Bob Pop: “No existe nada normal. Nadie es normal. Yo elegí ser feliz en vez de normal”
Morderse la lengua no parece la afición favorita de este humorista y guionista sin filtro. El autor de ‘Días simétricos’ no tuvo una infancia ni una adolescencia sencillas: sufrió acoso. La esclerosis múltiple tampoco facilita las cosas en la edad madura, aunque lo lleva con especial brío.
Bob Pop (Madrid, 1971) es un caso a estudiar. De niño sufrió el rechazo de sus compañeros de clase por sacar demasiados dieces y mostrar pluma. Su padre también le arreaba por lo segundo y lo primero le daba más o menos lo mismo. Aun así, no guarda ni pizca de rencor ni al colegio donde le acechó el acoso ni a la familia que no aguantaba sus rarezas. Hace 30 años le diagnosticaron esclerosis múltiple y tampoco eso le lleva a enfurruñarse con la vida. Al contrario, cree que ha tenido suerte. Su fuerza le viene,...
Bob Pop (Madrid, 1971) es un caso a estudiar. De niño sufrió el rechazo de sus compañeros de clase por sacar demasiados dieces y mostrar pluma. Su padre también le arreaba por lo segundo y lo primero le daba más o menos lo mismo. Aun así, no guarda ni pizca de rencor ni al colegio donde le acechó el acoso ni a la familia que no aguantaba sus rarezas. Hace 30 años le diagnosticaron esclerosis múltiple y tampoco eso le lleva a enfurruñarse con la vida. Al contrario, cree que ha tenido suerte. Su fuerza le viene, dice, de haber sabido desde muy niño que quería ser escritor y que cuantas más bofetadas recibiera más razón tenía. A una obra literaria que comenzó con De cuerpo presente, siguió con Mansos y continúa ahora con ese testimonio que ha titulado Días simétricos (Alfaguara), Bob Pop une su faceta de guionista y creador de series como Maricón perdido y apariciones en televisión —Late Motiv, la más sonada, con Buenafuente— y radio todos los lunes con Àngels Barceló en la Cadena Ser. Allí hace listas y destroza cánones de según qué gustos o costumbres.
¿Escribimos para aprender?
Yo escribo para pensar, para ordenar todo ese pensamiento líquido.
Y que nada quede a la mitad, confiesa usted. ¿Ley de vida?
Para mí, sí.
¿Cómo hacerlo hoy si a cada paso lo que nos entra por el móvil nos destroza los planes con la coartada de que todo es urgente?
Ya, es mentira. Y nos engañamos con eso decidiendo por anticipado el final de las cosas, las acabamos antes de que se terminen de verdad. Esa trampa es muy peligrosa.
¿Es ansiedad, prisa o falta de mimo y cariño por rematar bien lo que tenemos entre manos?
Lo último, en gran parte. Forma parte de la dinámica loca del presente. Quienes mandan mensajes urgentes tampoco son conscientes. La sensación es que todo se está haciendo a la vez en todas partes, pero realmente nadie cree que se esté haciendo algo a largo plazo. Entronca también con la dinámica de las redes sociales. La de los mensajes sin elaborar. A medio cocer. Yo los lanzo a Twitter así para ver si con las respuestas me ayudan a terminar de rematarlo. Pero cuando me refiero a lo que no quiero dejar a medias, hablo del mundo analógico.
¿A usted le enseñaron eso de pequeño? ¿Que tenía que acabar bien lo que había empezado?
Sí. Y he ido entendiendo que uno se siente muy bien. Si no, todo se acumula y va a la vez, como un circo con varias pistas. No hay cabeza que lo aguante. Eso incide en la salud mental. La sensación de tener tantos frentes abiertos es agotadora.
¿Hemos perdido así el control sobre nuestras vidas? ¿Nuestra libertad? ¿La rienda?
Exacto. Nos llevan, nos empujan, nos lanzan estímulos constantes con poquísima información para que lo emocional nos venza. Pasa con la opinión, nos fuerzan a ello cuando lo que me encanta es a veces dejar claro que no tengo nada que decir porque me falta información.
Una de las respuestas más sabias que se me ocurren en estos tiempos es: no sé. Consiste en asumir una ignorancia para, a partir de ahí, aprender.
Exacto. Incluso puedes decidir no saber sobre muchas cosas.
Elegir el conocimiento, no estar atado a saberlo todo, ¿es un síntoma de madurez?
Creo que sí tiene que ver. Incluso asumir que no tienes por qué entender todo. Antes eso me provocaba mucha ansiedad. Ya no. Ocurre con la poesía, también.
Le preguntaba si de pequeño le obligaban a hacer las cosas bien porque apenas sé nada de su infancia. ¿Dónde creció?
Mis primeros años, hasta los siete o así, en Alcorcón, y luego, hasta los 18, en Villaviciosa de Odón, adonde no he vuelto desde que me fui.
¿Por qué?
