, y sexta, almuerzo, siesta, nona y lectura, ensayo de cantos, estudio personal, vísperas y oración, cena, recreo. A las 22.00, las completas y a dormir. El día se había acabado. “Nosotras no hacemos cosas grandes. La vida religiosa son cosas pequeñas hechas con amor”, justifica sor Victoria.
Las cosas pequeñas: cocinar para dar de comer a 14 hermanas, limpiar el convento cada día, dar de comer a las gallinas del corral, regar las plantas, poner la lavadora, cuidar de la iglesia, cuidar de la hospedería, cuidar del museo, hornear dulces y venderlos, ir al banco de alimentos, zurcir y bordar y coser y tejer, rezar, rezar de nuevo, rezar varias veces al día, hablar con Dios, ganarse el pan de cada día. Entre las cosas pequeñas no figura salir del convento a dar un paseo, ni tampoco irse de viaje, ni al cine o a un centro comercial o a comer a un restaurante.
Un monasterio de clausura funciona igual que una cárcel. Hay disciplina, hay trabajo, hay rejas, nadie de afuera puede ver lo que ocurre en el interior, nadie de dentro puede salir cuando le venga en gana. La diferencia es que aquí entras por tu propio pie y por ti misma te quedas. Las 14 monjas del monasterio de clausura de Santa Clara de Carmona (Sevilla) contestaron que se sentían libres a pesar de vivir encerradas entre sus muros. La madre abadesa, sor Verónicah, de 48 años y nacida en Kenia, añadió: “La libertad es la capacidad de decidir uno mismo lo que le gusta y lo que quiere ser en la vida”.
—¿Usted se siente libre?
—Sí. El problema es que ahora se confunde mucho libertad con libertinaje.
Se llaman Consolata, Rosa María, Victoria, Isabel, Cecilia, María Cecilia, Margarita, Angelines, Cristina, Felisa, Virginia, Jackelin, Francisca y Verónicah. Todas tienen entre 35 y 48 años y todas nacieron en Kenia. Menos Francisca, que nació en un pueblo de Castilla-La Mancha y tiene 84 años. Es la mayor de todas, y también la última que entró en el convento.
Fundada en 1212 por santa Clara y san Francisco de Asís, las clarisas son la única orden femenina que se rige por una regla propia, la escrita por su fundadora. Todas las monjas que ingresan en la orden hacen tres votos: el de pobreza, el de obediencia y el de castidad. A un papa, Urbano IV, se le ocurrió añadir un cuarto: la clausura radical. Pero las clarisas de Carmona, que viven en clausura constitucional y no papal, decidieron entre todas que la suya no sería una clausura soberbia. Por su propia supervivencia.
El convento no recibe pagos de la diócesis ni de ninguna institución religiosa. Las monjas vienen sin dote y tampoco tienen rentas o patrimonio. “Hicimos el voto de pobreza. No tenemos nada propio, todo es común. Nos desprendemos de cosas para vivir para el Señor”, explica la abadesa. Sor Francisca añade: “La pobreza produce liberación, y cuando no estás atada a nada puedes servir mejor a Dios. Hoy en día pasa que todo el mundo quiere tener de todo”. Fue santa Clara la que estableció el voto de pobreza y se desprendió ella misma de todas sus posesiones. Había nacido rica, una dama italiana de buena familia, y decidió que las clarisas solo obtendrían sus ingresos del trabajo, las donaciones y la mendicidad.
Como las donaciones no dejan de caer en las últimas décadas, las clarisas actuales tienen la obligación de mantenerse con su propio trabajo. Son autónomas y cotizan a la Seguridad Social como pasteleras por los dulces que elaboran. Intentan mantenerse con eso, pero, al igual que pasa fuera de los muros del convento, las cuentas a final de mes no salen. Solo de luz pagan 2.000 euros mensuales. Y así, las piedras del convento van cediendo al paso del tiempo. El de Carmona, fundado en 1460, gozó de protección papal y de la Corona y era el encargado de guardar las llaves de la ciudad en tiempos de guerra. Ahora, la mayor parte de los edificios del recinto están cerrados y sin uso por desprendimientos, humedades y ruina. No hay dinero para reparaciones, y sin reparaciones no habrá convento, y sin convento no habrá monjas. “Un obispo me dijo que teníamos que guardar una mayor clausura, que no teníamos que salir para nada, y yo le dije: ‘Mira, si me das todos los meses 3.000 euros para no salir, yo no salgo. Que yo solo salgo para ir al banco de alimentos y a recoger donaciones”, dice sor Verónicah. “Tengo que trabajar para ganar el pan”, cuenta, y después añade: “Fue san Pablo el que dijo: ‘El que no quiera trabajar, que no coma”.
En el comedor, sor Rosa María está sirviendo lentejas.
