Luis Gordillo, imparable a sus 89 años: “Tengo una fortaleza mental como para ir a la guerra”

Ni la vejez ni la depresión frenan a una de las grandes figuras del arte abstracto. Ahora prepara su mayor exposición en más de una década.

Luis Gordillo posa en su estudio. Detrás de él, un collage de gran formato que formará parte de su nueva exposición en la sala Alcalá 31 de MadridDaniel Ochoa de Olza (Daniel Ochoa de Olza)

Bajo las montañas de recortes asoma de pronto una lagartija como una vigía. Primero muestra solo la cabeza, después corretea hasta el otro extremo de la nave enorme y desaparece de nuevo. A Luis Gordillo (Sevilla, 89 años) verla le ha alegrado la mañana: “Le tengo un cariño enorme, me gustaría poder hablar con ella. Le pongo agua y azúcar para retenerla, pero no hay manera. El nuestro es un amor imposible”. La lagartija, animal escurridizo y capaz de regenerar su cola despu...

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Bajo las montañas de recortes asoma de pronto una lagartija como una vigía. Primero muestra solo la cabeza, después corretea hasta el otro extremo de la nave enorme y desaparece de nuevo. A Luis Gordillo (Sevilla, 89 años) verla le ha alegrado la mañana: “Le tengo un cariño enorme, me gustaría poder hablar con ella. Le pongo agua y azúcar para retenerla, pero no hay manera. El nuestro es un amor imposible”. La lagartija, animal escurridizo y capaz de regenerar su cola después de haberse desprendido de ella, simboliza con cierta exactitud la personalidad y la carrera del pintor. Un artista inclasificable que ha asimilado múltiples influencias —informalismo, abstracción geométrica, arte pop— sin limitarse a ninguna de ellas, y que se ha reinventado para ser fiel a sí mismo.

Estamos en el estudio de Gordillo, anexo a su casa, a unos 40 kilómetros de Madrid capital, uno de los últimos proyectos realizados por el dúo de arquitectos Ábalos & Herreros antes de separarse. Una amplísima nave diáfana con dos alturas en cuyos suelos se acumulan los recortes de papel coloreado, fotos de prensa o imágenes digitales, retazos que el artista emplea para construir los collages que después se convertirán en pinturas. Uno de ellos, de nueve metros de largo, ocupa una pared: se convertirá en uno de los platos fuertes de la muestra dime quién eres Yo, comisariada por Bea Espejo, que se inaugurará el próximo 26 de septiembre en la sala Alcalá 31 de Madrid. Su mayor exposición desde la retrospectiva que le dedicó en 2007 el Museo Reina Sofía, y una especie de continuación de ella, ya que solo incluirá obra producida en el siglo XXI.

“Mi memoria no es que sea mala, es malísima”, advierte antes de plantearle la primera pregunta. “No me acuerdo de lo que he hecho hace un segundo. Y sin embargo hoy te daré la impresión de que tengo buena memoria porque solo voy a hablar de lo que sí recuerdo”.

El artista construye abigarradas imágenes de las que parte para sus cuadros, mezclando fotos encontradas con otras que él toma y después manipula digitalmente. Daniel Ochoa de Olza (Daniel Ochoa de Olza)

Podemos plantearlo como un ejercicio de psicoanálisis. Si no me equivoco, está usted familiarizado.

Lo del psicoanálisis me lo tomé muy en serio. Normalmente se hace uno muy largo, pero yo hice cuatro.

¿Qué lo llevó a ponerse en tratamiento?

La depre. Cuando hablo de esto parece que estoy saliendo del armario, porque no es algo bonito de contar. Pero es tan importante que no hablar de ello sería como mentir. Porque explica muchas cosas de mi vida y de mi obra. A veces me pregunto qué efecto tuvo en mí el psicoanálisis. Desde luego, la depresión no me la han curado ni los psiquiatras ni las pastillas. Me moriré deprimido. Pero sí influyó en mi maduración, en situarme en un proyecto con una cierta solidez. En cuestiones de mujeres también me situó.

¿De qué manera?

Ahí me quedo en el armario.

¿Y cómo afectó a su obra?

Lo que pasa a la obra es la energía, la negativa y la positiva. Cuando uno se deprime necesita apoyo, y también un escape para no sufrir tanto y encontrar un espacio donde evadirse. Y ahí aparece la pintura, que es como evadirse a otro país, un país donde las cosas son más felices, más comprensibles.

No le resultó fácil dedicarse a la pintura. Antes que Bellas Artes estudió Derecho, como esperaba de usted su familia burguesa.

