La palabra arena
Es un sustantivo complejo que incluye todo lo que la arena tiene alrededor: los ídolos, las gradas, los fans desaforados…
¿Cuántas personas, ahora mismo, aquí mismo, están tocando arena? ¿Cuántos de ustedes pasaron, en los últimos días, algún rato viendo cómo se les escapaba la arena entre los dedos, la vida entre los dedos? ¿Cuántos se han ciscado en tal o cual deidad al ver que, pese a aseos y cuidados, su cama o sus recovecos rebosan de granitos? La arena, que suele estar gloriosamente ausente, invade nuestras vidas.
Muchos nos pasamos el año sin tocarla; para tantos, tocarla e...
¿Cuántas personas, ahora mismo, aquí mismo, están tocando arena? ¿Cuántos de ustedes pasaron, en los últimos días, algún rato viendo cómo se les escapaba la arena entre los dedos, la vida entre los dedos? ¿Cuántos se han ciscado en tal o cual deidad al ver que, pese a aseos y cuidados, su cama o sus recovecos rebosan de granitos? La arena, que suele estar gloriosamente ausente, invade nuestras vidas.
Muchos nos pasamos el año sin tocarla; para tantos, tocarla es tocar el cielo con las manos. Se ha intentado definir el verano de muchas maneras: yo creo que es, sobre todo, el momento del año en que la arena prima.
Aunque la palabra arena tiene, desde su origen romano, dos sentidos: esa materia mineral pero maleable, sin la dureza que solemos atribuir al mineral, por un lado. Y, por otro, el espacio donde sus creadores montaban sus espectáculos sangrientos.
La arena mineral es la prueba más extrema de la potencia de la naturaleza, esa que ahora algunos se empeñan en negar. Esos granos de nada antes fueron pedruscos, piedras, rocas, que la fuerza incesante de las aguas y el viento fue gastando hasta volverlos este polvo.
La arena mineral se ha transformado, en las últimas décadas, en el símbolo de una actividad radicalmente moderna: ir a la playa. Hasta fines del siglo XIX a nadie se le ocurría semejante cosa. Las costas eran esos lugares confusos que ni tierra ni agua, peligrosos por sus crecidas y su inseguridad: de hecho, durante milenios, las ciudades no se construyeron sobre el mar, por si las moscas y demás piratas. Pero ahora, en cambio, tocar arena es un gran momento de la libertad: por fin ese lugar donde nadie va a decirme qué hacer, donde mi tiempo —aunque sea breve— es mío, donde mi única obligación será rascarme el higo y ocuparme de los niños y comprar la comida y quejarme de los precios y organizar paseos y limpiarme la arena sin tapar la ducha y, sobre todo, lo más difícil y arriesgado, pasarla muy de puta madre. La arena, que siempre fue un medio hostil, se ha convertido en uno de los más deseados: así estamos.
Y, por otro lado, está la arena como el lugar del show. La arena como escenario de una pelea: la arena política, la arena mediática, sangre y arena. La arena es un sustantivo complejo que incluye todo lo que la arena tiene alrededor: los ídolos, las gradas, banderas y abanicos, los fans desaforados, los sombreros al viento. Y, sobre todo, ese círculo u óvalo que sí está hecho de arena.
La arena se ganó ese lugar porque era chupandina: se chupaba sin esfuerzo la sangre que animales y personas derramaban sobre ella. Así que cuando nuestros abuelos romanos decidieron que su gran espectáculo público sería la muerte —de esclavos, de otras bestias, de delincuentes, de distintos— no se les ocurrió nada mejor que llenar esas pistas de este polvo secante que se tragaría esa sangre con la rapidez necesaria para poder regarlo con una sangre nueva.
En esos días estaba claro cuál era el espectáculo. Las personas iban a la arena a ver cómo morían personas y animales y, cuando no había, se agolpaban para gozar de alguna ejecución. Ahora todo eso nos parece arcaico, primitivo —aunque el gran show nacional español siga incluyendo la muerte segura de unos animales y la posible de un señor vestido de colores.
Pero quizá lo arcaico, ahora, sea matar de verdad —aunque nos sigue gustando ver matar. Vivimos tiempos de ficción, de imagen inventada. Las noticias y las series policiales —y los thrillers que se leen en la arena— con sus muertes constantes son un porcentaje decisivo del consumo audiovisual. Seguimos siendo público de arena, solo que vergonzante: miramos matar pero de mentirita. Y hay otra diferencia, quizá más significativa: esas muertes antiguas, verdaderas, eran la forma de restituir y reforzar un orden: morían los malos, los que debían según alguna justicia o algún dios. En cambio nuestras muertes ficticias son desorden puro: muere cualquiera, muere quien no se lo merece —y cuando menos se lo merece más nos excita.
En síntesis: ahora vemos, en las varias arenas, muchas más muertes que antes, solo que son falsas y no nos aleccionan. Pero hay algo en ese espectáculo que atrae como muy pocos: quizá la conciencia de que nunca veremos el que realmente nos importa. O incluso la voluntad de convencerse de que, al fin y al cabo, tampoco es tan difícil.