Para ir al comedor hay que cruzar un patio de arcos encalados, encima del cual se asienta un cielo azul vivo como una promesa de libertad. Las hermanas van en fila india. Alguien entona un cántico. El comedor, una enorme sala decorada con frescos religiosos que se están echando a perder por el abandono, permanece oscuro. Dentro hace más frío que fuera, y con la comida se sirven jarras de agua tibia que humea en el vaso. El menú de hoy consiste en lentejas con lentejas de primero, sin verduras y sin embutidos, y sémola de maíz con hígado en salsa de segundo. Las legumbres son del banco de alimentos. El hígado, un regalo. La fruta del postre, una donación de Mercasevilla. “Nos apañamos con lo que tenemos, y gracias a Dios. Una vez por semana, los sábados, el pescadero nos regala pescado. Carne nos traen los vecinos por Navidad”, cuenta sor Verónicah.
Hoy ha cocinado sor Rosa María. El turno rota día tras día. Al día siguiente, le toca cocinar a sor Victoria.
—¿Qué va a cocinar mañana?
—Pues entraré en la despensa y veré lo que la providencia ha dispuesto, y luego ya lo que Dios quiera.
Dios quiso que al día siguiente comiéramos garbanzos.
El camino hasta llegar a ser monja de clausura no es corto. El primer paso es recibir la llamada. Es decir, sentir que tienes la vocación de dedicar tu vida a servir a Dios, a las hermanas y al convento. Por supuesto, para ello primero tienes que haber recibido el “don de la fe”, que está a punto de convertirse en un animal en peligro de extinción en las sociedades del siglo XXI. Después, si has recibido la llamada en Kenia, donde no hay conventos, tienes que cruzarte con alguna monja que esté en un monasterio español, la tierra con más conventos de clausura del mundo. Esa monja te informa sobre la vida que vas a llevar y te trae a España. Después comienza un periodo de prueba que puede durar unos siete años y que sirve para distinguir la verdadera vocación de la simulada. Cuando sor Verónicah llegó a Carmona, todas las monjas eran de origen español, aunque muy mayores. Ahora están enterradas en el cementerio del convento y ella ha impulsado una renovación vocacional. Mientras conversamos en su despacho de abadesa, le suena el teléfono unas cinco veces en solo una hora. En una de esas llamadas, el interlocutor, al oírla hablar con acento, afirma: “Tú no eres de aquí”. Ella responde: “No, soy de Kenia”.
—¿Le molesta que le digan constantemente que es extranjera?
—No, me enorgullece.
—¿Por qué?
—Los europeos fueron primero a África. Y ahora somos los africanos los que venimos a evangelizar.
En España, donde quedan 712 monasterios de clausura, una de cada cinco monjas es extranjera, un proceso que ya comenzó en los años ochenta. El propio papa Francisco prohibió en 2016 “reclutar monjas de fuera”. En el convento de Carmona, 13 de las 14 monjas lo son. “En España se está perdiendo la vocación. La Iglesia está desactualizada y no atrae a los jóvenes. Aquí vienen algunas novicias a preguntar, pero ninguna se queda. Esta vida es muy dura”, declara sor Verónicah. Un convento no es un hotel. Las habitaciones son celdas de no más de cinco metros cuadrados con una cama, una mesita y una silla. La comida, escasa. Las horas de trabajo ocupan todo el día. Llaman a la familia una vez cada tres meses. Viajan a Kenia solo una vez cada cuatro años. Y, aun así, la abadesa asegura que la recompensa es grande.
—Se sufre mucho hasta que una se acostumbra.
—¿Merece la pena sufrir?
—Lo que vale, cuesta.
—¿Qué ha ganado después de tanto sufrimiento?
—La paz.
—¿Cree que la gente de afuera os entiende?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no comprenden cómo 14 mujeres pueden vivir juntas, encerradas, y ser felices.
A veces, la llamada llega pronto. A sor Consolata le llegó a los seis años, cuando conoció a una monja en una iglesia keniana. La monja le dijo: “Tú podrás ser una buena monja”. Consolata contestó: “Llévame al convento contigo”. Quedó embelesada por esa mujer. Sus padres intentaron disuadirla. Su padre, que era un empresario con una flota de autobuses en Nairobi, se la llevaba los fines de semana a la capital de Kenia para sacarle la idea de la cabeza. Quería que estudiara, que fuera a la universidad. Un día tuvo un accidente de tráfico y falleció. Consolata fue a la universidad. “Tuve que cumplir su deseo”.
Estudió para ser secretaria, se sacó Informática y entró a estudiar Ingeniería. Hasta conoció a alguien a quien llama íntimo amigo. “Le dije que quería ser monja y que lo nuestro solo podía ser temporal. Él me habló de casarnos y yo le dije que podíamos crear una comunidad religiosa para rezar. Ahora yo soy monja y él es cura en el Congo”.