Yo era de buena clase social, pero no uno de esos niños bonitos de provincias. Mi padre era de Valladolid, castellano puro de familia rica venida a menos. En cambio, mi madre venía del proletariado, de una familia que se hizo millonaria con la fabricación de ladrillos después de que le tocara el Gordo en la lotería. Vivíamos bien. Me acuerdo de nuestra casa de Sevilla, un paraíso con un patio de mármol blanco y una azotea que era una gloria. Allí, cuando estudiaba Derecho, dibujaba las casas de enfrente. Aún no tenía la idea de ser pintor. Fui un artista tardío, se me fue despertando la cosa muy lentamente. Entretanto, mis hermanos y yo estudiábamos música con una profesora de piano que venía a casa. Yo podía improvisar, cosa que mi hermano mayor no hacía. Con los años he llegado a la conclusión de que soy un artista de ámbito general. En mi organismo hay un elemento que pide ser expresado desde muy pequeño, incluso antes de la depre.

¿Tuvo que rebelarse para conseguirlo?

Mi padre era un hombre muy pacífico, poco autoritario, que nunca se opuso a que yo pintara. No tenía energía para ello. Ahora bien, a la hora de comer, mi hermano y yo discutíamos con él sobre Picasso y Dalí, porque a él le parecían unos demonios. Fíjate, Dalí y Picasso eran entonces los demonios. ¿Lo son ahora?

Son figuras muy discutidas, aunque por motivos distintos a los de su padre.

Sí, eso sí. A Dalí la vanguardia no lo ha soportado bien, y sin embargo cada vez me gusta más. En cambio, con Picasso cada vez soy más crítico. Picasso ha hecho cuadros clásicos, maravillosos. Y dio muchos pasos adelante en el arte. Pero también ha hecho muchísimos cuadros tontainas. Hay algunos que no son nada, tres garabatos y una firma, que es lo que los hace carísimos. La mayoría de los artistas hacen una obra, a veces genial, y después esa genialidad la transforman en mercancía de donde se ha extraído todo el oxígeno, toda la vida.

Cabezoides C (2018), impresión digital sobre papel, que también se verá en la exposición en Madrid

¿Cree que el éxito es peligroso para un artista?

Peligrosísimo, porque el dinero fácil es una trampa en la que todos podemos caer. Y yo no me considero por encima de ese estándar. Pero pienso que, ahora que soy mayorcito, no he caído en ese pecado. No sé si es pura vanagloria mía, pero tengo la impresión de que mi nivel lo estoy defendiendo. De que no me rindo.

Es verdad que hay algo sorprendente en su trabajo, y es que usted nunca se ha repetido, y sin embargo ha conseguido un estilo muy reconocible. Es fácil distinguir un gordillo.

Tengo una especie de ética de muy alto voltaje. Me siento culpable de entrada. Y debo machacar la culpabilidad convirtiendo cada cuadro en una joya, pero no en el sentido de que sea un cuadro memorable, sino de que yo dé el 100% de lo que tengo. A veces con dolores de parto.

¿Le importa la consideración de los demás?

Estudié un par de años en Bellas Artes [la Escuela de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría en Sevilla], donde tuve un profesor, Pérez Aguilera, que creyó en mí, y eso era como si me hubieran dado el Premio Nacional. Hay muchos premios en la vida, y alguno no tiene copa. Este me dio bastante energía.

Pero entonces, en el verano de 1958, se fue a París. ¿Cambió eso su perspectiva?

Sí. A la vuelta ya sabía que no podía seguir en aquella escuela demasiado retrógrada. Tuve un enamoramiento con la obra de Tàpies. Quizá la pasión pictórica más intensa que he tenido. Pero hoy soy más exigente que entonces, y creo que para encontrar un tàpies muy bueno hay que ver bastantes tàpies. Como con Picasso. Pero cuando Picasso se pone bueno es mejor que el Tàpies bueno.

La cuestión es que, por las influencias recibidas en París de Tàpies, Michaux o Wols, empezó haciendo arte informalista.

Sí, lo que hacía entonces era informalismo puro. Bastante bueno, por cierto. Los sesenta fueron para mí una época de segunda adolescencia, aunque yo ya fuera mayorcito. Como artista era dubitativo y sufriente. Ya plenamente depresivo. Y de pronto me daba por hacer unas oposiciones, y resistía muy poco, volvía a pintar, lo dejaba… No podía llegar a resultados sólidos, no encontraba mi estilo. Y pienso que ahí intervino el psicoanálisis. Ya a finales de los sesenta me consideraba pintor, pero tuve una crisis muy importante y pensé que no podía seguir pintando, aunque dibujaba obsesivamente, como despidiéndome de la vida o echando mensajes al mar. Luego resulta que esos dibujos han sido muy elogiados y han influido en otros artistas.

Detalle del estudio de Gordillo con una lagartija que el artista ha adoptadoDaniel Ochoa de Olza (Daniel Ochoa de Olza)

¿Cuándo terminó esa adolescencia tardía?

Hacia finales de los sesenta, cuando cogí algunos de esos dibujos para pintarlos en serio. Había empezado haciendo informalismo, luego arte pop y después un cierto geometrismo, estilos opuestos entre sí, pero de los que conseguí una síntesis. En los setenta incluso se llegó a hablar de gordillismo. Y ya empecé a creérmelo.

