Sílvia Pérez Cruz: “Todos pasamos tragedias que nos hacen sentir que morimos, pero luego todo sigue”
Con la sombra de Dalí, el Empordà y el cabo de Creus como banda sonora de fondo, la cantante de Palafrugell, una de las más talentosas e inclasificables de su generación, repasa los lugares y las inspiraciones de una vida
La voz de Sílvia Pérez Cruz (Palafrugell, Girona, 40 años) resuena dentro de la habitación ovalada como si fuera una ráfaga de ese viento de tramontana que tanto se deja sentir por esta esquina paradisiaca del Empordà. La cantante se ha puesto justo debajo del vértice central de la que sería una de las joyas de la corona que es la casa de Salvador Dalí delante de la pequeña bahía de Portlligat, cerca de Cadaqués. Es la sala oval, una acogedora es...
La voz de Sílvia Pérez Cruz (Palafrugell, Girona, 40 años) resuena dentro de la habitación ovalada como si fuera una ráfaga de ese viento de tramontana que tanto se deja sentir por esta esquina paradisiaca del Empordà. La cantante se ha puesto justo debajo del vértice central de la que sería una de las joyas de la corona que es la casa de Salvador Dalí delante de la pequeña bahía de Portlligat, cerca de Cadaqués. Es la sala oval, una acogedora estancia blanca y diáfana donde se deslizan rayos de un sol caramelo a través de unos pequeños ventanales y el mundo parece como detenido en un reloj de arena. “¡Es muy fuerte esta sala!”, dice Pérez Cruz al terminar de cantar Salir distinto. “Es como cantar de secreto”. Ahora falta la guitarra de Pepe Habichuela, que se escucha en la canción original de su último disco, Toda la vida, un día (Sony), pero la resonancia es tan especial e intensa en la habitación diseñada por el propio Dalí que casi parece salida de una ensoñación.
Tiembla de emoción la voz de Pérez Cruz cuando dice que “es como cantar de secreto” porque desde fuera de la sala oval, el sonido no llega nunca igual a como se recoge dentro, justo debajo de la cúpula del techo de la extraordinaria casa con vistas al mar Mediterráneo y a un horizonte como de plata líquida. El pintor catalán llamaba a este hogar “catedral galáctica”, en un juego de palabras con el nombre de su mujer, Gala, a quien rendía culto esta criatura arquitectónica blanca y surrealista con un salón amarillo y un dormitorio de tres niveles. La sala oval era el sitio de lectura y descanso de Gala, un espacio tranquilo y etéreo en la casa donde Dalí vivió desde 1930 hasta la muerte de su esposa, en 1982, cuando decidió instalarse en el castillo de Púbol. Esta asombrosa edificación, que parece un organismo vivo integrado en el paisaje de olivos, matorrales verdes y terrazas de paredes secas, se convirtió en museo a petición del propio Dalí tras su muerte. Esta tarde, los turistas —la mayoría franceses— han abandonado el edificio y el museo se dispone a cerrar. Y solo quedará una habitante: Sílvia Pérez Cruz, que va a realizar una sesión de fotos y recorre los interiores de la morada y sus jardines de una hectárea como una niña disfrutando de un recreo interminable. “Me interesa mucho saber cómo pensaba Dalí”, confiesa. “Me llama mucho la atención que su gran obra de arte sea su casa. Debe de ser lo más pleno para un artista. Define mucho tu tiempo y cómo quieres compartir tu vida. Es una gran obra de arte final”.
En su último álbum, esta cantante y compositora, galardonada en 2022 con el Premio Nacional de las Músicas Actuales y considerada una de las artistas más arrebatadoras de la actual canción española, intenta lo que es definir también una vida: la suya, pero que, en el fondo, podría ser la de cualquiera. Toda la vida, un día es una obra compuesta de cinco movimientos, como en la música clásica. Cada uno de ellos se corresponde a una etapa existencial: infancia, juventud, madurez y muerte. “Es un viaje circular que, a través de 21 canciones, busca con toda la humildad aprender a entender que todos los principios nacen de un final”, explica su autora, sentada en un banco de piedra que mira al pequeño puerto en el que descansan pequeñas barcas de madera. El pueblecito está rodeado de tierra y limitado por dos islas que convierten su playa en una especie de lago. Como si fuera un cuadro del propio Dalí, regala una ilusión óptica: la playa conecta con el mar aunque se vea como un lago. “Siempre que paseas por este pueblo te inspira”, señala Pérez Cruz. “Te vienen ganas de soñar”.