Para mí era un infierno, un lugar mezcla entre un pueblo cerrado y un sitio que aspiraba a gran urbanización residencial. Me sentía muy muy raro y en medio entre el yonqui que me atracaba y algunos cazurros que me pegaban y me humillaban. Tuve la enorme suerte de contar con una figura muy importante: mi abuelo materno, Antonio, mi refugio, quien me ayudó a construirme un mundo propio, me introdujo en la lectura, en el ajedrez.
¿Y sus padres?
Mi padre empezó a trabajar muy joven como aprendiz de charcutero y acabó formando un chiquiimperio con almacén de jamones, etcétera. Siempre vivió con la ansiedad de saber que jugaba en un terreno donde él solamente aportaba su trabajo y cierta intuición, pero que el poder y el control del dinero, no. Acabó arruinado y muy deprimido. Mi madre fue ama de casa hasta que se hizo la señora de las cuentas con el negocio.
¿Cuántos años duró el chiquiimperio?
Desde que tuve 15, más o menos, hasta los 30. Al final se vino abajo porque mi padre se dejó aprovechar por los ricos de siempre.
Eso, a usted, ¿cómo le marcó?
Eso ha espoleado mi rencor de clase. Cuando empezaron a ir bien las cosas, cuando empezó la abundancia, lo único que mi padre me ofrecía era dinero. Ahí ya empecé a sospechar. Me pareció bien que me pagaran buenos colegios, pero nunca acepté un coche ni nada de eso porque sabía que ese dinero saldría muy caro.
¿En qué sentido?
Suponía un secuestro emocional, deber algo a quien mantenía conmigo una relación muy delicada. Nunca pude ser yo con él.
¿Cómo creían o querían sus padres que fuera usted?
No lo sé. Nunca llegamos a hablar de ello. En mi casa son buenísimos en eso, en no hablar. Por eso he salido así, por contraste. Yo empezaba a mantener una conversación con mi padre y entonces se levantaba y se iba.
Usted, ¿con qué se hubiera conformado?
Con que me escuchara, que me demostrara afecto, que no fuera tan bruto. No sé… Cuando llegó la abundancia, mi madre, por ejemplo, se volvió loca con las figuras de Lladró. Cada cierto tiempo llegaba una a cada cual más enorme. Yo les decía que con lo que se estaban gastando podríamos comprar un pequeño picasso, un cuadro de Barceló. Para mí, aquello resultaba espeluznante.
¿Cómo acabó aquello?
Pues acabó mal. Yo dejé de hablarme con mi padre hasta que se murió. No fui a su entierro, no creo que fuera un mal tipo, pero hubo algo que se rompió. Con mi madre hablo de vez en cuando, pero hace tiempo que no nos vemos tampoco.
¿Asumir su homosexualidad tuvo algo que ver en el deterioro de las relaciones con sus padres?
Yo tuve que romper vínculos y toda influencia suya en mi vida. Cuando me casé, conocieron a mi marido y lo llevaron más o menos bien, pero es que sabían que daba igual lo que dijeran. Yo había perdido toda necesidad de aceptación y cariño.
¿Lamenta algo en ese sentido?
No hubiera podido hacerlo de otra forma. Hubo otros factores. Cuando se arruinaron, por ejemplo, yo los ayudé a comprarse una casa. Creo que mi padre nunca se ha sentido más humillado ni tan mal conmigo desde aquello. De verdad que no lo hice con esa intención, pero…
¿Cuándo le diagnosticaron esclerosis múltiple?
Hace unos 30 años, cuando nadie sabía nada de la enfermedad, pero hace cinco empezó a manifestarse con fuerza y a convertirse en degenerativa.
¿Qué planes tenía entonces para su vida?
No muy diferentes a los de ahora. Quería escribir y estar contento. Eso no ha cambiado mucho. Hasta hace cinco años yo hacía mucho ejercicio, estaba apuntado a dos gimnasios, nadaba, jugaba al waterpolo, salía a bailar. Lo hacía porque quería disfrutarlo ya que sabía que, en algún momento, cuando llegara la parte dura de la enfermedad, no podría. Pero soy buenísimo adaptándome.
Aun así, tenía miedo y los pies fríos, cuenta en su libro.
Sí, cuando me venía un brote, llegaba la incertidumbre absoluta. Tenía miedo a quedarme solo. Pero cuando conocí a Mauricio, mi marido, eso desapareció.
Dice que como hombre gay tuvo que luchar contra la masculinidad hetero dominante y tóxica, pero ahora se plantea si va a tener que hacerlo contra cierta feminidad también tóxica. ¿Por qué?
Yo creía que no, pero últimamente con ese sector del feminismo transexcluyente y tremendamente agresivo empiezo a creer que existe eso: una feminidad tóxica.
Nos van a poner a parir por esto. Yo ahora coloco ese titular y a cubierto.
Durante mucho tiempo pensé que el feminismo era la gran revolución transversal que lo cambiaría todo, y cuando parecía imparable, llegó esta barrera que no entiendo. Que no acepten que las mujeres trans son compañeras de batalla y recorrido. Encuentro una agresividad inexplicable. Hay un sector en ese mundo del feminismo intransigente muy tóxico en esa reivindicación biológica del coño. Si la hicieran tíos hetero con su polla morena, estaríamos escandalizados.
