Grafiti: creatividad contra los muros

El arte urbano que cubre paredes es un vehículo para la disidencia y tiene además un componente humanista. Textos y dibujos fruto de un impulso íntimo que se transforman en un mensaje visible para todos

GORKA OLMO

Cuando caminas por una calle de la ciudad, ¿qué ves? La mayoría de nosotros nos encontramos con el grafiti y el arte urbano como parte de nuestra experiencia cotidiana. Sus dibujos y códigos poéticos rompen nuestros patrones rutinarios de circulación, modifican la escenografía que nos rodea, la confunden. A menudo, el efecto que los artistas del grafiti buscan es lograr un choque frontal —hay algo de transgresión en la creatividad, y el arte urbano lo pone de manifiesto—. Lo marginal, lo innombrable...

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Cuando caminas por una calle de la ciudad, ¿qué ves? La mayoría de nosotros nos encontramos con el grafiti y el arte urbano como parte de nuestra experiencia cotidiana. Sus dibujos y códigos poéticos rompen nuestros patrones rutinarios de circulación, modifican la escenografía que nos rodea, la confunden. A menudo, el efecto que los artistas del grafiti buscan es lograr un choque frontal —hay algo de transgresión en la creatividad, y el arte urbano lo pone de manifiesto—. Lo marginal, lo innombrable y lo que solo circula como rumor, o lo siniestro transfigurado, se nos manifiesta a plena luz, como ocurre en una plaza pública, ahí reside parte del asombro que desencadenan. La calle es un inmenso escenario en donde los grafitis irrumpen, como un color imprevisto en el paisaje de la ciudad: en los vagones de los trenes y otros medios de transporte, en los túneles, los metros y en los baños públicos, sobre todo en las paredes. Vale la pena abstenerse de juzgar prematuramente —o ideológicamente— este fenómeno social tan complejo, para comprender sus matices.

Tendemos a esperar que los paisajes urbanos sean legibles, pero el grafiti y el arte urbano desestabilizan e infiltran su codificación con una visión alternativa del mundo, aunque sea por un momento. Enfocan la atención sobre la pared: mientras ésta defiende la intimidad y la propiedad privada, ellos la transgreden, la embisten, y, al hacerlo, ponen de manifiesto, más allá de sí misma, el territorio y al individuo. Ofrecen un lenguaje visual para mirar a través de la pared, creando espacios imaginarios. Nos muestran que los límites no lo son realmente, y que los muros fronterizos son actos retóricos de seguridad patrocinados por ideologías con intereses particulares. El grafiti ha sido herramienta de disidencia en las protestas y es claro que seguirá estando presente. Intenta borrarlos y volverán a aparecer.

Los artistas del grafiti son los depositarios de las fantasías, los miedos, la furia y las desilusiones que transpiran los habitantes de nuestras urbes. Como agentes sociales, clandestinamente, despliegan sus estrategias, en ocasiones, a costa de enfrentar multas o encarcelamiento, o de arriesgar su propia vida aferrándose a sitios inestables. En 2011, la artista mexicana Ana Teresa Fernández colocó una enorme escalera contra el muro fronterizo que separa Playas de Tijuana del parque estatal Border Field, de San Diego, y usando una pistola rociadora de pintura, se dispuso a pintar las barras de un azul cielo (Fernández imaginó un mundo sin muros fronterizos). En sus espacios imaginados, las láminas de acero que separan los dos países desaparecen, mientras las barras oxidadas se transfiguran en un cielo azulado. La frontera se manifiesta como símbolo poderoso, un sitio de posibilidad utópica. Al mismo tiempo, el muro fronterizo es un recordatorio de la subyugación violenta. “Me alegré mucho”, comentó Fernández, “cuando, a última hora de la tarde, un corredor vino desde muy lejos de la playa y nos dijo que pensó por un momento que parte de la pared se había derrumbado”.

En la década de los setenta, el grafiti acompañó a los procesos revolucionarios en la Nicaragua de Somoza. Omar Cabezas y Dora María Téllez —la llamada Comandante Dos, heroína de la revolución sandinista, recién liberada de una prisión nicaragüense— lo describen en su libro La insurrección de las paredes: “Como los desalojamos del poder y de los cuarteles, antes los desalojamos de las paredes… La voz de los silenciados tomó por asalto las paredes”. El grafiti es una de las maneras de recobrar la palabra, una práctica popular y creativa de agrietar los discursos monolíticos del poder y las instituciones. “Yo digo que la prueba de que el pueblo está con la revolución nos la pueden enseñar las paredes”, concluye Téllez.

Además de su potencial de denuncia, resulta ser un proyecto humanista y profundamente psicológico, como producto del enfrentamiento del ser humano con la pared; se adhiere a sus síntomas de lo prohibido, de la represión, a estos dibujos realizados bajo el efecto de un impulso, incógnito, pero visible para todos. La manifestación inconsciente del grafiti es, según el fotógrafo francohúngaro Brassaï, una prueba irrefutable de la existencia de una fuerza creadora primitiva. Ya en 1933 en su ensayo De la pared de la cueva a la pared de la fábrica exclamaba: “¡Qué dura es la piedra! ¡Qué rudimentarios son sus instrumentos! ¡Qué importa! Ya no se trata de jugar, sino de controlar el frenesí del inconsciente”. A tiro de piedra de la Ópera de París, Brassaï encuentra signos similares a los de Pompeya, las cuevas de la Dordoña o el valle del Nilo, se insinúan en las paredes. La misma angustia que ha surcado los muros de las cuevas con un caótico mundo de grabados de caza, migración o procreación, hoy genera dibujos en torno a temas específicamente relacionados con la supervivencia.

Esta región, donde las paredes hablan y derriban los cánones laboriosamente establecidos, enriquece nuestros movimientos por el espacio urbano, y nos invita a prestar atención a las provocaciones curiosas, enigmáticas o ideológicas que las paredes podrían estar susurrándonos.

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