Jaime Hayón: un diseñador serio pero divertido
Para el artista y creador español, la belleza está en la frontera con lo ‘kitsch’ o, incluso, lo grotesco. Su taller en Valencia refleja esa personalidad
Hay unos cuantos equívocos muy difundidos sobre Jaime Hayón (Madrid, 49 años), pero a él ninguno le quita el sueño. “Por ejemplo, soy de Madrid, pero como hace tanto que decidí venir a Valencia la gente me cree valenciano”, aclara, divertido. “Y, al mismo tiempo, muchos ven que estoy moviéndome por el mundo, por Hong Kong o Nueva York o por algún lugar de Italia, así que asumen que a Valencia solo vengo de paseo, cuando en realidad ...
Hay unos cuantos equívocos muy difundidos sobre Jaime Hayón (Madrid, 49 años), pero a él ninguno le quita el sueño. “Por ejemplo, soy de Madrid, pero como hace tanto que decidí venir a Valencia la gente me cree valenciano”, aclara, divertido. “Y, al mismo tiempo, muchos ven que estoy moviéndome por el mundo, por Hong Kong o Nueva York o por algún lugar de Italia, así que asumen que a Valencia solo vengo de paseo, cuando en realidad básicamente vivo aquí”. A cierta concepción centralista le cuesta entender que un creador nacido y crecido en la capital de España, y que también ha vivido largas temporadas en algunas de las grandes urbes del mundo, se traslade por propia voluntad a una ciudad más pequeña, para quedarse en ella todo el tiempo que puede. Él, en cambio, siempre lo vio claro: “Cuando vivía en Londres con mi exmujer y ella se quedó embarazada, el médico recomendó una vida más tranquila, así que aquí nos vinimos. Enseguida me di cuenta de que la calidad de vida de esta ciudad es increíble. Para mí es la Berlín del sur. La gente creativa tiene que estar en un sitio cómodo, donde haya buen tiempo y buena gastronomía, y disponibilidad de espacios para poder crear”.
Hablando de espacios, el pasado mayo trasladó su estudio de diseño a un bajo con un luminoso patio en el barrio de El Carme, a medio camino entre dos centros de arte, el IVAM y el Centre del Carme. Él mismo se encargó de diseñar la reforma —”que hicimos con trabajadores locales”, puntualiza— para convertirlo en un envidiable espacio donde, entre los objetos y los muebles que llevan su firma, destacan algunos prototipos y proyectos que nunca llegaron a producirse. Recorrerlo es asistir al despliegue de un universo muy peculiar, mitad fantasía mediterránea, mitad rigor nórdico.
Al fondo, pasado el patio, está el taller de artista. Allí se acumulan los lienzos a medio pintar, de un figurativismo colorista que remite a los personajes de sus piezas de diseño, de las que podría pensarse que son una continuación bidimensional y despojada de utilidad práctica. Pero no es exactamente así. Esto le proporciona la ocasión para aclarar otro de los malentendidos que le rodean: el de que es un diseñador con recientes veleidades artísticas. “En realidad puede decirse que nací en el mundo del arte”, asegura. “Quiero decir que al principio no hacía diseño, aunque lo hubiera estudiado primero en el IED de Madrid y luego en la Escuela Nacional de Artes Decorativas de París. Pero yo empecé haciendo piezas artísticas de cerámica, y las vendía en galerías”.
De ahí pasó a crear y dirigir el departamento de diseño del centro creativo Fabrica en Treviso (Italia), a trabajar para marcas tan significadas —y a priori opuestas— como Lladró o Fritz Hansen, además de embarcarse en un número inabarcable de colaboraciones, y de ganar, en 2021, el Premio Nacional de Diseño, según la decisión de un jurado que destacó su “astucia artística”, sea lo que eso sea. “Quizá se referían a que no cogí el camino típico, que he tratado de reinventar constantemente esta profesión, que para mí no tiene fronteras, y que soy diseñador y artista como Leonardo era a la vez pintor e ingeniero”, interpreta. Y, por si acaso la comparación con Da Vinci pudiera sonar a megalómana, regresa a tierra: “Siempre he tenido una transversalidad que ha dado fuerza a mi trabajo. He tratado de romper con lo que se ha dicho, pero de forma positiva, simplemente buscando otro camino”.
Al parecer ya era así desde la adolescencia —Madrid, finales de la década de los ochenta—, cuando el monopatín era su principal interés: “Siempre fui muy skater. Y con mis amigos del skate iba a los campeonatos que había en Getxo [Bizkaia], donde conocí gente muy creativa. Una de las primeras personas que para mí fueron importantes fue el padre de mi novia de esa época, un arquitecto de Bilbao, Carlos Puente: él me descubrió los muebles daneses, por ejemplo. Una de las empresas que más le gustaban era Fritz Hansen, para la que yo trabajo ahora. Ni él ni yo habríamos podido imaginarlo en mil años”.
Tras su formación parisiense, poco más que veinteañero, en 1997 fue elegido para formar parte del caldo de cultivo de Fabrica, una residencia y centro de investigación creativa fundada por Oliviero Toscani, cabeza visible de la firma de moda Benetton. Acabó quedándose allí siete años. “Toscani me pidió que me pusiera al frente del departamento de diseño. Empecé a trabajar de forma transversal, con gente muy diferente. Al mismo tiempo, fundé mi propio estudio, que estaba también en Treviso, y que era muy arty. Debido a mi trabajo para Fabrica, entré en contacto con un galerista de Londres, David Gill. Cuando él descubrió mi trabajo me propuso, en 2003, hacer una exposición en su galería con mis esculturas y pinturas murales. Esa fue la primera expo que hice, ya con mi nombre. Vino mucha gente de la cultura de Londres porque David siempre hacía cosas muy cool. Así que decían: ‘Si lo ha elegido David, por algo será”.