Se convirtió en un artista muy respetado e influyente. También expuso fuera de España. Y, sin embargo, llama la atención que su difusión internacional haya sido limitada. Ahora la galería Carlier Gebauer, con sedes en Madrid y Berlín, ha empezado a representarle y a exponerlo en Alemania.

En aquella época tuve cierta posibilidad. Expuse con la galería Marlborough en Nueva York dos veces, y en el Museo Meadows de Dallas me hicieron una antológica. En Alemania expuse en Bonn y en Essen. Hubo un momento en que parecía que iba a pasar algo especial. Hasta hice un contrato con la galería Mary Boone de Nueva York. Ahora he empezado a colaborar con Carlier Gebauer precisamente para tratar de activar mi presencia internacional.

Viendo sus pinturas, es difícil imaginar cómo consigue llegar hasta la imagen final, que mezcla abstracción y figuración. Se entiende algo más al conocer el proceso, en el que compone un collage a base de múltiples imágenes encontradas o tomadas por usted y modificadas digitalmente, que después traslada a la pintura. ¿Siempre ha sido así?

El proceso es variado. A principios de los setenta pinté unos monicacos como de cómic, muy irónicos. Hacía cientos de dibujos pequeñitos, automáticos pero figurativos. Y de ellos elegía uno para pintarlo. Esa selección era dura, porque su energía debía acompañarme durante el proceso pictórico, que iba a ser muy largo. Después hubo épocas intermedias en que ya empezaba a organizar el cuadro previamente. Y hace años que comenzó este último proceso donde el cuadro ya está muy avanzado en el collage previo. Realizar ese collage es muy divertido. Recopilo mucho material, hago fotos de mi obra, de lo que veo por el mundo y me interesa. Tengo también un almacén de fotos de prensa. Disecciono cada mañana los periódicos, y todas las revistas que caen en mis manos, algo que ya hacía de pequeño con los periódicos de mi padre. Es como si arrancara trozos de vida que aún están latiendo. En el fondo creo que me debería parar ahí, coger esas imágenes y hacerlas públicas. Y sin embargo mi moralidad exige que eso lo convierta en una joya pictórica. Es entonces cuando la cosa se pone más molesta. El tema se racionaliza y aparecen problemas, como si todo pesara. Hay cuadros con los que puedo estar meses dándome el coñazo.

¿Qué es lo que le lleva a persistir en el empeño?

Tengo una energía en ese campo que no tengo en otros. Una fortaleza mental como para ir a la guerra que hasta yo mismo me quedo extrañadísimo. ¿Cómo es posible que yo pueda hacer estos gastos energéticos tan enormes? Porque normalmente no soy el tipo de pintor que disfruta pintando.

También utiliza lo digital, las nuevas tecnologías.

Tengo la impresión de una vida compartida en dos partes. Una primera parte con lo analógico, y ahora una segunda parte digital, pero con los recuerdos de la primera. Pienso en cuando la vida era analógica, y desde el mundo actual me parece una cosa increíblemente extraña, la Edad Media casi. Para utilizar la maquinaria digital, los ordenadores, colaboro con profesionales de la materia porque yo me resisto enormemente a aprender esas cosas. ¿Será porque soy viejo y tengo un alma profundamente analógica? Pero la fotografía es analógica y nunca la aprendí bien. Yo creo que se puede considerar mi obra como un cóctel de síntesis.

'Abstracción objetual' (2018), díptico de la colección de Gordillo que estará en la muestra en Madrid

¿Cómo lleva la vejez, por cierto?

Me ha llegado tarde, pasados los 80, y está siendo una sorpresa. Cuando se es joven no se piensa en ella, es una cosa que les ocurre a unos señores que están tranquilos, dan paseos y leen el periódico. Pero la experiencia que yo estoy teniendo no es nada tranquila. Todos los días te mueres un poquito. Un día es algo en la vista, otro en la espalda…, te vas estropeando poquito a poco. Es decir, que para cuando te mueres ya estás muy muerto. La vejez es una premuerte. Como los árboles que en otoño van perdiendo las hojas hasta que solo queda el tronco. La diferencia es que en primavera ellos vuelven a revivir, y con la muerte nadie revive.

A pesar de eso, y de la depresión, usted ha seguido.

Uno se acostumbra a la idea de la muerte, y a veces hasta la desea. Entre la depresión y los achaques, te cansas mucho trabajando y todo eso se acumula. La gente te dice: “No pareces de tu edad, estás muy bien para los años que tienes”. Y yo les respondo que si me vieran por dentro verían que estoy viejo, muy viejo. Y me digo: ¿por qué no adelantamos un poco el asunto? Y entonces pienso en mis hijas, en mis nietos, y me entran ganas de vivir con ellos y verlos mayorcitos. Y eso tiene suficiente atractivo.

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