Godard, budismo y pinturas extravagantes: el universo artístico de Arturo Prins
Se mueve entre la heterodoxia creativa, la filosofía oriental y la memoria de un viaje Madrid/Mongolia en autoestop. Su última película rinde tributo al director de ‘Al final de la escapada’
“Joquiti poquiti moquiti mer, todo aquí podrá caber”. Al ritmo de este estribillo mágico, Merlín el Encantador hacía que sus enseres volasen divertidos y obedientes por la casa del árbol, en el bosque de Brocéliande (Bretaña), donde vivía en época del rey Arturo. Y así puede uno imaginarse al artista y cineasta argentino de 51 años Arturo Prins: dirigiendo a sus más de 700 obras para que se coloquen en su sitio, antes de abrir la puerta de su estudio en la Gran Vía madrileña.
Las paredes y los techos están forrados de mapas o de variopintos papeles de regalo, según la estancia. Decenas ...
“Joquiti poquiti moquiti mer, todo aquí podrá caber”. Al ritmo de este estribillo mágico, Merlín el Encantador hacía que sus enseres volasen divertidos y obedientes por la casa del árbol, en el bosque de Brocéliande (Bretaña), donde vivía en época del rey Arturo. Y así puede uno imaginarse al artista y cineasta argentino de 51 años Arturo Prins: dirigiendo a sus más de 700 obras para que se coloquen en su sitio, antes de abrir la puerta de su estudio en la Gran Vía madrileña.
Las paredes y los techos están forrados de mapas o de variopintos papeles de regalo, según la estancia. Decenas de obras apiladas aparecen por todo el espacio: grandes, pequeñas, esotéricas, naífs, eróticas, pop, realistas, conceptuales, del derecho, del revés. Una explosión visual que alborota los sentidos. Una tela de araña de colores minuciosamente tejida, con infinidad de hilos de los que tirar.
La propia esencia de su pintura, una película homenaje al director de cine francés Jean-Luc Godard (1930-2022) y un viaje en autoestop desde Madrid hasta Shambala (Mongolia) son tres de las hebras principales de esta red que empezó a trenzarse en 1991. Fue entonces cuando Prins se instaló en Madrid, abandonando su sueño de ser piloto de aviación y presentándose a las pruebas para estudiar Bellas Artes en la Universidad Complutense. “Lo conseguí a la segunda, como hizo Goya”, dice sonriendo.
Para este bonaerense polifacético, galardonado con el premio de honor en la XI Bienal Internacional del Deporte en las Bellas Artes entregado por la reina Sofía en 1995, el arte es juego, descubrimiento. Así explica la diversidad de registros en su obra, en la que actúa como un niño que siempre tiene la tentación de explorar con cosas nuevas y profundizar en distintas temáticas y estilos. “En mi trabajo es posible encontrar hilos en común, pero soy muy heterodoxo. Me gustan el cambio y la fertilidad que genera la variedad. Soy muy lúdico, y por esta razón soy condenado al ostracismo por los galeristas”, apunta Prins.
Una exposición de sus pinturas, aun siendo individual, parece colectiva dada la pluralidad visual que maneja. Una apuesta arriesgada para las galerías en una sociedad que, según el autor, se ha vuelto superficial y ha perdido la capacidad de vincular y hacer metáforas: de ir de lo pequeño a lo cósmico, de lo cotidiano a lo trascendental. Cualidad que aparece en su trabajo como pintor.
Para entender este maremágnum artístico basado en vivencias muy íntimas y en el que cada pieza es una sorpresa, es necesario profundizar en cada detalle. Sus creaciones están llenas de simbolismo oriental, de conexiones con el budismo esotérico y la filosofía indiana, de rituales sensuales del Kamasutra y de saltos hacia el erotismo occidental, todo ello mezclado con la mitología, abstracciones metafísicas, cuadros naífs y piezas pop conceptuales. Esta diversidad es su característica diferencial añadida, dicho en términos publicitarios. Y precisamente en publicidad trabajó como director de arte en agencias como Saatchi & Saatchi y Contrapunto.
A lo largo de la historia han destacado artistas de distinta índole que, lejos de encasillarse, se han caracterizado por profundizar en un amplio espectro de disciplinas y no por ello han sido considerados banales, sino al revés: de Leonardo da Vinci (1452-1519) a Francis Picabia (1879-1953) —con quien Prins se siente muy identificado—, pasando por el checo Jiří Dokoupil (69 años) en la actualidad. “A mí me pasa lo mismo con la pintura, el cine e incluso la fotografía, con la que tengo muchos escarceos”, comenta.
La telaraña que dibuja el universo de este artista de la estirpe de pintores-directores como David Lynch o Jean Cocteau está tejida, en parte, con pasión por el cine, donde comienza su andadura en 2001. Algunas de sus más de 20 películas han sido galardonadas en festivales nacionales e internacionales o han recibido importantes menciones, como ocurrió con Autopsia de un amor (2014), candidata a mejor documental en los Goya en 2016.