Nacida en Palafrugell, a unos 75 kilómetros de Portlligat, Sílvia Pérez Cruz empezó a soñar justo en este rincón tan oriental de la península Ibérica cuando de niña su madre las traía a ella y a su hermana casi todas las semanas a fusionarse con la naturaleza. “Parecía que te ibas a la Luna u otro planeta”, recuerda. El primer movimiento de su disco se situaría justo en esa edad de descubrimiento. “Yo soy de este paisaje. Estos pinos y este mar son como mi casa”, asegura. “Tengo mucha conciencia de la arena de la playa con las conchas cuando venía aquí de niña. Cuando mi hermana y yo decíamos mucho: ‘Vamos a ver qué hace ahora el mar”. Ahora, el mar está quieto, en una calma idílica ajena al trajín de los turistas distribuidos por el puerto. Es media tarde y Portlligat ha ofrecido esas mañanas de “una alegría salvaje y amarga, ferozmente analítica y estructural” a las que se refería Dalí en su libro de memorias, La vida secreta. La compositora se siente “totalmente del Empordà” porque creció por estos parajes y unos muy parecidos: los de Palafrugell, donde a los cuatro años empezó a cantar con su padre en las tabernas. Castor Pérez, muerto en 2010, era cantante y estudioso de las habaneras, un género musical de gran arraigo en esta tierra. Ella reconoce que conecta mucho con el canto de la taberna, ese pasado en el que veía a su padre cantando en una sobremesa con amigos y generando una gran intimidad. “Tengo muy pocos recuerdos con mi padre porque yo realmente me crie con mi madre, pero los que tengo con él son siempre cantando. Con él aprendí a compartir cantando y a emocionarme con lo sencillo. Siempre digo que mi padre tocaba el do mayor como nadie. El do mayor es la nota más sencilla, la que primero aprendes, y él sabía poner un gran amor a lo simple. Por eso, creo que tenía esa relación muy melancólica con el mar que ahora suelo recordar”.
Quizá esa relación tenía mucho que ver con lo que Dalí, tan conocedor de este paisaje como la propia Pérez Cruz, dejó escrito sobre “los atardeceres morbosamente tristes” de este rincón del mundo. La cantante camina sin prisa por las calles empinadas de Portlligat y observa ese mar con forma de lago. Entonces, explica cómo de su madre aprendió también algo importante: la contemplación. “Conocí la lentitud en ir por la vida. Me parece una virtud. Eso que tiene que ver con contemplar, fijarse en dejar una huella con el pie en la playa o saber esperar para dar un consejo”. Su madre, Glòria Cruz, que aún vive en Palafrugell, también es cantante y fue la persona que más se preocupó de que su hija fuera a una escuela de música. Después de varios años de enseñanza, a los 12 años un profesor le dijo a la pequeña Sílvia que su forma libre de entender la interpretación encontraría mejor acomodo en el jazz, y con esta idea llegó a los 18 años a Barcelona para estudiar en la Escola Superior de Música de Catalunya (ESMUC). Allí encontró su voz y empezó a despuntar como un verso libre repleto de talento.
El segundo movimiento de Toda la vida, un día se refiere a la juventud, que correspondería a la época que coincidiría con su aprendizaje musical. Es decir, a todo ese tiempo en el que formó parte de Las Migas, grupo de unas amigas salidas de la ESMUC en el que estuvo hasta 2011, mientras exploraba una forma de interpretar tan exquisita y distinguida que hizo de ella ya un ser sumamente especial sobre un escenario. Lo demostró individualmente cuando ganó el Goya a la mejor canción original por el tema que compuso para la película Blancanieves o en otros proyectos como su asociación con el jazzista Javier Colina. Su voz, moldeada al calor de la taberna habanera y encajando sin miedo en el folk, el jazz, el fado o el flamenco, se desplegó bella y versátil, muy transatlántica, captando muchos matices preciosistas. Discos como 11 de novembre (2014), Granada (2016) —junto al productor Raül Refree— y Vestida de nit (2017) la situaron en un espacio casi nuevo para la música española, habitado por su manera tan particular e independiente de emocionar. De alguna manera, la canción mediterránea se enriquecía con su presencia y estilo. “Soy de mar, pero no sé muy bien qué es la etiqueta de canción mediterránea. Yo solo sé que conecto con el canto de la taberna, con eso de juntarse con amigos en mesas de madera y ponerse a cantar en una sobremesa”, explica. “Mi voz es muy ibérica, y eso tiene que ver con el flamenco, con Portugal o con el cante de las abuelas. Por tanto, mi relación es con la música popular”.