A partir de ahí lo reclamaron en otras galerías, y en 2005 realizó su primer objeto artístico reconvertido en pieza de diseño: “Era una instalación llamada Mon cirque, que tenía una mesa con muchas patas, encima de la cual puse unos jarrones. Ni la mesa ni los jarrones eran objetos funcionales, sino esculturas. Pero le interesaron al arquitecto y diseñador Ramón Úbeda, y a través de él a la empresa BD Barcelona, que me propuso hacer una serie a partir de esa idea. Aquellos fueron mis primeros objetos de diseño propiamente dichos. La gente los encontró muy diferentes y vieron que había una narrativa detrás, y se me empezó a conocer como un diseñador distinto, más arty. En la misma línea iba mi colaboración con Camper, muy colorista. En ese sentido, para mí el diseño ha sido siempre otra plataforma para contar mi mundo”.
Pasó por Barcelona, Nueva York y Londres antes de asentarse entre Valencia y Madrid. Hoy mantiene dos estudios, el de Treviso y el de Valencia. Contando ambos, mantiene una plantilla de 12 colaboradores, a los que suma equipos locales para cada proyecto que emprende, ya sea en diseño o en escultura pública. Lo reclaman firmas de todo el mundo, algunas con una imagen de marca férrea, pero siempre se las arregla para mantener su impronta: “Al principio me tiraban más por su camino, pero ya he aprendido a hacer lo que yo quiero. Ya sea con Cartier, con Dior o con Zara, con Fritz Hansen, Cassina o Vista Alegre. Ahora he terminado un hotel en Bangkok para la cadena The Standard, y allí me he expresado a tope. Con respeto, claro, pero para mí es importante ser yo. Si no, qué putada”.
—¿Cuál cree que es su aportación al diseño?
—No creer que el diseño es un simple servicio, solo función. Si diseño una silla o una jarra, intento cuestionar qué significan esa silla y esta jarra. Cuando cada mañana miro el colgador Happy Hook, que diseñé para Fritz Hansen, pienso en qué significa. De acuerdo, tiene una utilidad de gancho, y por tanto es funcional, pero al mismo tiempo me hace una pregunta: ¿estás feliz? El diseño tiene que ser algo que no te deje impasible, debe darte emociones.
—Su última exposición de arte en la galería L21 de Barcelona se llamaba Form follows painting (la forma sigue a la pintura). ¿Debe entenderse como una pulla irónica dirigida al arquitecto Louis Sullivan, que formuló el principio “La forma sigue a la función”?
—Es que ese principio es muy cuestionable. Aún vivimos mucho en esas frases pasadas, pero hay que borrarlas. También te digo que hacer la función no es tan difícil. Hay gente que está haciendo sillas y son superincómodas: si primero aplicasen el manual de ergonomía y a partir de ahí se pusieran a pensar en otra cosa…
—¿Le preocupa que puedan considerar que su estética es infantil?
—No me preocupa. Creo que en la frontera con lo kitsch o incluso lo grotesco está la belleza. Si trabajas con el concepto de lo serio-divertido, como es mi caso, eso no es infantil. También son muy importantes para mí la ironía y el humor, que considero un juego profundo. Es una forma de jugar con la percepción, tanto en el arte como en el diseño. Por eso me han llamado de muchas formas: desde el Almodóvar del diseño hasta el nuevo Gaudí.
Algo debió de influir esa vinculación con Gaudí para que, en el marco del año del art nouveau en Bruselas, el centro MAD Brussels le haya dedicado una exposición a su universo creativo bajo el título Nuevo nouveau. “Dieter Van Den Storm, el director creativo del MAD, vino a ver la expo que me dedicaron en el Centre del Carme de Valencia, que terminó en abril, y decidió mostrar en Bruselas esa capacidad de mi mundo para tocar diferentes ámbitos y anticipar el futuro de este trabajo. Así que Nuevo nouveau engloba 10 momentos diferentes condensados en 10 de mis proyectos. Me gusta mucho estar con mi obra allí, en pleno centro de Europa”.
—¿Se valora lo suficiente el diseño en España?
—Pues creo que sí. Si hay un país que está creciendo y siendo vanguardia, ese es España. Están Patricia Urquiola, Mariscal, y muchos nuevos diseñadores. Hay que hacer bandera. Además, aquí hay producción, algo que otros países han quemado. Dinamarca produce fuera, por ejemplo. Creo de verdad que, en diseño, después de Italia está España. Aunque sí estaría bien que hubiera más instituciones apoyando el nuevo diseño.
—¿Cuál es su relación con la artesanía?
—Siempre la he incorporado y reivindicado. Prefiero trabajar con artesanos que con máquinas. Ellos son los que dan la sofisticación al trabajo. Además, es interesante cuando trabajas con alguien y lo cuestionas. Trabajar con alguien que hace macetas en Mallorca, y pedirle un jarrón, e ir con él hacia una dirección nueva.
—¿Las nuevas tecnologías no le interesan, entonces? ¿Cree que son una amenaza?
—La tecnología es una amenaza para todo y todos. O la usamos bien o estamos jodidos. Yo la utilizo, tengo programas de 3D, pero creo absolutamente que debe estar al servicio de las personas. Si no gestionamos bien la inteligencia artificial, el diseño podría desaparecer. Igual que el arte o el periodismo. Pero ocurre igual que con cualquier innovación de las que ha habido. Hay que recordar que todo ha ido llegando, y hasta ahora nada ha matado a la humanidad, ¿no?