El café perfecto sí que existe
Son menos de dos minutos de recogimiento moral, en los que la vida y el mundo vuelven a cuadrar
Vivo en un lugar donde el café es tan bueno que, a veces, al dejar la taza sobre el plato, lo que a uno le sale del corazón no es irse del bar sino comenzar un aplauso. Informarles a ustedes de que el café en Italia es bueno está a la altura, en materia de revelación de secretos, de comentarles que Venecia es una maravilla, Florencia el no va más y que, si van a Roma, no deben dejar de ver cierta ermita llamada Vaticano. Asumida esta culpa, sin embargo, debo recurr...
Vivo en un lugar donde el café es tan bueno que, a veces, al dejar la taza sobre el plato, lo que a uno le sale del corazón no es irse del bar sino comenzar un aplauso. Informarles a ustedes de que el café en Italia es bueno está a la altura, en materia de revelación de secretos, de comentarles que Venecia es una maravilla, Florencia el no va más y que, si van a Roma, no deben dejar de ver cierta ermita llamada Vaticano. Asumida esta culpa, sin embargo, debo recurrir para justificarme a la mezcla de estupidez y autoridad que da el haber probado el café de las Galápagos y del Nepal, de Santa Lucía y las Canarias y hasta de la azarosa isla de Santa Helena. Al final, he llegado a agradecer que no haya café en Marte. También les hablo como converso: durante años y años he militado en el café de filtro, en el café que parece té, en los hervidores de complicadas marcas japonesas y básculas capaces de clavar el peso de un protón de uranio. Todo esto, por supuesto, lo he llevado en el mayor secreto, como si en lugar de comprar café me dedicara al menudeo de heroína: podemos soportar que nos tengan por poeta de la calle, filósofo de Instagram o especialista en lifestyle, pero parecer uno de esos modernos que gentrifican barrios con su pan de espelta y su Etiopía Yirgacheffe ya sería un destino humano en exceso cruel. Aún tomamos ese café de filtro en casa: nos gusta por la delicadeza, por eso que expertos y repipis llaman notas aéreas y florales; incluso por un color que deja ver, al modo dieciochesco, una escena chinesca o pastoril al fondo de la taza. Pero ahora no hay mañana en Roma que no me levante con el contento de saber que me espera un café —un espresso— como el abrazo momentáneo de Dios.
Oh, sí, Italia es el país de los cafés institucionales, y es bueno haber pasado el suficiente tiempo para distinguir el color de las chaquetillas —blanco o crema— de los camareros de Florian y Quadri allá en Venecia. En Roma está el Greco, cuyos precios harían titubear a Rockefeller. De estos cafés literarios, como se ha escrito, uno salía directo a la cárcel o al Parlamento. Pero el café italiano es el café de oficinista. Aquí lo llaman “bar”, a despecho de que nunca nadie —Italia es país morigerado— ha tomado allí una copa: tampoco es que una botella de Punch al mandarino tiente mucho. Tiene la barra de metal. Servicio de simpatías algo ásperas. Cafeteras como el V12 de un Lamborghini. Los profesionales beben el café en la barra, pero quienes vamos por el mundo como turistas de Wichita lo podemos tomar en la terraza: son menos de dos minutos de recogimiento moral, en los que la vida y el mundo vuelven a cuadrar, el buen humor reúne a sus tropas y, con algo de suerte, un gorrión pica las migas de bollo en la otra mesa. Que nadie pida aquí specialty coffee: Italia sigue siendo un reino en lo que respecta a los tostadores del café, gremio opaco y de secretos ancestrales. Eso explica que sea siempre bueno, pero también que —cosas de la irregularidad— solo a veces sea sublime. Por otra parte, llegar a esta armonía de las esferas —cremosidad, densidad, olor, temperatura— es de una sofisticación tan infinitesimal que un solo paso en falso arrasa con ella: un poco más o menos de agua, una molienda demasiado fina o no demasiado gruesa, y adiós.
Nos vigilamos el vino, partimos peras con el tabaco, y una mala tarde con los carbohidratos nos puede sumir en una crisis moral, pero la misericordia de los médicos lo último que nos va a quitar es el café. Incluso, como toda felicidad tiene su sucedáneo, también se puede tomar —pecado capital— descafeinado. Orwell dedicó largas páginas a imaginar en Inglaterra el pub perfecto: en Italia, el café perfecto, por suerte, no hay que imaginarlo. Peregrino por el país, no he encontrado ninguno mejor que el Bar del Corso en L’Aquila, pero en Roma uno puede ir a Natalizi o Strabbioni, donde será el único extranjero del lugar, o bajarse a Nápoles a esa cátedra que es Il Professore. Español expatriado, uno a veces se pregunta si no nos saldría más a cuenta tener una recogida de basuras deficiente con tal de generalizar un buen café: en tanta crispación, en tanta polarización, en tanto malhumor, alguna culpa ha de tener nuestro apego al café incierto. Si queremos que España deje de dolernos, empecemos por dejar atrás la acidez de estómago que provoca el torrefacto.