Al igual que de niña, Pérez Cruz sigue buscando fundirse con el paisaje. Dice que el concepto de este disco le vino durante la pandemia, cuando, confinada en Barcelona, donde lleva viviendo muchos años, se dio cuenta de que en la ciudad no sopla nunca el viento ni se ve bien el cielo. “Necesitaba recuperar ese impulso salvaje y contemplativo con la naturaleza. Me decía: ‘Hay que aprender a ordenar la inmensidad flor a flor”, señala. “Una vez le dije esta frase a Helena Córdoba, una coreógrafa que trabajaba conmigo y me enseñó un poema de William Carlos Williams”. El poema reza: “Aterrados, / buscan una flor familiar donde guarecerse, / y les asusta la inmensidad del campo”. Por tanto, el tercer movimiento del álbum, referido a la madurez, descubre la parte más deslumbrante de este cuento que es Toda la vida, un día, como si la inmensidad se achicase en una estampa cualquiera del paisaje del Empordà, allí donde descansa la vista. “En la madurez tuve la conciencia de que la vida era finita. El parto de mi hija y la muerte de mi padre fueron dos fuentes de conocimiento”, cuenta Pérez Cruz mientras observa esa ilusión de lago que regala el Mediterráneo en este rincón de la Costa Brava. “Aprendí que no quería hacer cosas solo porque tuvieran éxito. Solo quería hacerlas porque creía en ellas. Incluso busqué encontrar más mi voz, poniéndome en duda, probando muchos estilos nuevos y viajando por Latinoamérica, Europa y más partes del mundo”.
Viajar es algo que Sílvia Pérez Cruz ofrece siempre en su música. Ahora, cuando el atardecer está a punto de reclamar su parte del día, se sube en un coche para contemplarlo desde el cabo de Creus, el punto más oriental de la Península, donde aguarda un faro en un paraje protegido de 13.000 hectáreas y de una belleza abrupta. “Me siento como un faro, donde puedo ver mi vida, contemplar muchas cosas y apreciar las que son de calidad”, dice mientras camina por los alrededores del faro de Creus y situada ya en este pico alto de la Península. El viento y el mar han moldeado a su antojo este paisaje que ha inspirado a artistas y viajeros de todo el mundo, en el que conviven islotes, acantilados, escollos, viñedos, corales, aves, dólmenes, castillos, calas y playas escondidas como si fuera una tierra mítica. Tanto es así que la mitología griega reconoce este espacio de belleza abrumadora como uno de los sitios donde fue a parar Hércules en su viaje a Hispania. Aquí el héroe griego fundó el templo de Afrodita Pirene, y aquí Pérez Cruz ha sentido muchas veces que su inspiración para su música aflora como en ninguna otra parte del mundo desde que venía con su madre y con su hermana cuando era niña. “Hay una cierta osadía en este paisaje que creo que tiene que ver mucho conmigo”, reflexiona.
El sol empieza a esconderse en el horizonte. Las montañas y los peñascos rugen. La cantante habla del último movimiento de su álbum, que está dedicado a la muerte. “A veces, nos morimos un poco durante la vida”, confiesa. “Todos pasamos tragedias que nos hacen sentir que morimos, pero luego todo sigue. El disco finalmente es luminoso, o alegre, porque hay un renacimiento”. Un fuerte viento se levanta con ella fundida en el paisaje. El pelo se le agita en todas direcciones mientras las ráfagas parecen embestidas de los dioses. Aquí arriba todo se siente salvaje, y más este viento de tramontana, que, tal y como ella aseguró horas antes, podía llegar a ser “muy potente y marcar el carácter de las personas y hacerlas saber qué es la dificultad”. El suyo está hecho de resonancias de este viento que recorre el Empordà y de canciones, esos “seres inmortales” que curan y reverberan mucho más allá de las personas. “Tenemos que aprender a renacer, a tener esa pulsión tras las pequeñas muertes. Es un acto de humildad dentro de este universo infinito. Porque, oye, esto es inmenso, hay tanto que está naciendo… Puedes pensar en la muerte, pero está naciendo un niño en este momento. Como se canta al final del disco: ‘Ellas paren mientras se celebran funerales”.