Este guionista, productor y director de cine comienza el año con el estreno de sus dos últimas producciones en el madrileño Pequeño Cine Estudio. Ser humano, su obra más trascendental según él, podrá verse a partir del 2 de febrero. El mediometraje No tengo nada que decir, ya en cartelera, es un homenaje a Jean-Luc Godard. En él narra el encuentro que mantuvo el 13 de septiembre de 2020 con el director de Al final de la escapada en su casa de Rolle (Suiza). Prins se presenta en la residencia del cineasta, a quien saca de su refugio sin que le apetezca, en un intento de conversar con él sin caer en tópicos. Las imágenes de este documental son las últimas en las que el célebre director francés aparece con vida en la gran pantalla. Curiosamente, en esa misma fecha y en esa misma casa pero dos años más tarde, fallecería mediante suicidio asistido. Una sincronía mágica para el autor.
El tributo a Godard, que surge de su ilusión por conocerle en persona, es una carta de amor y agradecimiento hacia alguien por quien siente admiración y cuya influencia está presente en su filmografía. “En la cinta imito en parte su técnica de trabajo, aunque yo soy más dulce. Frente a la complejidad del cine de Godard, para el que hay que estar intelectualmente muy preparado, mi película es muy fácil. Hago, además, un juego de corte metafísico oriental. El espíritu del viejo que ha muerto se reencarna en un niño, en Buenos Aires”, explica. El pequeño Godard, siempre con un purito de chocolate entre los dedos y unas gafas de sol que recuerdan al padre de la nouvelle vague, da voz al director de cine francés con fragmentos de sus reflexiones, que invitan al espectador a pensar, a conectar con la metáfora que nos quiere contar y entender el poder de la imagen. “No habrá un nuevo Godard, pero quedan sus enseñanzas”, señala Prins.
Maestro y discípulo quedan unidos por un cine que invita a la reflexión y se aleja del simple entretenimiento con una de esas píldoras godardianas que se mencionan en la película y que emocionan al autor: “Todo es interesante. Es posible hacer una película con nada, porque con nada se puede mostrar todo”.
Sin embargo, ambos están separados por un abismo entre la libertad de uno para salirse de las cadenas de distribución y la necesidad del otro de entrar en ellas y conseguir que su trabajo se visualice. “El ser independiente y no tener el apoyo de una productora, lamentablemente, me pasa factura”, asegura el realizador argentino.
En cuanto a la obra experimental Ser humano, se trata de un ensayo en el que Prins, estudioso de la filosofía oriental, invita a pensar en que vamos a evolucionar hacia otros reinos superiores, en que vamos a ser estrellas casi sin ser conscientes de ello. Con una cámara en plan voyeur, filma la actividad de la gente en una playa de la Riviera francesa y reflexiona sobre la idea de que un bípedo es mucho más que un ser que come, defeca, ama, envejece y muere. Así, durante 62 minutos, Arturo Prins conecta las imágenes con un texto del budismo esotérico, extraído de El tratado sobre el fuego cósmico dictado por un maestro tibetano a Alice Bailey.
“Quizás esta sea una película para la humanidad de dentro de 200 años, por los conceptos que maneja”, cuenta su autor. “Este es un tipo de cine que también me interesa, un cine trascendental que intenta encontrar la belleza del ser humano, las cosas profundas que nos afectan”, añade.
Con este pensamiento siempre presente, Prins siguió tejiendo su obra y en 2022 se embarcó en un proyecto que le llevó en autoestop desde Madrid hasta Shambala (Mongolia). La idea de encontrar Shangri-La, un lugar ficticio, oculto entre el Himalaya y el desierto del Gobi, surge en el año 2000, cuando se retiró durante seis meses en Italia para estudiar los textos del budismo.
“Mi intención era comprobar si el hombre es tan generoso como para llevarme tan lejos, a ese lugar mágico, donde existen seres más elevados, solo por la fuerza del corazón. El viaje a Shambala fue un camino de flores humanas. Un camino de generosidad y bondad de todas las personas que me llevaron: un total de 120 conductores que me ayudaron a cruzar 12 países, recorrer 12.628 kilómetros y llegar hasta el corazón del Gobi. Fue un milagro”.
Solo dos incidentes, casi anecdóticos, hicieron tambalear su propósito. El primero se produjo en Girona, donde incluso pensó en dar la vuelta al no encontrar a nadie para seguir avanzando. Un momento de gran frustración por tener que abandonar tan cerca de casa. El segundo, en Tashanta, frontera entre Rusia y Mongolia por la que está prohibido cruzar a pie. Allí fue sometido a un minucioso interrogatorio en el que sintió el miedo que provoca la vulnerabilidad de viajar solo, con lo mínimo en una mochila.
Durante los 101 días de viaje —82 hasta llegar a Shambala, más los que pasó meditando en el desierto del Gobi—, se enfrentó a la soledad, pintó los paisajes del camino y escribió un cuaderno de bitácora con los detalles de la experiencia que llevará al cine cuando sienta la necesidad y madure lo acontecido.
De hilo en hilo, de color en color, entre la realidad y el más allá, Prins vive enredado en el arte, creando sin parar durante sus retiros en cualquier lugar del mundo mientras sigue apostando por el arte contemporáneo en su canal de YouTube, Art 4u.
Alcanzada la magia de la meditación en Shambala y el silencio en la última escena de No tengo nada que decir, con la nieve cayendo sobre el agua, la telaraña visual de este artista seguirá creciendo entre reflexiones sobre la realidad del ser humano y del mundo esotérico, en busca de su interior y de un gran espectador. Arturo Prins quería ser piloto. Ahora vuela libre.