Mandarlo todo al diablo
No todos los que tienen la razón política tienen la razón moral: a veces, los buenos hacen cosas malas (y los malos, buenas)
Un viejo amigo y profesor de literatura catalana me dice que está de acuerdo conmigo en que, según escribí en esta columna, si España no acepta sin reservas el catalán, el gran beneficiado es el secesionismo. “Yo mismo”, añade, “llegué a decir en una comida que, si se aprobaba la propuesta de Vox de declarar Alicante zona castellanoparlante, cambiaba de bando”. Su caso me recuerda el de otro amigo, también contrario a la secesión, que acabó votando en el referéndum del 1 de octubre de 2017 por solidaridad con los votant...
Un viejo amigo y profesor de literatura catalana me dice que está de acuerdo conmigo en que, según escribí en esta columna, si España no acepta sin reservas el catalán, el gran beneficiado es el secesionismo. “Yo mismo”, añade, “llegué a decir en una comida que, si se aprobaba la propuesta de Vox de declarar Alicante zona castellanoparlante, cambiaba de bando”. Su caso me recuerda el de otro amigo, también contrario a la secesión, que acabó votando en el referéndum del 1 de octubre de 2017 por solidaridad con los votantes aporreados por la policía, aunque no tenía la menor intención de hacerlo porque estaba en contra de aquella consulta.
Estas reacciones no son insólitas, ni se dan sólo con el llamado problema catalán (simpáticamente conocido por algunos como “matraca catalana”); por lo demás, son lógicas: a menudo olvidamos que quienes tienen razón no siempre tienen toda la razón, que no todos los que tienen la razón política tienen la razón moral y que quienes tienen la razón política son, a veces, unos canallas: los canallas de las buenas causas. Y uno puede ceder a la tentación visceral de responder a los canallas y sus canalladas dando la razón a quienes no la tienen. Ejemplos. El 28 de abril de 1945, Benito Mussolini y su amante, Clara Petacci, fueron ejecutados sin fórmula de juicio por partisanos, y sus cadáveres colgados de una viga en la plaza de Loreto, Milán; fue un acto de barbarie, pero hubiera sido una mala idea unirse al fascismo para solidarizarse con el atropello padecido por el Duce. Poco después, el 6 de agosto de 1945, Estados Unidos lanzó una bomba atómica sobre Hiroshima, y a los tres días lo hizo sobre Nagasaki: en total, 214.000 muertos; aunque se trató de un crimen atroz, convendremos en que, durante aquella guerra, los japoneses no tenían la razón política (y también en que, al menos en aquellos dos días apocalípticos, quienes los masacraron perdieron la razón moral). Al final de esa misma guerra, los aliados sometieron las ciudades del Tercer Reich a furiosos bombardeos indiscriminados; sólo en Dresde, del 13 al 15 de diciembre de 1945, 25.000 personas perecieron bajo las bombas: ¿hubiera sido sensato abrazar el nazismo en protesta por semejante carnicería? Entre 1936 y 1939, casi 7.000 curas y monjas fueron asesinados a sangre fría en España; quienes cometieron esos crímenes fueron unos bellacos, pero yo sigo sin tener ninguna duda de que, en la Guerra Civil, la República llevaba la razón (y también de que la famosa Tercera España es un timo aún más siniestro que el de los famosos equidistantes vascos en los años de ETA). Dicho esto, entiendo el arrebato de mis amigos catalanes. Disculpen el desahogo autobiográfico: llevo 57 de mis 61 años viviendo en Cataluña, soy catalán, he estudiado lengua, literatura e historia catalanas, crecí entre escritores catalanes, traduje del catalán, vivo en catalán en un pueblo de la Cataluña profunda, abogo por el federalismo y he defendido una solución a la canadiense para Cataluña; sentado lo anterior, comprenderán ustedes que, cada vez que un señorito madrileño autodenominado de izquierdas tiene a bien darme clases de diversidad y me llama con desprecio españolista, me entren unas ganas irresistibles de pedirle a Gabriel Rufián el ingreso en ERC con carácter de urgencia; si no lo hago es sólo por dos motivos: primero, porque una Cataluña separada de España no me libraría de la burricie de los señoritos (en Cataluña los tenemos a patadas), y segundo, porque, por mucho que me recuerde al Pijoaparte de Marsé y por bien que me caiga, Rufián no tiene razón.
Nuestra pereza mental anhela la simplicidad, pero la realidad no es simple; no todos los que tienen la razón política tienen la razón moral: a veces, los buenos hacen cosas malas (y los malos, buenas). La verdad es la verdad, dígala Machado o su porquero: si Vox dice que la Tierra es redonda, me niego a decir que es plana, aunque los señoritos me acusen de alinearme con Vox. Es un error obrar con las tripas y no con la cabeza, pero —última confesión— cada vez que oigo lo de la “matraca catalana” me dan ganas de mandarlo todo al diablo. Créanme.