¿Es un problema solo del feminismo o es que todo anda desmadrado en la polarización salvaje?
Yo no sé si aquí hablamos de polarización o de nicho de mercado.
Explíquese, por favor…
Tengo la sensación con el feminismo trans excluyente de que desde algún sector pensaron que ya llamaban a cualquiera para cualquier mesa y ese sector quería mantener sus voces y sus trocitos del pastel. Con lo que inventaron una etiqueta buena para guardar su propia personalidad. A veces también pienso que es cuota del mercado. La del feminismo fetén, la del feminismo pata negra.
Usted, rencor de clase, sí, pero a la vida, ni de lejos.
Ninguno, siempre digo que la vida ha sido injusta a mi favor, cuando me han venido mal dadas, siempre me ha cogido en buen lugar.
Confiesa usted en un momento que se preocupó porque veía que no tenía sentimientos. Una especie de frío interior. ¿Qué le pasaba?
Estaba superbloqueado. Empecé a ir a terapia por eso. Estaba tan dentro de tantas corazas para protegerme de un mundo que pensaba que me iba a hostigar que nada me llegaba ni yo llegaba a nada. Anduve tres años tratándome y saltó el tapón. El humor fue muy importante.
¿Utiliza el humor como un encubridor?
Sí, como diría Alejandra Pizarnik. Pero yo creo que me desnuda mucho más de lo que me encubre.
Nos apunta usted maneras de engañar a nuestra esclavitud, ¿cuáles?
Una de ellas la apunta muy bien Remedios Zafra en su libro El entusiasmo. Dice precisamente que aquello a lo que dedicamos muchas horas porque nos parece creativo, divertido, que se nos pasen las horas, son estados de esclavitud disfrazados de sentidos vitales. El consumo genera esclavitud porque lo ejercemos para sentirnos parte de algo.
¿Qué quiere decir cuando afirma que evita el dolor desde lo moral y eso le salva?
Que no soy cuidadoso con la moralidad a la hora de luchar contra lo que duele, incluso con lo más reprobable: la fidelidad, la droga, el alcohol, me parecen bien si lo evitan. Creo que resulta más amoral soportar el dolor y trasladárselo a los demás. Haces menos daño de esa forma.
¡Qué católico es eso!
Uff, y qué difícil de quitárselo. Un vicio tatuado.
Siempre gana el bien o se ama bien a quien gana, cita usted de Eduardo Haro Tecglen.
¡Qué grande fue! Siempre adopté tres referentes para escribir de televisión sin tener que centrarme en ella: Michi Panero, Haro Tecglen y Carlos Boyero. Me dieron la venia para usarla como excusa a la hora de contar lo que me dé la gana.
En la lista de cosas que odia he apuntado tres: una, la superioridad moral…
Es que no existe. Es una excusa para imponer.
Segunda: lo normal.
Lo que los demás nos imponen como normalidad. No existe nada normal. Nadie es normal. Me ofendería que si al salir de esta entrevista te preguntaran por mí dijeras que soy muy normal. El problema es que nos falta tiempo para descubrir la diferencia que nos define a cada uno de nosotros. Mis padres me decían a menudo: “¿Es que no puedes ser normal?”. Yo elegí ser feliz en vez de normal. Siempre entronca con algo burgués, clase media aspiracional.
La tercera son las lentejas. Ahí no puedo estar más en desacuerdo con eso.
No puedo con ellas, pero es que viene de un trauma infantil. Me voy a justificar: comía en el comedor del colegio. Y el día que había lentejas, un profesor las pedía en un vaso Duralex y se las bebía. No he vuelto a poder probarlas.
¿Resultó traumática la educación para usted?
Fui a dos colegios. Primero a uno del pueblo y luego al CEU de Montepríncipe, donde tuve unos profesores maravillosos que se les habían colado en el sistema a los curas. Yo allí asumí quién era y que debía ir por delante antes de que me llamaran maricón. Llegué a cantar Tatuaje encima de la barra de la cafetería. Me empoderé mucho. En el primero fue otra cosa. Yo ya tenía claro que quería ser escritor y quienes me humillaban me daban igual.
¿Y quién era?
Un niño marica y raro, no el hombre que mi padre hubiese querido tener como primogénito. Si yo estaba con él en un lugar público y me aparecía la pluma, me cruzaba la cara. Pero yo sentía que lo hacía más por dolor propio que por odio. Era su miedo el que le llevaba a eso. Me plantaba una bofetada en la cara para que no me la soltara otro. Yo no podía llegar a mi casa y decir que me habían pegado por marica. El sistema de valores que imperaba tanto allí como en el colegio era el mismo. Ser marica era igual de malo fuera que dentro. Conservo amigos de aquella época…
¿Y rencor?
No, no. Yo además tenía una actitud ante eso nada cobarde. Nunca me achanté ante una hostia. De hecho, sentía que, cuantas más me pegaban, más me asistía la razón.