Octogenarios

No: no hay reglas. No se sabe cuándo decir hasta aquí hemos llegado; a veces ni siquiera el propio interesado lo sabe

Mario Vargas Llosa, en un acto del Instituto Cervantes en abril de 2023.Atilano Garcia (Zuma Press / Con

¿Cuándo parar? ¿Cuándo decir basta, se acabó? ¿Deben los escritores o los músicos jubilarse a cierta edad, como si fueran inspectores de Hacienda? ¿O deben seguir trabajando y publicando o componiendo hasta que el cuerpo aguante? ¿No corren así el riesgo de hacer el ridículo o incluso de arruinar retrospectivamente su propia carrera? ¿Aún pueden hacerse cosas valiosas a una edad en que, se diría, ya nadie espera nada de nadie? ¿Cuándo despedir...

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¿Cuándo parar? ¿Cuándo decir basta, se acabó? ¿Deben los escritores o los músicos jubilarse a cierta edad, como si fueran inspectores de Hacienda? ¿O deben seguir trabajando y publicando o componiendo hasta que el cuerpo aguante? ¿No corren así el riesgo de hacer el ridículo o incluso de arruinar retrospectivamente su propia carrera? ¿Aún pueden hacerse cosas valiosas a una edad en que, se diría, ya nadie espera nada de nadie? ¿Cuándo despedirse?

No hay respuesta a esas preguntas; no, al menos, una respuesta clara, universal, taxativa. Sabemos que unas artes toleran mejor que otras la precocidad: Mozart era un niño cuando empezó a componer maravillas, y los Beatles se separaron con menos de treinta años, después de haber transformado la música y el mundo; la novela, en cambio, es un arte de madurez: en ella no sólo es imposible un caso como el de Mozart; tampoco conozco otro como el de Vargas Llosa, que el año de Conversación en la catedral, cuando contaba 33, había escrito cuatro obras maestras (aunque hubiera dejado entonces de escribir, ya sería uno de los dos o tres mayores novelistas de nuestra lengua). La vejez no está reñida con la novela; cuando dio a la imprenta la segunda parte del Quijote, Cervantes tenía 68 años, que es como hoy tener 88. Es la edad que cumplirá el año que viene Vargas Llosa, quien acaba de anunciar su retirada del articulismo y publicado la que será su última novela: Le dedico mi silencio. Yo la he leído con incredulidad, como si el viejo novelista se hubiera transmutado en un chamán capaz de convocar, en este libro postrero, el espíritu del joven escritor que fue: es físicamente imposible que esté a la altura de sus novelas supremas, porque para escribir Conversación en la catedral hace falta ser un superatleta olímpico en plena forma —una mezcla inverosímil de Carl Lewis, Abebe Bikila y Lasha Talakhadze, recordman mundial de halterofilia—; pero, si la hubiera escrito cualquier otro, sería la novela del año. Sea como sea, se trata de un inesperado, melancólico, conmovedor y a ratos desopilante homenaje a la música criolla, donde Vargas Llosa es el de siempre y, a la vez, otro Vargas Llosa. He ahí una marca inequívoca del genio: siempre es el mismo y siempre es distinto. Algo semejante ocurre con otros octogenarios ilustres: los Rolling Stones (bueno, Mick Jagger y Keith Richards; Ron Wood es algo más joven). La banda acaba de entregar su último disco, Hackney Diamonds, y hay quien opina que, a su edad, los Rolling deberían llevar décadas jubilados, o que deberían dedicarse a componer cosas más sosegadas: jazz o, qué sé yo, bossa nova; a mí, en cambio, lo que me maravilla, lo que casi me parece un milagro es que, en la superficie, su música siga sonando como la de hace 50 años y, en el fondo, sea tan diferente. Hagan la prueba: escuchen Sweet Sounds of Heaven (o, mejor, vean en YouTube el duelo vocal encarnizado que se marcan en directo Jagger y Lady Gaga): Virgen Santísima del Perpetuo Socorro, ¡sus Satánicas Majestades ponderando los dulces sonidos que bajan del cielo, en una especie de góspel que, como escribió Neil McCormick en The Telegraph, es tan reflexivo como You Can’t Always Get What You Want, tan profundo como Wild Horses, tan vibrante como Simpathy for the Devil! ¿Es todo esto normal? Por supuesto que no: Vargas Llosa y los Rolling fueron excepcionales desde el principio y parecen decididos a serlo hasta el fin. Lo normal hubiera sido más bien lo contrario: que, a sus ochenta y tantos años, uno y otros llevaran ya tiempo exhaustos, prisioneros de su propia leyenda, escribiendo o componiendo lo que se espera de ellos y no lo que les sale de las tripas, repitiéndose hasta la saciedad, convertidos en imitadores de sí mismos e incapaces por tanto de decir nada nuevo. En resumen, un desastre.

No: no hay reglas. No se sabe cuándo decir hasta aquí hemos llegado, se acabó; a veces ni siquiera el propio interesado lo sabe. No hay normas: ni en el arte ni en la vida; y ahí está la gracia. No existen dos personas idénticas. Ni dos destinos idénticos. Así que, como dirían los Rolling, a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga.

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