La palabra Argentina

Es una de las palabras más falsas: sobre la mentira de que más allá estaba eso que nunca estuvo, que tampoco estará

LUIS ROBAYO (AFP)

Hay palabras que engañan. O, mejor: todas engañan, solo que algunas lo hacen desde el principio, desde su raíz; su origen mismo es un engaño, su contenido es un engaño. La palabra Argentina es una de esas: mentira original. Todo empezó, faltaba más, hace 500 años. Aquellos bravos navegantes, codiciosos, querían llegar hasta esas costas rebosantes de especias que buscaban con ahínco, pero chocaban una y otra vez contra esa tierra interminable: estaban hartos. América se cruzaba en su camino: ya empezaba a ser el obstáculo que sería, después, tanto. Ellos no se rendían: seguían navegando, cada v...

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Hay palabras que engañan. O, mejor: todas engañan, solo que algunas lo hacen desde el principio, desde su raíz; su origen mismo es un engaño, su contenido es un engaño. La palabra Argentina es una de esas: mentira original. Todo empezó, faltaba más, hace 500 años. Aquellos bravos navegantes, codiciosos, querían llegar hasta esas costas rebosantes de especias que buscaban con ahínco, pero chocaban una y otra vez contra esa tierra interminable: estaban hartos. América se cruzaba en su camino: ya empezaba a ser el obstáculo que sería, después, tanto. Ellos no se rendían: seguían navegando, cada vez más al sur, a ver si en algún punto esa masa de tierra testaruda les cedía el paso y conseguían dejarla atrás, seguir por fin hasta Catay.

Hubo ilusiones, momentos de esperanza: varios los tuvieron. Uno de ellos fue Juan Díaz de Solís, un señor confuso que puede haber nacido en España o Portugal hacia 1475 y se lanzó a navegar joven, quizá con los Pinzones —que eran unos marineros. Insistió, aprendió, y en 1512, a la muerte del gran falsario Américo Vespucio, el rey Fernando lo nombró piloto mayor en su reemplazo. Entonces, ya funcionario, se casó, tuvo un hijo y, en octubre de 1515, partió del Guadalquivir con tres carabelas, 70 marineros y la misión de navegar lo más al sur posible para encontrar aquel pasaje esquivo.

Buscaron, bajaron, llegaron donde ningún europeo había llegado. Tantas veces el estuario de un río o una gran bahía les pareció el paso tan deseado —y todas descubrieron que no era. Hasta que dieron con un lugar muy raro: una lengua de agua dulce y barrosa tan ancha que solo podía ser un mar, el que los llevaría por fin del otro lado. Lo llamaron, sin pudor, Mar Dulce, y estaban tan felices que desembarcaron en su orilla derecha para comer y celebrar, beber si acaso.

Esa tierra, que parecía tan calma, ya empezaba a engañar: en minutos, bandadas de locales les cayeron encima. Los europeos huyeron; Solís no pudo y esos charrúas lo invitaron a un asado, el suyo. De donde aquellos versos socarrones del maestro sobre el día “en que ayunó Juan Díaz / y los indios comieron”. Sus compañeros lo miraban, aterrados, desde sus carabelas.

Ese fue el primer contacto de españoles con esas costas sureñas; el recuerdo de la antropofagia consiguió que el siguiente tardara. Pero a partir de 1536, expediciones empezaron a recorrerlas con frecuencia. Ya sabían que ese mar era solo un río y no llegaba al otro lado, pero sus locales les hablaban de riquezas increíbles si lo remontaban, y se dejaron deslumbrar.

Era el Truco Eldorado: “Sí, bwana, allá, más allá, hay montañas de oro y princesas bañadas en su polvo”, les decían, digamos, para que se fueran. Solo que los locales de esas costas marrones eran más modestos: no les hablaban de oro sino de plata —y muchos les creyeron.

Y entonces algún codicioso cambió el nombre de Mar Dulce por Río de la Plata y algún culterano lo esculpió en latín y dijo argento, plata. Por lo cual todas esas pampas pasaron a llamarse argentinas, “las tierras de la plata”. Está claro que nunca hubo ni gota de plata en esos peladales: los locales les decían claro, bwana, no se desa­liente, es un poco más lejos —y conseguían perpetuar el engaño y sacarse de encima a los pesados.

Así se armó la palabra Argentina, una de las más falsas: sobre la mentira de que más allá estaba eso que nunca estuvo, que tampoco estará. Hay algo allí que define un carácter. “Si, como afirma el griego en el Cratilo, / el nombre es arquetipo de la cosa, / en las letras de rosa está la rosa, / y todo el Nilo en la palabra Nilo”, insiste el maestro. “Por eso una palabra tan tramposa / no pudo producir sino esa trampa / de mentir y mentirse que esas pampas / serían un día una nación fastuosa…”.

Uno de los mejores libros de Ricardo Piglia se llama Nombre falso. La Argentina lo tiene y la define: un país que te convence de que podrá ser lo que no puede ser, que promete plata y más plata cuando no tiene un cobre. Este domingo ese país elige, una vez más, sus gobernantes, su destino. Pero ya ni siquiera consigue ser fiel a su falacia: los candidatos no ofrecen futuros venturosos, solo miedos. Ya no dicen que allí adelante está la plata; dicen, si acaso, ese, mi contrincante, es quien se la llevó, ni piensen elegirlo. Y así estamos.

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