La palabra rosa
Rosa era mujer cuando ser mujer suponía no contar, no pensar, no crear, no dirigir, someterse al celeste ya vuelto azul oscuro
Su poder era extremo: rosa se dice más o menos rosa —rose, rosen, rozen, roza, rosza, ruža, růže, ruus, ruusu, roos, ross, arrosa— en todas las lenguas del Occidente y sus alrededores: pocas palabras tan unánimes. Pero pocas, también, han perdido tanto últimamente como la palabra rosa. De muy diversas formas: para empezar, por el abandono del latín. Durante dos milenios, en Occidente, nadie era culto —o m...
Su poder era extremo: rosa se dice más o menos rosa —rose, rosen, rozen, roza, rosza, ruža, růže, ruus, ruusu, roos, ross, arrosa— en todas las lenguas del Occidente y sus alrededores: pocas palabras tan unánimes. Pero pocas, también, han perdido tanto últimamente como la palabra rosa. De muy diversas formas: para empezar, por el abandono del latín. Durante dos milenios, en Occidente, nadie era culto —o mágico— si no sabía latín: tras muchos siglos como lingua franca, el latín fue la lengua de un dios y de los científicos que lo fueron limando. Y el emblema —o la caricatura— de su aprendizaje era una clase de jovencitos sin jovencitas recitando la declinación de la palabra rosa: rosa rosa rosam rosae rosae rosa. A mí todavía me tocó —y lo recuerdo con cariño—, pero ahora solo resuena en algún seminario semivacío, cosas de curas que los curas ignoran.
Pero la rosa fue más que nada un símbolo: del amor, por ejemplo. En la historia, a lo bestia: la primera noche entre Cleopatra y Marco Antonio se debatió sobre un colchón de 45 centímetros de pétalos de rosas. La rosa era la flor de querer por excelencia: ofrecer un ramo de rosas no solía ser impune —y todavía la mejor fiesta española, Sant Jordi, se sintetiza en el regalo de una rosa. Pero la rosa fue, también, pese a las apariencias, un emblema de guerra —como en la guerra de las Dos Rosas, Inglaterra, 1455, entre los York y su rosa blanca y los Lancaster y su rosa roja. Y, tantos siglos después, fueron los rosacruces —místicos y secretos— o las “rosas blancas”, —aquellos estudiantes alemanes decapitados por complotar contra Hitler— o, incluso, el socialismo.
Pero no hay rosa como el color rosa —ni abandono tan grande y tan afortunado. Durante mucho tiempo las cosas estuvieron asquerosamente claras: el celeste era el color de los nenes, el rosa el de las nenas. Lo inventaron, dicen, hace un par de siglos, los orfanatos franceses para diferenciar a sus pupilos, pero aún así la moda prendió, se convirtió en un orden. Y había que respetarlo: cuando no se podía prever el sexo de los bebés —hasta hace nada—, las protoabuelas precavidas se armaban con escarpines y batitas de los dos colores, por si acaso. Y los demás cercanos esperaban que exhibiera su sexo para regalarle una ropa que cumpliera el código: celeste para ellos, un festejo; rosa para ellas, un consuelo.
Ellos, en algún momento, dejaban de ser celestes, pero ellas seguían siendo rosa muchos años: sus delantales, sus juguetes, sus ropas eran rosas; su mundo era rosita. En aquel raro reparto, rosa era sinónimo de mujer y mujer significaba hogar, dulzura, sumisión, cuidado, aceptación de un papel que las dejaba fuera de todo lo que pudiera considerarse serio. Rosa era mujer en el aspecto más decorativo y servicial de la palabra; rosa era mujer cuando ser mujer suponía no contar, no pensar, no crear, no dirigir, someterse al celeste ya vuelto azul oscuro. Por eso había “prensa rosa”, esos medios que lucran con la envidia contando chismes de vecinas que nunca lo serán, y “novelitas rosas” donde el amor era una crema inglesa; por eso los nazis marcaban con un triángulo rosa a los hombres que no querían ser azul oscuro.
La vida en rosa parecía arrumbada en el desván de lo más ñoño, pero vaya a saber. Ahora hay intentos de apropiarse del rosa —Barbie, la película, por ejemplo— como si todo aquello no hubiera sucedido, como si las chicas rosita estuvieran en el mismo nivel que los superhéroes o los zombis, pero fue, existió, y no sé si existe todavía. Les cuento: cuando empecé a escribir estas palabras me daba mucha curiosidad saber si el rosa —y la palabra rosa— ocupaba todavía algún resto de ese lugar cursi que tuvo tanto tiempo, si hay mujeres que rechazan vestirse de rosa para no ser esas mujeres, si hay hombres que lo extrañan, si sigue siendo algo de lo que fue. Y, leyendo al respecto, me encontré con que el rosa y sus modulaciones encabezan un movimiento poderoso: 17.700.000 veces alguien buscó en TikTok el hashtag #coquette, el rosa actual. El “movimiento Coquette” —coqueta— son mujeres que reivindican su derecho a ser rosas, a vestirse de nenas o de moños, a rechazar la idea de que, para conseguir más igualdad, se deben disfrazar de hombres. Tienen, por supuesto, sus razones, y para reafirmarlas se disfrazan de niñas de otros tiempos, de cortesanas de María Antonieta, de bombones. Es coherente: en estos tiempos la crítica del presente no suele ser una propuesta de futuro sino una vuelta a algún pasado. Rosa, digamos, y coquette.