Sor Consolata, finalmente, se casó con Dios. Y no es una metáfora. Hace unos años, al igual que el resto de las monjas del convento de las clarisas de Carmona, vivió el rito de la profesión solemne: el paso definitivo en el que te comprometes para toda la eternidad a servir a Jesucristo. En ese rito se celebra tu boda con Jesús, al que le prometes fidelidad y obediencia incluso más allá de tu propia muerte. Sor Angelines recuerda perfectamente que fue “el día más importante” de su vida. “Le dije sí, sin mirar atrás, a mi marido: Jesucristo”.
—¿Y es un buen marido?
Se ríe largo rato antes de contestar.
—El mejor.
Sor Felisa dice: “Dudamos, somos humanas”, cuando pregunto sobre esos momentos en los que la fe flaquea. Los primeros años de vida en el convento son los más duros. “Es como cuando estás de novio y piensas que todo es perfecto y luego te casas y vienen los problemas”, explica sor Verónicah. La fe y el amor romántico no son tan distintos.
A sor Isabel, el tormento de la duda le duró años. Sintió la vocación de ser monja temprano, pero lo bastante tarde como para haberse construido una vida. Era sastra. Trabajaba en una tienda regentada por un musulmán y vestía ropajes estilosos que ella misma se cosía. En las fotos que guarda en su habitación sale sonriendo, bailando en bodas con amigas y posando en parques. Tenía una profesión. Tenía un salario. Lo abandonó todo por Dios. “Me dijeron que para viajar aquí cogiera una maleta con solo tres faldas, tres blusas, una chaqueta y un par de zapatos. Después de un año me dieron un hábito que tuve que llevar dos años. El mismo, sin cambiarlo. Eso fue duro, aunque más duro fue pasar en el convento las dos primeras Navidades. Me costó mucho el encierro”, recuerda.
—¿Pensó en abandonar?
—Sí. Yo pensaba: si las cosas no funcionan aquí, tengo la máquina de coser, rehago mi vida, me caso y tengo dos hijos. Esos primeros años, si Kenia hubiera estado donde Madrid, me habría ido mientras estaban rezando.
—¿Se arrepiente de no haberse ido?
—No. Años después vi lo bello de esta vida. Me siento muy libre ahora. Aquí hay una belleza que no está afuera. Afuera mis amigos me cuentan sus problemas. A una amiga la maltrata el marido. A otra, los hijos. Yo no tengo esos problemas. Más de una amiga me ha dicho que ojalá hubiera tomado la misma decisión que yo.
Ya es por la tarde y Francisca observa a una pareja de cigüeñas sobre el campanario. “¿Cómo se llama el sonido que hace la cigüeña con el pico?”, pregunta. Se refiere al crotorar. La luz cansada de la hora de la siesta, a la que en el convento llaman la hora santa, muerde el banco de madera en el que reposa su cuerpo dolorido. Delante de ella está parado su andador.
Sor Francisca sintió la primera llamada cuando cumplió la mayoría de edad. Estuvo 20 años de hermanita de los ancianos desamparados. Hasta que su madre enfermó. “Salí con 27 años, en los que viví fuera de un convento”. Trabajó en un centro de menores, y a los 77 años el Señor volvió a llamarla. “Dios escribe derecho en renglones torcidos”, asegura. Ahora tiene 84 y hace muy pocos que se casó con Jesús.
—¿Usted ha tenido un marido terrenal?
—Marido como marido, no.
—¿Novio?
—Novio como novio, no.
—¿Amigo?
—Amigo, sí. Pero con toda la moral, nada de llamar la atención.
—¿Qué quiere decir eso?
—Yo he sido completamente normal, y dentro de lo normal, pues las oportunidades no las he rechazado.
Después, tras la oración de la tarde, Francisca y el resto de las hermanas se dirigirán a la misa de su iglesia, a la que también acudirá una pareja de turistas y 11 novicias de las Hijas del Amor Misericordioso, dedicadas a la vida activa y no a la clausura. Cantarán y escucharán la misa del cura. Luego, en su capilla, rogarán por los enfermos y por los creyentes y por los ateos, y por los pobres y por todos nosotros, pecadores.
Cenarán en el comedor, fregarán los platos en una gran cocina austera y alguien volverá a cantar, alguien se reirá. Su única hora de recreo del día la pasarán en la sala que usan para rezar el rosario, y en ella hablarán de su día, de sus sentimientos o tejerán a mano la cuerda de franciscanas que les sirve de cinturón. No leen periódicos. Los únicos libros que entran en el convento son sobre la vida de los santos. A veces, ven la tele. Algunas noches, también juegan al parchís. El premio: un caramelito para la que gana. A las diez de la noche, como por una orden no vista ni oída, volverán a abrir el libro de horas y terminarán el día con otro rezo. Afuera ya cae una oscuridad compacta. El gallo está dormido. El convento se queda en silencio. Mañana será otro día. A las 6.30, hora de levantarse. Después: lectura y laudes. Tercia. Desayuno. A las 9.00, misa. Un día completamente igual al día de hoy. Un día dedicado a las cosas pequeñas.